«Caifás tenía condenado a Jesús antes de arrestarlo. Después se sufrió un doble proceso. (…) Por la ley judía y la romana, debía haber sido absuelto. Pero las presiones pudieron más». Se criminalizó su respuesta antes de haberla examinado y nadie analizó si Jesús decía la verdad. Los Sumos Sacerdotes sustituyeron la acusación religiosa por la política (…) Pilatos, «como legalista estaba convencido de su inocencia, pero como político lo mandó flagelar para ablandar al pueblo y al Sanendrín». Pero nadie pudo demostrar ese delito, ni fundamentarlo, y no se aportó una sola prueba de cargo hábil; bastó la afirmación de Caifás. Por lo que Jesús fue doblemente asesinado.
José Raúl Calderón Magistrado (cita de Álvarez J., Rafael)
Demasiadas coincidencias con el tema que tratamos. Pero en España se ha llegado más lejos. Con la doctrina de los Altos Tribunales y con la Ley de Violencia de Género, avalada por el Constitucional, se llega a legalizar la injusticia —la quiebra de la presunción de inocencia y la discriminación por cuestión de sexo— y por lo tanto no es preciso siquiera la perversión del proceso judicial, porque es el proceso mismo lo que está pervertido.
En Francia, en 1798, seis semanas después de aprobar la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano, los diputados abolieron por completo la aplicación de la tortura judicial, como parte de una reforma provisional del procedimiento penal. Después, la Asamblea nombró un Comité para, en nombre de «la razón y la Humanidad», establecer reformas inmediatas para «rescatar la inocencia» y «establecer mejor las pruebas de los delitos y hacer que las condenas fueran más seguras». Se establecieron entonces las garantías procesales necesarias para el respeto a la presunción de inocencia (Hunt Lynn, 2007). En 1948, tras la demencia de la segunda guerra mundial, La Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas reafirmaba, en su artículo 10, que Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad (…). Paradójicamente en España, en el siglo XXI, se nace culpable en relación a determinados delitos, borrándose décadas de lucha por los derechos fundamentales. Derechos que, entre otras cosas, sentaron las bases para la plena incorporación de la mujer a la vida política y social.
Hoy nuestro país se ha convertido en un estado policial para los varones, en lo que respecta a la relación entre los sexos, más allá de los derechos fundamentales. El varón nace culpable porque, en determinados delitos, asociados siempre al sexo, se le deniega la presunción de inocencia, y se le imponen penas agravadas en función de la condición sexual. A pesar de que el Código Penal español, el más represivo de toda Europa, conforma un entorno jurídico donde la presunción de inocencia debería cobrar una especial relevancia. Entre los argumentos de los detractores de la pena de muerte en EEUU está el riesgo de que se ejecute a un inocente, que según algunas estadísticas alcanza el porcentaje de casi el 17% de los ajusticiados. Por la misma razón, en España, con penas desproporcionadas para los delitos «de sexo», en terminología jurídica franquista, y con la paulatina aproximación al cumplimiento íntegro de las penas, tras la supresión de la redención de pena por el trabajo, la presunción de inocencia debería ser absolutamente garantista. Porque, si no, se generan unas víctimas que no puede permitirse un Estado de Derecho: los inocentes condenados.
La mayoría de nosotros, a título individual, entiende que un inocente condenado es más rechazable que un culpable absuelto. La sociedad sabe que tiene que asumir ciertas incertidumbres, por su propia seguridad y también por la propia coherencia de su funcionamiento. La presunción de inocencia es la única barrera que protege al individuo tanto de los errores policiales y judiciales como de la arbitrariedad y de la mala fe de quienes, cada vez más, hacen un uso fraudulento de la Ley y la Justicia. Pero, sobre todo, es la única barrera frente a la desnaturalización de la Justicia provocada por la injerencia ideológica constante. Muchos casos conocidos, de gravísima quiebra mediática y jurídica de la presunción de inocencia, sabemos que no son más que la punta de un iceberg, que se hunde en las opacas aguas de la injusticia española.
Según la magistrada María Pozas, Desde la STC 113/82, de 1 de abril, se considera que, una vez consagrada constitucionalmente la presunción de inocencia, «ha dejado de ser un Principio general del Derecho que ha de informar la actividad judicial (in dubio pro reo), para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos los poderes públicos», incluido el legislador, al formular los tipos penales. (Pozas, María 2005). Pero a pesar de esta doctrina constitucional de 1982, hemos asistido a una salvaje involución de la presunción de inocencia.
No solo la Ley de Violencia de Género pasa por encima de la consagración constitucional del derecho a la presunción de inocencia. La doctrina consolidada del Tribunal Supremo acerca de que, en delitos contra la libertad sexual, el testimonio de la acusación se considere prueba de cargo, capaz de enervar la presunción de inocencia, es el más claro antecedente a la vulneración de la presunción de inocencia, vulneración que consagra, con rango de Ley Orgánica la Ley de Violencia de Género. Ante una dificultad probatoria —como en cualquier otro delito—, en los mal llamados delitos de «intimidad», es decir, de pareja, el Supremo optó sin más por acabar con el principio in dubio pro reo. Reapareciendo la «agravante de sexo» de la legislación franquista en los derechos humanos, en un retroceso jurídico sin precedentes. La ideología feminista ha podido más que el Tribunal Constitucional, que debería ser el verdadero intérprete y garante de los derechos constitucionales y humanos, en vez de convertirse en cómplice de los dictados ideológicos y políticos sobre la justicia.
Ya el Derecho romano reconocía que «único testigo, testigo nulo», en la evidente consideración de que acusación y testigo son cosas diferentes. Pero por encima del Derecho romano, de la Ilustración, de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del sentido común, en España se ha sufrido una grave involución en el principio de presunción de inocencia. La sentencia del Tribunal Supremo 135/1989, recogía que «no es suficiente la denuncia o querella para decretar la imputación de una persona (…)». Pero en el siglo XXI hay miles de ciudadanos no ya imputados, sino condenados cuya culpabilidad no está probada, donde existe más que una «duda razonable», donde un mero testimonio acusador es causa de una condena. La presunción de veracidad otorgada ideológicamente al sexo femenino en su relación con el varón esconde tanto la sobreprotección machista al «sexo débil», como la nueva prepotencia «de género» que confiere a la mujer una superioridad «moral» y, derivada de ésta, una superioridad jurídica a su testimonio, por encima de toda la doctrina jurídica occidental. Por cuestión de sexo. Si la prisión de Guantánamo constituyó un escándalo mediático, ya que se trataba de «combatientes» detenidos sin cargos, lo que ocurre es España es que, como todavía es ilegal encarcelar sin cargos, se presuponen éstos y, de camino, se presupone también la culpabilidad.
Pero la «presunción de inocencia» constitucional se encamina a su aniquilación. En el año 2009 el Ministro socialista de Justicia, Francisco Caamaño, sucesor de Bermejo, se mostraba dispuesto a transferir a los fiscales la fase de instrucción de los procesos penales. Como se afirma en la editorial de ABC del 27 de abril de 2009, la dependencia política de la Fiscalía respecto del gobierno —al margen de la profesionalidad y la rectitud que acreditan a diario la inmensa mayoría de sus miembros— y la participación de acusadores populares y particulares con sus propios intereses y estrategias procesales, hacen desaconsejable esta reforma. El trasfondo político de esta reforma, una vez más, puede socavar el maltrecho principio de la presunción de inocencia, toda vez que, según la editorial, Menos aún es la solución que necesita la justicia penal, porque aún no se ha demostrado que el fiscal instructor sea una fórmula más eficaz y más garantista que la del juez instructor. Un paso más en contra de la presunción de inocencia. Sobre todo teniendo en cuenta que los fiscales dependen orgánicamente del Fiscal General del Estado, con lo que la injerencia ideológica en la justicia está servida de antemano.
Paralelamente, jueces y fiscales se unieron a los secretarios judiciales, en mayo de 2009, para pedir al gobierno que no cometa el «error histórico» de prescindir de los fedatarios durante los juicios, tal y como estaba previsto en el proyecto de reforma procesal. Recordaron que la fe pública judicial es una «garantía procesal» íntimamente relacionada con el principio de seguridad jurídica y con el derecho a la tutela judicial efectiva. El gobierno pretendía sustituir a los secretarios por una grabadora, pero según el comunicado de estos colectivos se confunde el «instrumento a través del cual se documenta la fe pública» con la «garantía de que un jurista independiente dé veracidad» a las actuaciones (…). (ABC, martes 10/5/2009). El gobierno quería poner las grabadoras para ahorrarse el coste de los secretarios. Seguramente, el coste de los juzgados de Violencia de Género tenga algo que ver que esta imperiosa necesidad de ahorro en la Justicia, a costa de las garantías procesales de todos los ciudadanos.
Junto a la criminalización del varón por el hecho de serlo, el feminismo radical ha tratado de despenalizar, cuando no justificar, todos aquellos delitos exclusivos de la mujer. Cuando la comisión de «Igualdad» del Congreso propuso que a los condenados por maltrato se les retirara la custodia y las visitas a los hijos, en noviembre de 2009, excluyó de esta medida a las mujeres condenadas por malos tratos. También, la propuesta de que los efectos del alcohol o las drogas sean agravante en delitos «de género» iba destinada nada más que a los varones. Por otra parte, una de las líneas maestras del anteproyecto de la nueva ley del aborto (2009) es considerar el aborto no como delito «despenalizado» sino como derecho de la mujer; sin considerar los derechos del no nacido, y no digamos los del progenitor varón. En resumen, como constante, la discriminación unilateral del varón en el sistema jurídico penal español. Por cuestión de sexo. Por la acción de una ideología ilegítima, que se llama feminismo radical, el neomachismo del siglo XXI.