Más que una nueva receta para preparar los pulpitos, el invento de la señora Elisa, la esposa del jefe superior de policía, fue para el paladar de Montalbano una auténtica inspiración divina. Se sirvió por segunda vez un abundante plato y, cuando estaba a punto de terminar, aminoró el ritmo de la masticación para prolongar, aunque fuera por poco tiempo, el placer que el plato le estaba deparando. La señora Elisa lo contemplaba satisfecha: como toda buena cocinera, disfrutaba de la extasiada expresión del rostro de los comensales mientras saboreaban uno de sus platos. Y Montalbano, por la expresividad de su rostro, era uno de sus invitados preferidos.
—Gracias, se lo agradezco muy de veras —le dijo el comisario al final, lanzando un suspiro.
Los pulpitos habían obrado en parte una especie de milagro; pero sólo en parte, pues, aunque era cierto que ahora Montalbano se sentía en paz con Dios y con los hombres, no lo era menos que seguía sin estar en paz consigo mismo.
Al terminar la cena, la señora recogió la mesa y llevó una botella de Chivas para el comisario y otra de licor amargo para su marido.
—Y ahora mientras vosotros empezáis a hablar de vuestros muertos asesinados en la vida real, yo me voy a ver los falsos muertos de la televisión, los prefiero.
Era un rito que se repetía por lo menos una vez cada quince días. A Montalbano le resultaban simpáticos el jefe superior y su mujer, y éstos correspondían ampliamente a su simpatía. El jefe superior era un hombre distinguido, culto y reservado, casi una figura de otra época.
Hablaron de la desastrosa situación política, de las peligrosas incógnitas que el creciente desempleo estaba creando, de la grave situación del orden público. Después, el jefe superior pasó a una pregunta directa.
—¿Me quiere explicar por qué no ha cerrado todavía el asunto Luparello? Hoy he recibido una preocupada llamada de Lo Bianco.
—¿Estaba enfadado?
—No, como le he dicho, simplemente preocupado. Perplejo, más bien. No consigue explicarse la razón de su demora. Y yo tampoco, si he de serle sincero. Mire, Montalbano, usted me conoce y sabe que jamás me permitiría ejercer la más mínima presión sobre uno de mis funcionarios para obligarle a tomar una determinada decisión.
—Lo sé muy bien.
—Por consiguiente, si le hago la pregunta es para satisfacer mi curiosidad personal. ¿Me explico? Estoy hablando con mi amigo Montalbano, que conste. Un amigo cuya inteligencia y perspicacia conozco muy bien, y cuyo civismo en las relaciones humanas es algo muy poco frecuente hoy en día.
—Se lo agradezco, señor jefe superior, y seré sincero, como usted merece. Lo que no me convenció de toda esta historia fue el lugar donde se descubrió el cadáver. Desentonaba mucho, de manera estridente, con la personalidad y la conducta de Luparello, hombre astuto, prudente y ambicioso. Me pregunté: ¿por qué lo ha hecho? ¿Por qué ha ido al aprisco para mantener una relación sexual que, en aquel ambiente, resultaba extremadamente arriesgada y ponía en peligro su imagen? No encontré una respuesta. Mire, señor jefe superior, era algo así como si, salvando las distancias, el presidente de la República hubiera muerto de un infarto mientras bailaba el rock en una discoteca de ínfima categoría.
El jefe superior levantó una mano para interrumpirlo.
—Su comparación no es apropiada —observó con una sonrisa que no era una sonrisa—. Hemos visto recientemente a algún ministro que se ha desmelenado bailando en salas de fiestas de categoría más o menos ínfima, y no se ha muerto.
El «por desgracia» que evidentemente estaba a punto de añadir se perdió antes de brotar de sus labios.
—Pero el hecho está ahí —prosiguió diciendo tozudamente Montalbano—. Y esta primera impresión me la confirmó ampliamente la viuda del ingeniero.
—¿Ha tenido ocasión de conocerla? Una mujer que piensa con la cabeza.
—Fue la señora quien quiso hablar conmigo, y así me lo hizo saber. En el transcurso de una conversación que mantuve ayer con ella, me dijo que su esposo tenía una casita en Capo Massaria, y me facilitó las llaves. Por consiguiente, ¿qué razón tenía para exponerse al peligro en un lugar como el aprisco?
—Yo también me lo he preguntado.
—Admitamos, por un momento y por el puro placer de la discusión, que se dejó convencer por una mujer dotada de una extraordinaria capacidad de persuasión. Una mujer que no era del lugar y que lo condujo allí por un camino absolutamente impracticable. Tenga en cuenta que la que iba al volante era una mujer.
—¿Un camino impracticable, dice usted?
—Sí, no sólo tengo testimonios muy precisos al respecto, sino que dicho camino se lo hice recorrer a mi sargento, y yo mismo también lo he recorrido. El vehículo atravesó incluso el lecho seco del río Canneto, y la suspensión se rompió. En cuanto el vehículo se detiene, prácticamente empotrado en un matorral de gran tamaño, la mujer se coloca encima del hombre que tiene a su lado y empiezan a hacer el amor. Durante el acto, el ingeniero sufre la indisposición que lo lleva a la muerte. Sin embargo, la mujer no grita ni pide socorro: con terrorífica frialdad, desciende del automóvil, recorre muy despacio el sendero que conduce a la carretera provincial, sube a un automóvil que se acerca y se larga.
—No cabe duda de que todo es muy raro. ¿La mujer hizo autoestop?
—Ha dado usted en el clavo. Parece ser que no, y tengo un testimonio al respecto. El vehículo al que subió llegó a toda prisa, incluso con la puerta abierta. El conductor sabía a quién encontraría y que debía recogerla sin pérdida de tiempo.
—Perdone, comisario, pero todos estos testimonios, ¿los ha incluido en un acta?
—No. No había motivo para que lo hiciera. Verá, hay un hecho indudable: el ingeniero murió por causas naturales. Oficialmente, no tengo ningún motivo para abrir una investigación.
—Ya, pero si ocurrió lo que usted dice, se podría investigar, por ejemplo, la omisión del deber de socorro.
—Convendrá usted conmigo en que eso es una bobada…
—Sí.
—Bien, llegado a este punto, la señora Luparello me hizo observar un detalle fundamental, y es el de que su marido, ya muerto, llevaba los calzoncillos puestos del revés.
—Espere —dijo el jefe superior—, vayamos con calma. ¿Cómo podía saber la señora que su marido llevaba los calzoncillos al revés, en caso de que efectivamente los llevara así? Que yo sepa, la señora no estuvo en el lugar de los hechos y no estaba presente cuando los de la Científica tomaron las muestras.
Montalbano se preocupó, había hablado impulsivamente, sin tener en cuenta la necesidad de mantener al margen a Jacomuzzi, pues era éste quien había entregado las fotografías a la señora. Pero ya no podía salir del atolladero.
—La señora tenía en su poder las fotografías tomadas por los de la Científica; no sé cómo las consiguió.
—Puede que yo sí lo sepa —dijo el jefe superior en tono enojado.
—Las examinó atentamente con una lupa, me las mostró y era cierto.
—Y, sobre la base de esta circunstancia, ¿la señora se formó una opinión?
—Pues sí. Ella parte de la premisa de que si, en el momento de vestirse, su marido se hubiera puesto los calzoncillos del revés, inevitablemente se habría dado cuenta a lo largo del día, pues tenía que ir al lavabo varias veces porque tomaba diuréticos. Por consiguiente, partiendo de esta hipótesis, la señora cree que el ingeniero, sorprendido en una situación cuanto menos embarazosa, se vio obligado a vestirse rápidamente y dirigirse al aprisco. Allí, según ella, lo comprometerían de manera irreparable, por lo menos hasta el extremo de obligarlo a abandonar la política. A este respecto, hay algo más.
—No me oculte ningún detalle.
—Los dos basureros que encontraron el cuerpo, antes de llamar a la policía, hablaron con el abogado Rizzo, pues sabían que éste era el alter ego de Luparello. Pues bien, Rizzo no sólo no se mostró sorprendido, estupefacto, asombrado, preocupado ni alarmado, sino que los instó a denunciar inmediatamente el hecho.
—Y eso usted, ¿cómo lo sabe? ¿Acaso le había intervenido el teléfono? —preguntó aterrorizado el jefe superior.
—No le había intervenido nada. Es la fiel transcripción del breve coloquio hecha por uno de los dos basureros. Lo hizo por motivos que aquí sería prolijo explicar.
—¿Acaso pretendía someterlo a chantaje?
—No, pretendía escribir una obra teatral. Puede creerme, no tenía la menor intención de cometer un delito. Y aquí entramos en el meollo de la cuestión, es decir, Rizzo.
—Espere. Esta noche me había propuesto encontrar la manera de regañarlo. Por esta manía suya de querer complicar las cosas. Usted habrá leído sin duda «Cándido» de Sciascia. ¿Recuerda que el protagonista afirma en determinado momento que cabe la posibilidad de que las cosas sean casi siempre sencillas? Es lo que yo quería recordarle.
—Sí, pero mire, Cándido dice «casi siempre», no siempre. Admite excepciones. Y el de Luparello es un caso en el que las cosas se disponen de manera que parezcan sencillas.
—Y, por el contrario, ¿son complicadas?
—Lo son, y mucho. Hablando de «Cándido», ¿recuerda el subtítulo?
—Claro, «Un sueño siciliano».
—Exacto, pero esto, en cambio, es una especie de pesadilla. Aventuro una hipótesis que difícilmente se podrá confirmar ahora que han asesinado a Rizzo. Bueno, pues a última hora de la tarde del domingo, hacia las siete, el ingeniero llama a su mujer para decirle que regresará muy tarde, pues tiene una reunión política importante. En su lugar, se dirige a una cita amorosa en la casita de Capo Massaria. Me apresuro a decirle que una eventual investigación acerca de la persona que estaba con el ingeniero plantearía muchas dificultades, pues Luparello era ambidiestro.
—Perdone, ¿qué quiere usted decir? Ambidiestro en mi tierra es alguien que utiliza con la misma soltura tanto la extremidad derecha como la izquierda, ya sea la mano o el pie.
—Impropiamente se dice también de alguien que va indistintamente con un hombre o con una mujer.
Ambos hablaban en tono muy serio; parecían dos profesores que estuvieran compilando un nuevo diccionario.
—¡Qué me dice! —exclamó asombrado el jefe superior.
—Me lo ha dado a entender con toda claridad la señora Luparello. Y la señora no tenía ningún interés en decirme una cosa por otra, sobre todo en este tema.
—¿Usted fue a la casita?
—Sí. Todo estaba perfectamente ordenado. Dentro hay cosas que pertenecían al ingeniero, y nada más.
—Siga adelante con su hipótesis.
—Durante el acto sexual, o inmediatamente después, como es probable que ocurriera habida cuenta de los restos de esperma encontrados, Luparello muere. La mujer que está con él…
—Alto —dijo el jefe superior—. ¿Cómo puede decir con tanta seguridad que se trataba de una mujer? Usted mismo acaba de trazarme el horizonte sexual, más bien amplio, del ingeniero.
—Le diré por qué estoy seguro. En cuanto se da cuenta de que su amante ha muerto, la mujer pierde la cabeza, no sabe qué hacer, se trastorna, se altera, incluso se le cae el collar que llevaba, pero no se da cuenta. Después se calma y comprende que lo único que puede hacer es pedir ayuda a Rizzo, la sombra de Luparello. Rizzo le dice que abandone inmediatamente la casa y le aconseja esconder la llave en algún lugar para que él pueda entrar. La tranquiliza, él se encargará de todo, nadie se enterará de la existencia de aquella cita concluida de una forma tan trágica. Más calmada, la mujer abandona la escena.
—¿Cómo que abandona la escena? ¿No fue una mujer la que llevó a Luparello al aprisco?
—Sí y no. Sigo. Rizzo se dirige a toda prisa a Capo Massaria, viste precipitadamente al cadáver, pues tiene intención de sacarlo de allí para que lo encuentren en algún lugar menos comprometedor. Pero, en aquel momento, ve el collar en el suelo y descubre en el interior del armario los vestidos de la mujer que lo ha llamado. Comprende entonces que aquél puede ser su día de suerte.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que está en condiciones de poner a todo el mundo con la espalda contra la pared, tanto a los amigos políticos como a los enemigos, y convertirse en el número uno del partido. La mujer que lo ha llamado es Ingrid Sjostrom, una sueca casada con el hijo del doctor Cardamone, el sucesor natural de Luparello, un hombre que de ninguna manera querrá repartirse nada con Rizzo. Ahora bien, como usted comprenderá, una cosa es una llamada telefónica y otra muy distinta la demostración palpable de que la Sjostrom era la amante de Luparello. Pero hay que hacer algo más. Rizzo comprende que los que se abalanzarán sobre la herencia política de Luparello serán sus camaradas políticos afines a él, por lo que, para poder eliminarlos, ha de colocarlos en la situación de avergonzarse de enarbolar la bandera de Luparello. Es necesario ponerlo de vuelta y media y deshonrar totalmente al ingeniero. Se le ocurre la fabulosa idea de dejarlo en el aprisco. Y, ya que estaba, ¿por qué no hacer creer que la mujer que quiso ir al aprisco con él fue precisamente Ingrid Sjostrom —extranjera, de costumbres en modo alguno monacales—, en busca de sensaciones estimulantes? Si el montaje da resultado, Cardamone estará en sus manos. Telefonea a dos de sus hombres, los cuales sabemos, sin poder demostrarlo, que son los encargados de los trabajos sucios. Uno de ellos se llama Angelo Nicotra, un homosexual más conocido en su ambiente como Marilyn.
—¿Y cómo se las arregló para averiguar incluso su nombre?
—Me lo dijo un confidente que me merece absoluta confianza. Somos amigos, en cierto modo.
—¿Gegè, su antiguo compañero de escuela?
Montabano miró boquiabierto de asombro al jefe superior.
—¿Por qué me mira así? Yo también soy un lince. Siga.
—Cuando llegan los hombres, Rizzo hace que Marilyn se vista de mujer, le ordena que se ponga el collar y le dice que lleve el cadáver al aprisco a través de un camino impracticable, nada menos que el lecho seco de un río.
—¿Qué se proponía con ello?
—Conseguir una nueva prueba contra la Sjostrom, que es una campeona automovilística y puede recorrer ese camino.
—¿Está seguro?
—Sí. Yo estaba en el coche con ella cuando le hice recorrer el lecho del río.
—Dios mío —exclamó el jefe superior en tono quejumbroso—. ¿La obligó a hacerlo?
—¡De ninguna manera! Ella estaba totalmente de acuerdo.
—¿Me quiere decir a cuántas personas ha utilizado? ¿Se da cuenta de que está jugando con un material explosivo?
—Todo se reduce a una pompa de jabón, no se preocupe. Mientras los dos se van con el muerto, Rizzo, que ha cogido las llaves de Luparello, regresa a Montelusa y se apodera sin ninguna dificultad de los documentos reservados del ingeniero que más le interesan. Mientras tanto, Marilyn cumple a la perfección lo que se le ha mandado: baja del coche tras haber simulado el acto sexual, se aleja y, a la altura de una vieja fábrica abandonada, esconde el collar junto a un matorral y arroja el bolso al otro lado del muro.
—¿A qué bolso se refiere?
—Pertenece a la Sjostrom, lleva incluso sus iniciales. Lo encontró casualmente en la casita, y pensó que podría serle útil.
—Explíqueme cómo ha llegado a estas conclusiones.
—Mire, Rizzo ha estado jugando con una carta descubierta, el collar, y con otra cubierta, el bolso. El hallazgo del collar, cualquiera que sea la forma en que se produzca, demuestra que Ingrid estaba en el aprisco en el mismo momento en que moría Luparello. Si, por casualidad, alguien se guarda el collar en el bolsillo y no dice nada, él podrá seguir jugando la carta del bolso. Pero, desde su punto de vista, tuvo suerte, pues el collar fue encontrado por uno de los dos basureros, que me lo entregó. Él justifica el hallazgo con una excusa que en el fondo es plausible, pero entretanto ha conseguido establecer el triángulo Sjostrom-Luparello-aprisco. Sin embargo, resulta que el bolso lo encontré yo sobre la base de la discrepancia entre dos testimonios: el que sostenía que la mujer, cuando bajó del automóvil del ingeniero, llevaba en la mano un bolso que ya no tenía —como mantiene el otro— cuando subió al coche que la recogió en la carretera provincial. Resumiendo, los dos hombres regresan a la casita, lo ordenan todo y le devuelven las llaves. Con las primeras luces del alba, Rizzo llama a Cardamone y empieza a jugar bien sus cartas.
—Sí, desde luego, pero también empieza a jugarse la vida.
—Ésa ya es otra cuestión, en caso de que lo sea —dijo Montalbano.
El jefe superior lo miró, alarmado.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué demonios está pensando?
—Simplemente que, de toda esta historia, el único que sale bien librado es Cardamone. ¿No le parece que el asesinato de Rizzo ha sido para él absolutamente providencial?
El jefe superior reaccionó de inmediato, y no se supo si hablaba en serio o en broma.
—¡Mire, Montalbano, no me venga con ideas geniales! ¡Deje en paz a Cardamone, que es un caballero incapaz de matar una mosca!
—Era sólo una broma, señor jefe superior. Si me está permitido preguntarlo, ¿qué novedades ha habido en la investigación?
—¿Qué novedades quiere usted que haya? Usted ya sabe la clase de hombre que era Rizzo, de diez personas que conocía, honradas o no, ocho entre las honradas y las que no deseaban su muerte. Una jungla, un bosque de posibles asesinos directos o indirectos, querido amigo. Le diré que su historia resulta en cierto modo verosímil sólo para quienes saben de qué pasta estaba hecho el abogado Rizzo. —Tomó un vasito de licor amargo y se lo bebió a pequeños sorbos—. Usted me fascina. El suyo es un elevado ejercicio de inteligencia. A veces me parece usted un equilibrista que se mueve en la cuerda floja y sin red de protección. Porque, hablando con toda franqueza, bajo su razonamiento no hay más que el vacío. No tiene ninguna prueba de lo que me ha dicho, todo podría interpretarse de otra manera, y un buen abogado sabría desmontar sin demasiado esfuerzo sus deducciones.
—Lo sé.
—¿Qué piensa hacer?
—Mañana por la mañana le diré a Lo Bianco que, si quiere archivarlo, no hay ningún inconveniente.