III. DE LA CONSTITUCIÓN AL FEMINISMO RADICAL

Si el cambio en el marco jurídico e institucional, tras la democracia, fue muy rápido, el cambio cultural no iba a la misma velocidad. Por eso, la incorporación de la mujer a la política tiene, en España, un fuerte sesgo machista ya desde sus orígenes. Los partidos políticos integraron a muchas de las primeras feministas en sus estructuras desde la transición democrática precisamente por eso: por ser mujeres y por ser feministas. Mujeres cuya integración política se justificaba por su activismo contra algunas de las normas patriarcales del franquismo pero, sobre todo, por ser capaces de catalizar a otras mujeres en función de sus reivindicaciones «de género». Más o menos lo que sigue ocurriendo hoy, más de 30 años después, en buena parte del panorama político español. Ignorando los inmensos cambios acaecidos.

Con la democracia, y con la Constitución de 1978, la igualdad fue ya uno de los principios rectores del nuevo sistema democrático. Como nos cuenta Amparo Rubiales, la aprobación de la Constitución de 6 de diciembre de 1978 supone una inflexión en el reconocimiento de los derechos y libertades de los españoles; el artículo 14 es el eje de la garantía jurídica de igualdad porque en él se reconoce, al proclamar la igualdad de todos los españoles ante la ley —sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de (…) sexo— un derecho concreto y protegible. La Constitución de 1978 supone, también para las mujeres, un cambio radical, pues responde a tendencias universales de la igualdad entre los sexos. En enero de 1978 se despenalizaron los delitos de adulterio y amancebamiento, algunas de las cuestiones aglutinadoras de las primeras feministas predemocráticas, y se sucederían rápidamente actuaciones legislativas encaminadas a extender de manera expresa el principio de igualdad a toda la normativa del Estado. El movimiento feminista catalizó, y aceleró esta extensión del principio de igualdad constitucional a toda la normativa del Estado. Y contó con el apoyo de todos aquellos que creían en la justicia y la igualdad.

Pero el proceso democrático español, con el antecedente de 40 años de dictadura franquista, fue distinto al de su entorno europeo. Todo se hizo en menos tiempo y, aunque se aplauda la ejemplaridad de la transición política española, representada en la figura de Adolfo Suárez, se cometieron graves errores, cuyos efectos perniciosos alcanzan, de manera grave, la época actual. Uno de ellos es el feminismo radical. En Europa los movimientos feministas se fueron desactivando espontáneamente, a medida que dejaban de tener objeto. Y, en cualquier caso, se mantuvieron siempre dentro de los límites constitucionales. Sin embargo en España, frente a una población democráticamente inmadura, los partidos políticos cayeron en la tentación de apelar abusivamente al voto femenino por cuestiones «de género» para lograr sus objetivos electorales. Para ello necesitaban a las feministas dentro de sus estructuras. Tras la aprobación de la Constitución, aquellas feministas «puristas» que se negaban a la militancia dentro los partidos políticos fueron sustituidas por aquellas otras que podríamos llamar «pragmáticas», que optaron por integrarse en los partidos. Que supieron ver en el poder democrático emergente la posibilidad de conseguir poder. Siguiendo a Amparo Rubiales, Todos los partidos políticos eran conscientes de la importancia que tendría el voto de las mujeres y por ello todos incluían en sus programas electorales el apartado «mujer» (…). Esta fue una concepción muy extendida que ha costado y aún cuesta mucho trabajo cambiar.

Esta cosificación del papel femenino en la política, encaminada a la cosificación del voto femenino, la iniciaron los partidos llamados «de izquierda», y a partir de entonces todas las formaciones políticas asumieron las tesis y reivindicaciones feministas, en una ciega competición por conseguir los votos de la mujer a base de privilegios legales del Estado. El feminismo radical estaba servido. La ideología feminista entró de lleno en los programas electorales de todos los partidos políticos de este país, como un elemento clave, utilizando la arcaica, machista y eficaz concepción de que con ofertas específicas para las mujeres atraerían su voto. Así, el feminismo fue —y sigue siendo— utilizado por los partidos políticos para sus fines; a cambio, el feminismo utilizó y continúa utilizando a los partidos y al poder del Estado para los suyos propios.

El feminismo pasó de una inicial reivindicación de la igualdad constitucional, a la denominada «discriminación positiva». Durante todo este periodo «discriminador» fue consolidándose como régimen, afianzándose en todos los estamentos de poder, con el beneplácito más o menos hipócrita de toda la sociedad. Para desembocar, finalmente, y una vez garantizada su situación de poder, en la actual ideología «de género» del siglo XXI. Hoy, el poder del feminismo radical es tal que podemos hablar de un régimen feminista, presente en todos los poderes del estado. Con sus propias instituciones y sus propias leyes, que impone a la sociedad, incluso con sus propios juzgados, y con una enorme cuota de poder en el ámbito político. El feminismo radical condiciona hoy la acción de los partidos en los que se inserta incluso más allá de los intereses electorales. Por eso, todas las personas que siguen creyendo en la igualdad de oportunidades, de derechos y obligaciones, deben ser conscientes de que la mutua utilización entre feminismo y poder político ha desvirtuado de raíz tanto la teoría feminista como la ideología del poder. Porque el uso meramente electoral de cualquier argumento acaba siempre corrompiendo ese argumento. Y la inclusión de una ideología fundamentalista en el ejercicio del poder también corrompe el ejercicio de dicho poder. Corrupciones a las que asistimos hoy en toda su crudeza.

Si la discriminación «negativa» del varón ha sido una constante en la historia reciente del feminismo en España, con la Ley de Violencia de Género, se ha dado rango de ley a la discriminación unilateral del varón por el hecho de serlo en materia de derechos fundamentales. Un punto de inflexión que marca el inicio de la etapa feminista radical, y a partir del cual todo es posible. En el Manifiesto EU09, Programa Electoral del PSOE para las elecciones europeas de junio de 2009 se decía que Impulsaremos la creación de una Carta Europea de los Derechos de las Mujeres. Debemos entender que está carta está situada más allá de los Derechos Humanos, y supone un guiño electoralista inaceptable, porque los derechos fundamentales son, por definición, para todos y empiezan por el derecho a la igualdad de trato. Y deben ser aplicados por aquellos que detentan el poder en régimen de igualdad para todos los ciudadanos. La supeditación de los derechos humanos a derechos basados en cualquier particularidad nos hacen retroceder más de 150 años de historia en la lucha por los derechos humanos. Como afirma Lynn Hunt (2007), Para que los derechos sean derechos humanos, todos los seres humanos del mundo deben poseerlos por igual y sólo por su condición de humanos.

Resumiendo, la semilla del feminismo radical «deshumanizador» del siglo XXI estaba latente en las contradicciones del feminismo en España. Paradójicamente, al cambiar radicalmente la situación, el feminismo no solo no se ha matizado, sino que se ha radicalizado. El análisis del feminismo en España durante más de tres décadas muestra, con claridad meridiana, como el feminismo radical es la consecuencia de la evolución de una ideología que, en sus fundamentos, era ilegítima, aunque pudiera estar más o menos justificada por las circunstancias históricas. Por eso hoy, muchas feministas «de la vieja guardia» se escandalizan del neofeminismo radical del siglo XXI, mostrando unos principios éticos de los que los radicales han decidido prescindir. Si la lucha feminista original, perteneciente a un momento histórico muy concreto, partía del convencimiento de su necesidad y de su justicia, y aspiraba, dentro de sus contradicciones, a una igualdad efectiva, hoy el feminismo radical, el de la discriminación del varón «por el hecho de serlo», ha ocupado todo el espacio político e ideológico. Apropiándose del término «feminismo» en exclusividad. Siempre hubo feministas radicales dentro del feminismo, y en el contexto actual, como es lógico, son éstos los únicos que han permanecido. Porque todo fundamentalismo no conoce, por definición, ni limite ni equidad. Por lo que hablar hoy en día de feminismo o de feminismo radical viene a ser, desgraciadamente, lo mismo. Quienes quieran luchar por la igualdad deben, inevitablemente, cambiar el nombre de su militancia. En el siglo XXI, la lucha por la igualdad no puede tener sexo, ni tampoco puede ser monopolio de ningún grupo o grupúsculo en particular. Por más que éste se encuentre insertado profundamente en las estructuras del poder. ¿Qué ocurrirá ahora, cuando ser varón implica estar sometido a injusticia y desigualdad? Resulta necesario un papel protagonista de la mujer en la lucha contra las nuevas desigualdades, algo que, todavía a pequeña escala, ya está de hecho ocurriendo. Porque es la dignidad de la mujer lo que está, querámoslo o no, en juego. La demagogia feminista radical puede desprestigiarlas, injustamente, a todas. Y solo desde la dignidad y la coherencia puede hablarse de una igualdad de la que hoy, tristemente, nos estamos alejando tanto.