Dieciséis

—¿Montalbano? Soy Mimi Augello. ¿Te he despertado? Perdóname, pero es para tranquilizarte. He regresado a la base. Tú, ¿cuándo sales?

—Cojo el avión en Palermo a las tres, lo que quiere decir que tendré que salir de Vigàta sobre las doce y media, inmediatamente después de comer.

—Pues entonces ya no nos veremos, porque pensaba ir al despacho un poco más tarde. ¿Hay alguna novedad?

—Te las contará Fazio.

—¿Cuántos días piensas estar fuera?

—Hasta el jueves inclusive.

—Pásalo bien y descansa. Fazio tiene tu número de Génova, ¿verdad? Si hay algo gordo, te llamo.

El subcomisario Mimi Augello había regresado puntualmente de sus vacaciones, y él podía irse tranquilo, pues Augello era muy competente. Llamó a Livia para decirle la hora de llegada y, ésta, rebosante de felicidad, le dijo que iría a recibirlo al aeropuerto.

* * *

Al llegar al despacho, Fazio le comunicó que los obreros de la fábrica de sal, todos ellos en situación de movilidad laboral —piadoso eufemismo para decir que habían sido despedidos—, habían ocupado la estación. Sus mujeres, tendidas sobre las vías, impedían el paso de los trenes. Los carabineros ya se habían desplazado al lugar. ¿Tendrían que ir ellos también?

—¿Para qué?

—Pues no sé, para echar una mano.

—¿A quién?

—¿Cómo a quién, dottò? A los carabineros, a las fuerzas del orden, que, además, somos nosotros, hasta que no se demuestre lo contrario.

—Si de veras se te ocurre echar una mano a alguien, échasela a los que han ocupado la estación.

Dottò, siempre lo he pensado: usted es comunista.

—¿Comisario? Soy Stefano Luparello. Perdone. ¿Ha ido a verle mi primo Giorgio?

—No, no sé nada de él.

—En casa estamos muy preocupados. En cuanto se ha recuperado del sedante, ha salido y ha vuelto a desaparecer. Mamá quisiera su opinión. ¿Cree usted que deberíamos ir a Jefatura para que se ordene su búsqueda?

—No. Dígale a su madre que no me parece oportuno. Giorgio volverá a aparecer, dígale que esté tranquila.

—De todos modos, si tuviera alguna noticia, le ruego que nos lo haga saber.

—Será muy difícil, ingeniero, porque estoy a punto de irme unos días de vacaciones. Regreso el viernes.

Los primeros días junto a Livia, en su chalet de Boccadasse, le hicieron olvidar casi por completo Sicilia, gracias a los profundos y reparadores sueños de que disfrutó, abrazado a Livia. Casi, pero no del todo, pues dos o tres veces el olor, el habla y las cosas de su tierra lo sorprendieron a traición, lo levantaron ingrávidamente en el aire y lo devolvieron durante unos cuantos segundos a Vigàta. Y estaba seguro de que cada vez Livia se había dado cuenta de aquellas ausencias, y se lo había quedado mirando sin decir nada.

La noche del jueves, recibió una llamada de Fazio absolutamente inesperada.

—Nada importante, dottore, era sólo para oír su voz y confirmar su regreso de mañana.

Montalbano sabía que las relaciones del sargento con Augello no eran muy fáciles.

—¿Necesitas que te consuele? ¿Acaso el malvado de Augello te ha zurrado en el trasero?

—Nunca le parece bien lo que hago.

—Ten paciencia, te he dicho que vuelvo mañana. ¿Hay alguna novedad?

—Ayer detuvieron al alcalde y a tres concejales. Prevaricación y encubrimiento. Por las obras de ampliación del puerto.

—Finalmente han llegado a donde tenían que llegar.

—Sí, dottò, pero no se haga ilusiones. Aquí quieren copiar a los jueces de Milán, pero Milán queda muy lejos.

—¿Alguna otra cosa?

—Hemos encontrado a Gambardella, ¿lo recuerda? Al que pretendían matar mientras echaba gasolina en su coche. Pero no estaba tirado en el campo a la vista de todos, sino incaprettato, con las manos y los pies atados a la espalda en el portaequipaje de su automóvil, al que después prendieron fuego, quemándolo por completo.

—Y si lo quemaron por completo, ¿cómo habéis podido averiguar que Gambardella estaba incaprettato?

—Utilizaron un alambre, dottò.

—Nos vemos mañana, Fazio.

Y esta vez fueron no sólo el olor y el habla de su tierra los que lo atrajeron como un imán; también la estupidez, la crueldad y el horror.

* * *

Tras haber hecho el amor, Livia permaneció en silencio un buen rato y después le cogió la mano.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho tu sargento?

—Nada importante, no te preocupes.

—Pues entonces, ¿por qué te has puesto triste?

Montalbano se ratificó en su convicción: si había en el mundo una persona a la que él hubiera podido cantar una misa entera y solemne, aquella persona era Livia. Al jefe superior sólo le había cantado media misa y ni siquiera seguida. Se incorporó en la cama y modificó la posición de la almohada.

—Escúchame.

Le habló del aprisco, del ingeniero Silvio Luparello y del afecto que le profesaba su sobrino Giorgio; de cómo, en determinado momento, aquel afecto se había (¿trastornado?, ¿corrompido?) convertido en amor y pasión; de la última cita en el piso de soltero de Capo Massaria, de la muerte de Luparello, de Giorgio —enloquecido por el temor al escándalo, no por él sino por la imagen y la memoria de su tío—, y de cómo el joven lo vistió como pudo y lo llevó a rastras hasta el coche para sacarlo de allí y que lo encontraran en otro lugar. Le habló de la desesperación de Giorgio al darse cuenta de que la simulación no se sostendría en pie, de que todos se darían cuenta de que transportaba un muerto; de la idea de colocarle el collarín anatómico que hasta pocos días antes él se había visto obligado a llevar y que todavía estaba en el coche. De cómo había intentado ocultar el collarín con un trapo de color negro, de cómo, de repente, había temido caer víctima de la epilepsia que lo aquejaba, de cómo había llamado a Rizzo —le explicó a Livia quién era el abogado— y de cómo éste había comprendido que aquella muerte, debidamente arreglada, podía cambiar su suerte.

Le habló de Ingrid, de su marido, Giacomo, del doctor Cardamone, de la violencia —no encontraba otra palabra— que éste ejercía contra su nuera («qué cosa tan miserable», comentó Livia), de cómo Rizzo sospechaba aquella relación y había tratado de involucrar a Ingrid, consiguiendo su propósito con Cardamone, pero no con él; le habló de Marilyn y de su cómplice, del alucinante viaje en coche, de la horrenda pantomima en el interior del automóvil estacionado en el aprisco («perdóname un momento, tengo que tomar una bebida fuerte»). Cuando Livia regresó, le contó los sórdidos detalles del collar, el bolso y los vestidos, le habló de la desgarradora desesperación de Giorgio al ver las fotografías y comprender la doble traición de Rizzo hacia la memoria de Luparello y hacia él, que deseaba salvar a toda costa aquella memoria.

—Un momento —dijo Livia—, ¿es guapa esta Ingrid?

—Guapísima. Y, como sé muy bien lo que estás pensando, te diré más: he destruido todas las falsas pruebas que había en su contra.

—Eso no es propio de ti —dijo Livia, resentida.

—He hecho cosas aún peores, presta atención. Rizzo, que tiene en sus manos a Cardamone, consigue su objetivo político, pero comete un error: subestima la reacción de Giorgio, un joven de extraordinaria belleza.

—¡Y dale! ¡Él también! —dijo Livia, tratando de bromear.

—Pero de temperamento muy frágil —añadió el comisario—. Dejándose arrastrar por la emoción, corre trastornado a la casa de Capo Massaria, toma la pistola de Luparello, se encuentra con Rizzo, descarga su rabia pateándole y después le dispara un tiro en la nuca.

—¿Lo has detenido?

—No, ya te he dicho que he hecho cosas peores que eliminar las pruebas. Mira, mis compañeros de Montelusa creen, y la hipótesis no es del todo descabellada, que a Rizzo lo ha matado la mafia. Y yo no les he revelado la que, a mi juicio, es la verdad.

—Pero ¿por qué?

Montalbano extendió los brazos sin contestar. Livia se fue al cuarto de baño, y el comisario oyó el rumor del agua en la bañera. Cuando más tarde le pidió permiso para entrar, la encontró todavía en la bañera llena de agua, con el mentón apoyado en las rodillas dobladas.

—¿Tú sabías que en aquella casa había una pistola?

—Sí.

—¿Y la dejaste allí?

—Sí.

—Te has ascendido tú solo, ¿verdad? —preguntó Livia tras permanecer un buen rato en silencio—. De comisario a dios, un dios de tercera categoría, pero dios de todos modos.

Nada más bajar del avión, corrió al bar del aeropuerto. Necesitaba tomarse un café auténtico, después de la innoble agua sucia que le habían servido a bordo. Oyó que lo llamaban, era Stefano Luparello.

—¿Qué hace, ingeniero, regresa a Milán?

—Sí, vuelvo a mi trabajo, he estado demasiado tiempo ausente. Y me buscaré una casa más grande. En cuanto la encuentre, mi madre se reunirá conmigo. No quiero dejarla sola.

—Hace muy bien, a pesar de que en Montelusa ella tiene a su hermana, al sobrino…

El ingeniero se tensó.

—Entonces, ¿no lo sabe?

—¿Qué?

—Giorgio ha muerto.

Montalbano dejó la taza; la sacudida le había hecho derramar el café.

—¿Cómo ha sido?

—¿Recuerda que el día en que usted se iba lo llamé para saber si Giorgio había ido a verle?

—Lo recuerdo muy bien.

—A la mañana siguiente, aún no había regresado a casa. Entonces me sentí obligado a avisar a la policía y a los carabineros. Realizaron una búsqueda absolutamente superficial, perdone que se lo diga; a lo mejor, estaban demasiado ocupados investigando el asesinato del abogado Rizzo. El domingo por la tarde, un pescador vio desde su barca un coche que había caído sobre la escollera, justo bajo la curva Sanfilippo. ¿Conoce la zona? Está poco antes de llegar a Capo Massaria.

—Sí, la conozco.

—El pescador se acercó al coche remando. Vio que en el asiento del conductor había un cuerpo y corrió a avisar a las autoridades.

—¿Consiguieron establecer la causa de la muerte?

—Sí. Como usted sabe, desde la muerte de papá mi primo vivía en un estado prácticamente de confusión mental, demasiados tranquilizantes, demasiados sedantes. Cuando llegó a esa curva, en lugar de rodearla, siguió en línea recta y, como circulaba a gran velocidad, reventó el pretil. No se había recuperado, sentía una auténtica pasión por mi padre, lo amaba profundamente.

Pronunció las palabras «pasión» y «amaba» en tono firme y preciso, como si, remarcando los límites, quisiera eliminar cualquier posible difuminación del significado. Por el altavoz llamaron a los pasajeros del vuelo de Milán.

En cuanto salió del aparcamiento del aeropuerto donde había dejado su coche, Montalbano pisó a fondo el acelerador. No quería pensar en nada, sólo concentrarse en la conducción. Unos cien metros más allá, se detuvo al borde de un pequeño lago artificial. Bajó y abrió el maletero, cogió el collarín anatómico, lo arrojó al agua y esperó a que se hundiera. Sólo entonces sonrió. Había querido actuar como un dios, Livia tenía razón, pero aquel dios de tercera categoría, en su primera, y esperaba que fuera la última, experiencia, había dado plenamente en el clavo.

Para ir a Vigàta, tenía que pasar a la fuerza por delante de la Jefatura Superior de Montelusa. Fue allí precisamente donde su automóvil decidió pararse. Montalbano intentó repetidamente ponerlo en marcha, pero fue inútil. Bajó, y estaba a punto de entrar en la Jefatura para pedir ayuda, cuando se le acercó un agente que lo conocía y había observado sus infructuosas maniobras. El agente levantó el capó, tocó algunas cosas y lo volvió a cerrar.

—Todo en orden. Pero mande que le echen un vistazo.

Montalbano volvió a subir al automóvil, lo puso en marcha y se inclinó para recoger unos periódicos que se habían caído. Cuando se incorporó, vio a Anna apoyada en la ventanilla abierta.

—¿Cómo estás, Anna? —La muchacha se limitó a mirarlo sin contestar—. ¿Y bien?

—¿Y tú eres un hombre honrado? —le preguntó Anna con voz silbante.

Montalbano comprendió que se refería a la noche en que había visto a Ingrid semidesnuda en su cama.

—No, no lo soy —contestó—. Pero no por lo que tú te piensas.