VII. MACHISMO Y FEMINISMO

Pero existe una definición sociológica, no ideológica, de los términos machismo y feminismo. La deslegitimación de la sociedad patriarcal, la sociedad bíblica, tiene su origen en el desarrollo de tres principios básicos de los sistemas normativos de occidente: libertad, igualdad y fraternidad. Emanados de la revolución Francesa, e inspirados en el Código Civil napoleónico, estos principios de la herencia cristiana, secularizados por la Ilustración, traspasarán el siglo XX, apareciendo todavía en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como uno de sus elementos nucleares: todos los seres humanos, libres e iguales en dignidad y derechos, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros (art. 1) (Hernández-Gil, 2009), es decir, solidariamente, en términos actuales. Unos principios depurados por milenios de historia y convivencia social, que conforman la base ética y normativa de las sociedades actuales de occidente. Si en la sociedad patriarcal lo legítimo es la diferenciación entre los sexos, en las sociedades occidentales lo legítimo es, o debe ser, la igualdad. Un ciudadano, un voto; es la extensión de la democracia la última y definitiva contribución a la igualdad de los ciudadanos, pues al voto se le da el mismo valor independientemente de la raza, la religión, la clase social o el sexo. Estos logros, estas profundas transformaciones en la conciencia colectiva de occidente, son previos al feminismo. Y son los verdaderos artífices del avance hacia la igualdad. Pero, paradójicamente, constituyen la base que va a posibilitar el desarrollo de la ideología feminista radical. Una ideología que es diametralmente opuesta a los principios fundamentales que la vieron nacer.

Las normas del patriarcado —normas jurídicas, éticas y sociales— que persisten en los modernos estados democráticos de occidente constituyen lo que llamamos machismo. Vestigios de una organización social de origen tribal, basada en la diferenciación por cuestión de sexo, que implica un reparto de funciones, y de derechos y obligaciones, entre los sexos. Pero el feminismo solo califica de machistas a los restos del patriarcado que desfavorecen a la mujer, que son, justamente, tachados de ilegítimos dentro del nuevo sistema de valores. A los que la favorecen —de manera igualmente ilegítima— se le llama ahora «discriminación positiva». Y no solo se perpetúa la discriminación «positiva» patriarcal hacia las mujeres, sino que se amplía, sin límite, generándose de manera constante nuevas desigualdades «positivas». Pero todo privilegio que se conceda «por el hecho de ser mujer» proviene de una reminiscencia del sistema patriarcal, y toda discriminación del varón «por el hecho de serlo», igual. Si el machismo es el residuo del patriarcado, el feminismo es el residuo, sesgado, del patriarcado que favorece a la mujer; una ideología de la discriminación unilateral. Como dice la magistrada María Pozas, en relación a la Ley de Violencia de Género, Sólo desde una vocación demagógica puede despreciarse, con la gravedad añadida de hacerlo en una norma penal, la responsabilidad que las mujeres hemos tenido y seguimos teniendo en la pervivencia de la desigualdad, en la asunción, más o menos consciente, de la diferencia de roles sociales y sexuales y la expresión de tales prejuicios en conductas violentas o no. Hoy podemos afirmar que la mayor parte del sexismo machista que pervive en la sociedades española es de corte feminista: derechos machistas para las mujeres, perjuicios machistas para los varones. El resto del sexismo machista, el que favorece al varón y perjudica a la mujer, es el único que, jurídicamente hablando al menos, ha sido abolido por nuestro Estado de Derecho.

Sin embargo, la ideología feminista radical mantiene hoy la idea de que la mujer está siempre y en todos los supuestos discriminada respecto al varón, por causa, y culpa, de los varones, que son machistas. Esta es la visión distorsionada de la realidad que el feminismo necesita proyectar para legitimar su propia actitud sexista, el defender en exclusividad los derechos de la mujer, en contraposición a los de los varones. Por eso, como dice Pedro J. Ramírez (2009), Zapatero apela a los resortes del eterno femenino, buscando una respuesta «empática», exhibiendo una y otra vez sus méritos de libertador de las mujeres desigualadas y oprimidas, alardeando de leyes manifiestamente injustas (…)

Pero detrás de esta distorsionada visión de la realidad, y de la consecuente contradicción del discurso, se esconde una moral, la moral «privada» del feminismo radical, que es la que explica las actuaciones ilegítimas de esta ideología.