Las ideologías de la discriminación, como el racismo, establecen una frontera rígida entre dos grupos de personas, según unos pocos criterios, o solo uno, como el color de la piel. Homogeneizan al otro «grupo», negándoles a todos sus miembros, sin excepción, la condición de persona, de «semejante» (que requiere igual trato). Los «otros» son peores que nosotros, son menos persona y, por lo tanto, la discriminación esta «moralmente» justificada. Para el feminismo radical el varón es peor que la mujer; y lo son, a priori, todos los varones. Si fueran solo algunos, no estaría justificado su interés exclusivo por la mujer «por el hecho de ser mujer». Es lo que expresa abiertamente la Ley de Violencia de Género, que los varones, por ser peores, merecen más pena por los mismos hechos. Y por ser peores, no merecen que se les crea, por lo que se da presunción de veracidad a la mujer, afirmándose de este modo, incluso, una superioridad «moral» del sexo femenino. Por lo que la gran perversión de la era del «género», más allá de sus nefastas implicaciones prácticas, es la creación de estos nuevos y graves prejuicios «de sexo», claramente discriminatorios.
El feminismo es, como el machismo, una ideología sexista, y por este motivo ya colisiona frontalmente con los derechos fundamentales. Pero, más allá de la diferenciación, las actuaciones de discriminación de uno de los sexos, el masculino, convierte al feminismo radical en una ideología de la discriminación. Cuando este feminismo establece una relación rígida entre las personas y el sexo, para discriminar solo a uno de ellos, se parece más al racismo y a todas las ideologías de la discriminación unilateral que al machismo de donde proviene. Como dice Edurne Iriarte, comparando el racismo con el feminismo en relación a la pretendida superioridad biológica de las mujeres: Aquello que en relación con los negros es un atentado contra la democracia y los derechos humanos, se convierte en una interesante, sugerente y progresista teoría cuando de diferencias de hombres y mujeres hablamos. Ésta y no otra moral es la que justifica las actuaciones parciales e ilegítimas del neomachismo, hoy mal llamado feminismo.
Las ideologías de la discriminación centran todos los problemas en las relaciones con el «otro» grupo, culpabilizando a fin de cuentas al «otro» no solo de todo lo malo que nos ocurre o nos puede ocurrir, sino de que no estemos lo bien que «deberíamos» estar. Se busca un culpable, y se exige mejorar a su costa. Pero no basta con marginar al «otro»; como la Historia nos enseña, toda ideología de la discriminación acaba siempre, inevitablemente, en persecución.
Muchas de estas facetas también las incorpora la ideología del feminismo radical. Pero la ideología feminista encierra particularidades que la hacen única. En primer lugar, continuar segregando a la Humanidad, a toda la Humanidad, radicalmente en solo dos «grupos», mujeres y hombres. En segundo lugar, el establecer nuevos prejuicios «de sexo», el hecho de fijar una clasificación «moral» de la Humanidad por razón de sexo —uno «malo» y el otro «bueno»— que justifique la discriminación en base a esa única particularidad. Y, en tercer lugar, el feminismo es insensible a la discriminación de un semejante muy cercano; no es al negro o al judío a quién se discrimina, es al varón que convive con nosotros cada día, generalmente con una estrecha relación de intimidad o parentesco. Todo ello hace de la actitud unilateral del feminismo radical, sin el recurso racista del distanciamiento psicológico, aún más chocante.
Esta moral «privada», paralela y oculta, se ha ido soterrando en la moral colectiva porque revive el arcaico victimismo femenino, y provoca la nueva culpabilidad masculina. Lo resume tan irónico como certero Fernando Basanta, presidente de la Federación Andaluza para la Defensa de la Igualdad Efectiva, al preguntarse si ¿Hay algo en España que no sea culpa de los hombres? (Valenzuela, Alfredo, 2009).
Cuando el feminismo consigue que su moral «privada» se refleje en leyes, que nos rigen a todos, busca la «interiorización» de dicha moral por parte de hombres y mujeres. Si lo dice una Ley, entonces debe ser lo éticamente correcto, o al menos lo socialmente correcto. Dando al prejuicio rango de Ley. Y se ahonda en la perversión moral. No es la ética la base inspiradora de la ley; es la ley, por injusta que ésta sea, la que inspira y acaba configurando la ética social. Una inversión aberrante de la pirámide normativa de la sociedad. Cualquier ley puede obedecer, como la Ley de Igualdad o la Ley de Violencia de Género, a condiciones coyunturales o intereses partidistas; pero la ética —en este caso representada por la Constitución y los Derechos Humanos— no debe jamás verse sobrepasada, supeditada, a lo impuesto por una ley concreta. Esta tendencia a invertir el orden normativo la expresó abiertamente el presidente Zapatero en 2009, cuando pidió que la tolerancia gobierne a los hombres desde las leyes y no que la moral se imponga a través de las leyes de los hombres. (Cuervas-Mons, Rosa, 2009). Y la tolerancia, claro está, la define él. «Tolerancia cero» para los varones «maltratadores», en expresión del propio presidente, que en sus declaraciones cambió el término ciudadano por el de «los hombres» en un mensaje subliminal bastante burdo a las «ciudadanas» que deberían votarlo. Zapatero, desde el poder, niega la moral, toda moral, para imponer la suya propia. La impone con la única razón de la fuerza, del poder —con lo cual es una moral «amoral»— y con el único objetivo de perpetuar dicho poder, a través de las urnas. Nietzsche ya dijo algo acerca de todo esto.
La nueva moral feminista, impuesta a la sociedad, tanto a través de los medios de comunicación como por la actividad legislativa, es uno de los baluartes del nuevo «régimen» a cuyo desarrollo asistimos atónitos en este país. El Tribunal Constitucional queda relegado, una vez más, al triste papel de justificar lo éticamente injustificable, si entendemos que la norma más enraizada en nuestro sistema ético es precisamente la Constitución. Con su labor «legitimadora» de cualquier propuesta que se haga desde la esfera política, se desvirtúa el Constitucional, que debería ser el garante de que no existieran tantas y tan graves contradicciones entre las leyes que nos rigen y la Constitución que debería sustentarlas. Como afirma el periodista Justino Sinova, en relación al Estatut catalán, La presión que el Tribunal Constitucional está padeciendo es una indecencia política. (…) Si el Tribunal hubiera fallado ya, no sufriría la presión que busca torcer su brazo. Pero ahora tiene que mantener el tipo y evitar una «reforma encubierta» de la Constitución y una quiebra de nuestro sistema. Los magistrados, con su presidenta, María Emilia Casas, tienen la gravísima tarea de ignorar esa presión indigna y defender la Constitución caiga quién caiga, aunque fuera el Gobierno. El futuro les premiará o les pasará factura. (Sinova, Justino, 04/09/2009). En la legitimación de la Ley de Violencia de Género se dio un proceso de presión muy parecido en torno al Constitucional. Lo malo de todo esto es que los fallos del Constitucional no solo le pasarán factura a sus miembros sino, fundamentalmente, a toda la sociedad española.
Esta moral «amoral» e injusta del feminismo aunque legitimada desde el poder, necesita camuflarse, hacerse pasar por legítima frente a la ética social. La única forma de hacerlo es distorsionar la imagen de la realidad que percibe la gente. Mostrar una parte de la realidad como si fuera toda la realidad. Y a veces, sin ni siquiera vestigios de veracidad, construyendo una realidad virtual ad hoc a sus aspiraciones. Esto solo puede hacerse desde el poder institucional y a través de los medios de comunicación de masas.