«Son inteligentes las sociedades justas. Y estúpidas las injustas. Puesto que la inteligencia tiene como meta la felicidad —privada o pública—, todo fracaso de la inteligencia entraña desdicha. La desdicha privada es el dolor. La desdicha pública es el mal, es decir, la injusticia.»
José Antonio Marina Filósofo y escritor
En junio de 2005 entraba en vigor en España la Ley Orgánica 1/2004, denominada «Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género», —en adelante Ley de Violencia de Género—, tras los preceptivos seis meses desde su publicación en el Boletín Oficial del Estado. Una Ley sin precedentes en nuestro entorno democrático occidental, que daba carta de legalidad al escarnio y condena del varón, «por el hecho de serlo», en el ámbito de la pareja. Que impone penas distintas a hombres y mujeres por los mismos hechos, y que lleva implícita la presunción de culpabilidad para los varones españoles. Que funda unos juzgados de excepción, encargados de juzgar a los hombres frente a las mujeres. Por cuestión de sexo. Una Ley según la cual prácticamente todo es delito de «maltrato», si el sujeto activo es varón. Todo o incluso nada, porque se invierte la carga de la prueba, y se presupone la culpabilidad masculina; un varón acusado tendrá que demostrar, si puede, su inocencia. Una Ley injusta, en definitiva, que no ha venido a resolver nada, y que está causando ingentes dosis tanto de desdicha privada —de dolor— como de desdicha pública: injusticia.
Una Ley que culmina el largo proceso de discriminación masculina «por cuestión de sexo» promovido por el feminismo radical en nuestro país. Porque hoy, para el aparato del Estado, el varón es un ciudadano de segunda en muchos aspectos de su vida. Hasta el extremo de negársele la propia condición de ciudadano, con la supresión de derechos fundamentales, como el derecho a la igualdad de trato o a la presunción de inocencia. Un proceso discriminatorio que, en pleno siglo XXI, ha alcanzado cotas inverosímiles, al entrar expresamente en el código penal. Algo que reconocen renombradas feministas, como Cristina Alberdi, que afirmó que la Ley de Violencia de Género contiene «despropósitos jurídicos» que ponen los «pelos de punta». Una Ley que resucita el Derecho Penal de Autor, que se creía sepultado en los anales de la doctrina penalista nacionalsocialista, según Enrique Gimbernat, catedrático emérito de Derecho Penal de la Universidad Complutense. Que colisiona frontalmente con nuestra Constitución y con la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas, según los juristas más cualificados, y también según el más mínimo sentido común.
No es casual que las primeras voces que osaron alzarse, públicamente y a título individual, contra la Ley de Violencia de Género fueran voces femeninas. Para el varón, la peor lacra del machismo es que no permite su queja, ni siquiera dentro de su propia conciencia. Él no puede ser nunca víctima por el hecho de ser varón, se le de el trato que se le de por el hecho de serlo. Esta actitud, que podría ser una virtud, y que de hecho lo es en la mayoría de los contextos normales, lo ha llevado por un camino erróneo en su relación colectiva con el feminismo. El dicho popular «los hombres no lloran», resume este cliché machista que, a la fecha, no hemos desterrado ni de nuestro interior ni de nuestro Estado de Derecho. Por más que se envíen mensajes mediáticos de que se requiere un «nuevo» varón sensible y capaz de llorar, para complacer a las «nuevas mujeres», por más que, de manera afortunada, se estimule al varón a expresar sus sentimientos con espontaneidad, los hechos hablan por sí mismos. Nos lo dice claramente el régimen feminista a través del aparato del Estado: «los hombres no lloran».
La ex-ministra socialista y además presidenta del Consejo Asesor contra la Violencia de Género de la Comunidad de Madrid, Cristina Alberdi fue contundente al decir en 2005 que «jamás el movimiento feminista había pedido la discriminación positiva, ni nada de estas características, en el código penal», y se refirió a la Ley de Violencia de Género como «un retroceso parecido a la época del adulterio cuando al hombre se le imponía una pena y a la mujer otra». (Europa Press, 17/11/2005).
La primera cuestión de inconstitucionalidad a la Ley de Violencia de Género (de las más de 200 que acumula, algo único en la historia de la democracia española) también la planteó en julio de 2005 una mujer, la magistrada María Pozas, ante la tesitura de tener que mandar a un hombre a la cárcel tras discutir con su esposa. Pozas afirma que la imposición de penas distintas en función del sexo del agresor vulnera tres artículos de la Constitución: el principio de igualdad del artículo 14, el derecho a la presunción de inocencia del artículo 24.2 y el derecho a la dignidad de la persona establecido en el artículo 10.1. (El País, 17/08/2005). María Pozas realizó un laborioso análisis crítico, más allá de sus obligaciones como jueza, pero coherente con su condición de persona dedicada a la justicia. Este recurso es una joya no solo por su contenido, sino por el hecho de haber sido elaborado por una mujer. Según la magistrada, el art. 14 de la Constitución Española persigue la interdicción de determinadas diferencias contrarias a la dignidad de la persona, entre las que se cuenta la expresa prohibición de la discriminación por razón de sexo (Sentencia del Tribunal Constitucional 19/1989), lo que impide, en principio, considerar al sexo como criterio de diferenciación (STC 28/1992).
También la jueza decana de Barcelona, María Sanahuja, tuvo la valentía de alzar la voz públicamente en contra de esta Ley. En 2006 reconocía la realidad de que miles de hombres son detenidos por casos que luego acaban en nada. Si cada año se interponen más de 140 000 denuncias por malos tratos y el Observatorio de Violencia da datos de lo que ha ocurrido finalmente con 8000 o 10 000 casos, ¿qué ocurre con el resto de miles? (Alba, 24-30/04/ 2008). Paradojas de la vida, el juez decano que sustituyó a María Sanahuja, José Manuel Regadera, cruzó acusaciones de malos tratos con su mujer tras una fuerte discusión. Con la Ley de Violencia de Género en la mano, el juez habría cometido un delito, y sería suspendido de su ejercicio profesional. La cuestión lo obligó a enviar una misiva explicatoria a los jueces de su partido judicial acerca de que lo acaecido nada tiene que ver con el ejercicio de su cargo. (El Mundo, 17/4/2009) y tristemente, antes siquiera de ser juzgado, el juez dimitió como decano, presionado desde diversos sectores.
Las dos principales asociaciones de jueces, la progresista Jueces para la Democracia y la Conservadora Asociación Profesional de la Magistratura (APM), también coincidieron en dudar de que la Ley Integral contra la Violencia de Género respete la Constitución, al establecer agravamientos de las penas según el sexo del agresor. Jueces para la Democracia admite que el tratamiento penal diferenciado entre hombre y mujeres «podría llegar a ser considerado inconstitucional por vulneración del principio de igualdad del artículo 14», según afirmó su portavoz, Edmundo Rodríguez. La Asociación profesional de la Magistratura fue rotunda en su apreciación: «Esta ley es clarísimamente inconstitucional, sin duda de ningún tipo, porque genera una situación de desigualdad penal por el mero hecho de ser hombre», aseguró su portavoz, José Manuel Suárez. (El País, 17/08/2005).
También los Fiscales de Violencia doméstica fueron muy críticos con la Ley, como lo expresaron en las «Conclusiones del Seminario de Fiscales de Violencia Doméstica», en noviembre de 2004, afirmando que Se propone que en la «Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género» no se recoja la denominada «discriminación positiva» (…) por entender que ello puede implicar la violación del art. 14 de nuestra Carta Magna: ante un mismo comportamiento, el hombre comete un delito y la mujer una falta (amenazas y coacciones) o, de ser delito para ambos (en los demás supuestos), a éste se le va a imponer mayor pena, lo que puede constituir una clara discriminación por razón de sexo, y una vuelta al derecho de autor. Todo ello siguiendo la línea de los pronunciamientos del Consejo General del Poder Judicial.
Efectivamente, el Consejo General del Poder Judicial emitió un informe demoledor en contra del anteproyecto de la Ley de Violencia de Género. Adelantar que, conociendo dicho informe, resulta inconcebible que esta Ley se aprobara en el Congreso de los Diputados. Es lo que sorprenderá a muchos lectores. Pero hay sorprendentes razones que lo explican.
Ninguna de las más que contundentes oposiciones a la Ley, provenientes de los organismos y personas más cualificadas de este país en la materia, y también más directamente implicados con su realidad diaria, pareció afectar a los políticos, enzarzados en su particular lucha por conseguir el voto femenino. Si la Ley de Violencia de Género fue una promesa electoral de Zapatero, no resulta menos chocante la paradójica actitud del Partido Popular, que votó a favor en el Congreso, pero que se opuso a su contenido durante la tramitación. En el Senado, antes de la aprobación definitiva de la Ley, tras una complicada votación de enmiendas, donde el PP volvió a insistir sin éxito en la necesidad de modificar la ley para proteger a todas las víctimas de la violencia doméstica, y no solo a la mujer, todos los senadores apoyaron el texto. (EFE, 02/12/ 2004).
Ya existían mecanismos específicos contra los denominados «malos tratos en el ámbito doméstico» antes de la Ley de Violencia de Género. Según el catedrático de Derecho Penal de la Hispalense Miguel Polaino Navarrete, por obra de la L03/1989, de 21 de junio, ya obtuvo carta de naturaleza en el Código penal español la conformación de un tipo de delito de «malos tratos en el ámbito familiar», configurado como una hipótesis delictiva de lesiones (…). En 1999 se impusieron las órdenes de alejamiento, hasta llegar a la LO 15/2003 y otras regulaciones relativas a la violencia doméstica, antecedentes inmediatos a la de Ley de «Género», y que deberían haber bastado para satisfacer las pretensiones más radicales en la lucha contra el fenómeno de la violencia en el ámbito familiar y de la pareja. Esta regulación de 2003 del PP había agravado el castigo a los actos cometido en el ámbito familiar, considerando delito el maltrato ocasional, aplicable al «cónyuge» sin distinción de sexo, aún sin convivencia, y protegiéndolos no solo a ellos, sino también a los menores, incapaces y ascendientes con medidas más que contundentes. O incluso excesivas, si atendemos tanto a las críticas de muchos juristas acerca de que el maltrato ocasional sin lesión fuera considerado delito, como al rechazo social a ciertas sentencias por malos tratos a menores, en aplicación de la regulación contra la Violencia Doméstica, que ha forzado el indulto del gobierno para los padres en no pocos casos.
Pero, como afirma Miguel Polaino, El delito de «malos tratos familiares» es —como el acoso sexual— un delito de «génesis coyuntural», nacido al calor de reivindicaciones sociales. Y, en el caso del feminismo radical, las reivindicaciones no iban a cesar nunca, situándose más allá de toda realidad objetiva. Pero, como afirma la magistrada María Pozas, las sucesivos cambios legales específicos en la materia han ido siempre acompañadas de una respuesta penal progresivamente más grave, con una cadencia temporal, en las reformas, que no ha permitido comprobar la eficacia de otras medidas, ni siquiera la agravación, todavía reciente, que significó la sanción como delito del maltrato ocasional. Es decir, ni siquiera se ha dejado tiempo entre las sucesivas reformas penales para comprobar su eficacia, o bien su ineficacia.
Sin embargo, la Ley de Violencia de Género surgió como respuesta política a los grupos de presión más radicales. Una Ley que es punta de lanza del feminismo radical, y ejemplo paradigmático del denominado «relativismo jurídico», cuando el Derecho no es un límite del ejercicio del poder, sino coartada para la acción política, según definición de José Luis Requero, Magistrado de la Audiencia Nacional. Una Ley que rompe con la Constitución según las opiniones más cualificadas, por más que el Tribunal Constitucional haya legitimado su aplicación, como no podía ser de otra forma. Porque un Constitucional cuyos miembros son nombrados por el poder político pierde su fundamento: la independencia. En palabras del catedrático de Derecho Constitucional Gerardo Ruiz-Rico, la Constitución debe estar por encima de cualquier pacto político que se configure en forma de ley, incluso si tiene detrás un amplio consenso parlamentario, como el que se exige para aprobar una Ley Orgánica o un Estatuto de Autonomía. (…) Pero para que nadie pueda poner en duda la autonomía del máximo interprete de la Constitución es imprescindible, también, que este último no de la impresión, una vez más, de ser una mera institución comparsa de los partidos políticos y la infinita capacidad de éstos de generar polémica informativa y división social.
Una vez «legitimada» la Ley por el Constitucional, por el estrecho margen de siete votos contra cinco, ya estaba lista para su uso. Se ponían en marcha los mecanismos penales del Estado, sin garantizar el respeto a los derechos fundamentales, en contra de muchas personas. La Ley de Violencia de Género supone la posibilidad de ejercer violencia «legal» contra los varones, desde la total impunidad (no ha habido hasta ahora ninguna mujer en prisión por denuncia falsa). Impunidad y menoscabo de la presunción de inocencia con rango de Ley, en seguimiento de una doctrina que ya en el año 2000, con una sentencia del Tribunal Supremo acababa «de un plumazo» con la presunción de inocencia recogida en el artículo 24 de la Constitución. Como expone Díaz Herrera (2006), En una sentencia sobre malos tratos, la Sala Segunda del Alto Tribunal decidía que «basta el testimonio de la víctima aunque no haya otros testigos del hecho para fundamentar la condena contra el marido». Son ya cientos de miles los afectados. El catedrático de Derecho Penal Miguel Polaino Navarrete, vaticinaba en 2005 que la Ley de Violencia de Género era un texto «llamado a marcar una época». Como así ha sido. Una época que comienza con su aprobación en el Congreso de los Diputados en diciembre de 2004, su entrada en vigor seis meses más tarde, y que continúa con los insólitos resultados de su aplicación, que marcarán un antes y un después no solo en el ámbito legislativo y judicial español sino, sobre todo, en el ámbito de las relaciones de pareja, es decir, de toda la sociedad. En palabras del filósofo Gabriel Albac (2009), cualquiera que esté en contacto con la realidad sabe hasta qué extremos la ley ha envilecido cualquier afecto conyugal.
A 31 de octubre de 2008, trascurridos poco más de tres años desde su entrada en vigor, el 10% de la población reclusa española estaba en la cárcel por aplicación de la Ley de Violencia de Género (Gayo, Alberto, 2008). Todos varones, por definición de la propia Ley, que está incrementando de forma alarmante la cifra de personas privadas de libertad en un país donde tenemos, como triste récord, el índice de penados más alto de Europa. Aunque no seamos los peores, ni mucho menos. Tanto el índice español de delitos violentos como el de criminalidad «de género» se encuentran, con diferencia, entre los más bajos de Europa, como veremos. Pero, según Enrique Gimbernat, tanto el Código Penal más represivo de toda Europa occidental como la metastásica creación de nuevos delitos y los bárbaros incrementos de penas —a pesar del bajo índice español de criminalidad— explicarían el hacinamiento irracional que se vive hoy en las cárceles españolas. Factores todos a los que hoy contribuye, de manera decisiva, la Ley de Violencia de Género.
Desde su entrada en vigor hasta junio de 2009 se acumulaban en España más de 600 000 denuncias por los denominados «malos tratos», de las que hasta un 86% podrían ser denuncias falsas o abusivas, según el estudio de los datos llevado a cabo por el magistrado Francisco Serrano. (El Correo de Andalucía, 9/02/2009). Al amparo de esta Ley, a esa fecha eran ya más de 100 000 los hombres condenados a algún tipo de medida penal. Y la mayoría de los denunciados sometidos al protocolo de detención «obligatoria», ante la mera denuncia, y a una serie de medidas cautelares desproporcionadas, que van desde la orden de alejamiento a la salida inmediata del domicilio, la suspensión del régimen de visitas a los hijos o la anotación de sus nombres en un registro central de maltratadores. Todo esto antes de haber sido juzgados y, generalmente, antes de haber sido siquiera escuchados.
Una vez calificado un varón como «maltratador», como delincuente, antes o después de ser juzgado, es susceptible de ser imputado por otros delitos de consecuencias mucho más graves, típicamente delitos contra la libertad sexual en el ámbito de la pareja o sobre los menores, e instruidos también por los juzgados de Violencia de Género. Desde un doble menoscabo a la presunción de inocencia. La presunción de veracidad que se otorga a la mujer lo convierte en presunto delincuente, con la mera acusación; y, de nuevo, se puede usar y abusar de esa presunción de veracidad. El «maltratador», pues, se convierte en presunto culpable de cual quier otro delito que quiera imputársele. Lo que puede conducir a una persona inocente a su literal destrucción como ciudadano y como individuo. Hasta tal punto alcanza la inseguridad jurídica que la Ley de Violencia de Género y la doctrina que la acompaña genera sobre la población masculina española, que algunos letrados han venido a denunciar como «asesinato civil».
Pero, más allá de su realidad penal, la Ley de Violencia de Género también configura la realidad de la pareja en España. Hoy, la regulación de las separaciones y divorcios está marcada, en una sociedad nihilista del «todo vale», por una Ley que bien parece dar respaldo legal a esta amoralidad. Según muchos profesionales consultados, las acusaciones por «malos tratos» planean sobre la mayoría de los procesos de separación, y muchos profesionales de la abogacía se han especializado en introducirlos como elemento de presión. Con una mera denuncia, el expediente de separación pasa del Juzgado de Familia, civil, a Violencia de Género, penal. Incluso sin denuncia, la coacción que esta Ley provoca influye, de manera determinante, en muchos de los acuerdos que se adoptan. Su mera existencia genera una grave situación de desigualdad, y también de injusticia, que dibuja un drama humano formado por miles de casos concretos, con nombres y apellidos. Una Ley que también «regula» las relaciones de intimidad, introduciendo un factor de distorsión que desnaturaliza el sentido mismo del término intimidad. Un concepto que solo puede existir si se fundamenta en la igualdad, la reciprocidad y la libertad de ambas partes.
Pero bienvenida sea esta Ley, porque este abuso puede y debe impulsar la crítica a todo el recorrido de la discriminación del varón «por cuestión de sexo» en nuestro país, recorrido que no se reduce a la Ley de Violencia de Género. Esta es la lectura en positivo, y esto es lo que está sucediendo ya en la sociedad española, que no ha permanecido ajena a las perversas consecuencias de adulterar los fundamentos de nuestra sociedad. Un salvaje retroceso en la consideración de los derechos fundamentales, que no es algo casual. Que es la culminación de una ideología que se inserta en la sociedad y en las instituciones de nuestro Estado de Derecho. Una ideología que, como ya intuyen la mayoría de los españoles, tiene nombre propio. Se llama feminismo radical.