«La aristocracia queda fuera del ámbito de la ley, precisamente por eso parece que la ley ha recaído exclusivamente en manos de la aristocracia. (…) Un partido que rechazase junto a la fe en las leyes también a la aristocracia, tendría en seguida a todo el pueblo detrás; pero no puede surgir un partido semejante, porque nadie osa rechazar a la aristocracia. Sobre este filo de la navaja vivimos. Un escritor lo resumió una vez de la manera siguiente: la única ley visible y segura que se nos ha impuesto es la aristocracia y ¿vamos a poner nuestra vida en peligro sólo por una ley?»
Franz Kafka (1883-1924) Sobre la cuestión de las leyes
Todo régimen es un estado de cosas impuesto a una sociedad. La ideología feminista radical ha cristalizado en un verdadero régimen, que se imbrica en todas las estructuras estatales y sociales, para imponer su praxis. Régimen que se fundamenta, en el fondo, en una sola norma: el feminismo es incuestionable. Por eso, si no se cuestiona el feminismo radical, no es posible cuestionar su régimen. Como ningún partido se atreve a cuestionar a esta nueva «aristocracia», llamada feminismo radical, su régimen, más allá de la alternancia política en el poder, siempre permanece. Al menos de momento.
Aunque se haya hablado de feminismo «institucional» o feminismo «de Estado», el feminismo radical no es una parte del Estado. Es un régimen autónomo, basado en una ideología propia, que se imbrica en el Estado y en la sociedad con carácter «parasitario»: los utiliza para sus propios fines, y carece de compromiso con la sociedad como conjunto. Porque solo le interesan «sus» cuestiones «de género», a las que supedita y, sobre todo, contrapone, cualquier otro aspecto relacionado con el interés general, del que parece desconocer el significado. El feminismo radical, como buen neomachismo sexista, solo se ocupa de las «cosas de mujeres». Lo afirmaba en noviembre de 2009 la representante de la Federación de Mujeres Progresistas en la cadena televisiva CNN Plus, al decir que tienen que ser las organizaciones de hombres las que impidan su discriminación por cuestión de sexo. Una perspectiva que legitima expresamente el sexismo, y la «guerra de sexos».
El feminismo posee instituciones propias, como el Ministerio de «Igualdad», el Instituto de la Mujer y sus homólogos en las CCAA, o el Observatorio para la Violencia de Género, por citar algunas. Posee también poder mediático, tanto en los medios públicos de comunicación como en los grandes grupos mediáticos del país. Se habla de lobby feminista, pero estos lobbies son solo una parte del régimen. Como lo son las organizaciones en la sociedad civil, nutridas con subvenciones públicas, que apoyan el régimen y le ayudan a configurar la «opinión pública» en los aspectos que, en cada momento sean de su interés. El feminismo se ha insertado también, en parte gracias a las llamadas leyes de «paridad», en los tres poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Porque es la alianza con el poder político lo que permite al feminismo radical constituirse en régimen. Las mujeres promovidas desde los partidos, especialmente en la «izquierda», son muy a menudo feministas radicales. Muchas entraron en la política cosificadas por cuestiones de «género», y el papel «femenino» que se les asigna es el papel feminista.
El régimen feminista se ha arrogado, en exclusiva, la defensa de la igualdad. Todas las comisiones o subcomisiones de «igualdad», sean del Congreso de los Diputados, del Parlamento Europeo, de la ONU o la UNESCO, son espacios políticos controlados por el feminismo radical. La vigilancia y conformación del principio ilustrado de igualdad queda en manos de una ideología que practica la discriminación. Por eso se ha desvirtuado la igualdad hasta los extremos a que estamos asistiendo, porque los políticos han cedido la «gestión» de este derecho fundamental al feminismo. Éste traslada al ejecutivo y al resto de las instituciones una visión sesgada, desde su nicho de poder exclusivo, desde el cual se irradia su «perspectiva» de la igualdad al resto de las instituciones. Perspectiva que ha desembocado en la destrucción de la igualdad en nombre de la igualdad.
Pero el feminismo no se ha limitado a esos nichos específicos de poder. La introducción de mujeres «cuota» en los poderes del Estado supone para los partidos que gobiernan, una operación de marketing político «de género»; y para el feminismo radical, supone la introducción de activistas dentro de todas las estructuras del poder. Este «matrimonio de conveniencia» entre el poder político y el feminismo sigue funcionando, como siempre lo hizo. Con el feminismo radical significa materializar las tesis más extremistas. La Ley de «Igualdad» de 2007 establecía obligatoriamente la paridad en las listas electorales, estableciendo que hasta un máximo del 60% de los candidatos sean del mismo sexo. Esta medida en sí misma podría ser positiva, o neutra. Lo grave es la estrecha vinculación existente entre las denominadas mujeres «cuota» y la ideología de género.
Muchas mujeres que ocupan altos cargos institucionales y políticos, más allá de las parcelas «femeninas» se autocalifican como feministas. También los varones que ocupan altos cargos son —o tienen que ser— feministas. Como José Antonio Griñán, presidente de la junta de Andalucía tras la marcha de Manuel Chávez en 2009, que en un acto con mujeres del PSOE, previo a las elecciones europeas, dijo públicamente que estaba muy «contenta», y que no le importaba que lo llamaran presidenta, en un guiño electoral surrealista a las mujeres allí convocadas. Un presidente que de 15 consejeros ha nombrado a 9 mujeres, y que situó la clave de las europeas de 2009 en la disyuntiva entre la igualdad y la discriminación (Solís, Charo, 2009). Como si no hubiera en Andalucía otros argumentos con los que acudir a unas elecciones europeas más que la igualdad constitucional; pero de nuevo se sustraía gran parte del debate político para sustituirlo por la pretendida y eterna lucha entre los sexos. La Consejera de Agricultura nombrada por Griñán puso todos los altos cargos de su consejería, salvo el de viceconsejero, en manos de mujeres. La paridad en este caso no aparecía por ningún lado. Igual que no existe en las mencionadas comisiones de «igualdad».
Pero hoy muchas mujeres no se sienten identificadas con las mujeres «cuota» del régimen. Porque, en el fondo, tanto las cuotas como muchas de sus representantes implican, sobre todo, una devaluación de la imagen de la mujer. De esa ciudadana que quiere participar por derecho propio en la sociedad, sin necesidad de escudarse en el «machismo» para justificar sus propias debilidades. Como sí hizo en octubre de 2009 la ministra de Economía, Elena Salgado, que acusó veladamente al jefe de la oposición de machista por haberse dirigido en el debate de los presupuestos al presidente del gobierno en vez de a ella (Yanel Agustín, 2009-2). Pero, como afirma el periodista Juan Miguel Vega (2009), hay muchísimas mujeres que abominan de esa «discriminación positiva» y que creen que ya va siendo hora de que hombres y mujeres seamos definitivamente iguales. Para lo bueno y para lo malo.
No se pueden promover mujeres al poder para que apliquen el feminismo radical. Sí a todas las personas válidas, que tengan cosas qué aportar. Y hay muchas mujeres, en esta transición de valores que vivimos, a todos los niveles, que tendrían muchas, muchísimas cosas que aportar desde el poder a la sociedad. Pero la mayoría de estas posibilidades las coarta de raíz el feminismo radical, que copa los cargos con mujeres «cuota» de su cantera, representantes de su ideología.