Permanecieron en silencio un cuarto de hora, ya que a ninguno de los dos le apetecía hablar. Pero el comisario estaba cediendo una vez más a su naturaleza de lince. En efecto, al llegar a la entrada del puente que cruzaba el Canneto, orilló el coche, frenó, bajó y le dijo a Ingrid que hiciera lo mismo. Desde lo alto del puente, mostró a la mujer el seco arenal que se adivinaba bajo la luz de la luna.
—Mira —dijo—, este lecho de río lleva directamente a la playa. Tiene mucha pendiente y está lleno de piedras y roca. ¿Serías capaz de bajar por él en coche?
Ingrid examinó el primer tramo del recorrido, el que podía ver o más bien adivinar.
—No lo sé. De día sería distinto. De todos modos, si quieres, puedo intentarlo. —Entornó los ojos y miró al comisario sonriendo—. Te has informado muy bien sobre mí, ¿eh? Bueno, entonces ¿qué tengo que hacer?
—Hacerlo —contestó Montalbano.
—Muy bien. Tú espera aquí.
La mujer subió al coche y lo puso en marcha. Bastaron pocos segundos para que Montalbano perdiera de vista la luz de los faros.
—Adiós, muy buenas. Ésta me la ha pegado —dijo el comisario en tono resignado.
Cuando se disponía a emprender la larga marcha hacia Vigàta, la oyó regresar con el motor rugiendo.
—Puede que lo consiga. ¿Tienes una linterna?
—Está en la guantera.
La mujer se arrodilló, iluminó la parte inferior del vehículo y volvió a levantarse.
—¿Tienes un pañuelo?
Montalbano se lo dio, e Ingrid se vendó fuertemente el dolorido tobillo.
—Sube.
Dando marcha atrás, llegó al principio de un camino excavado en la tierra que iba de la carretera provincial hasta debajo del puente.
—Lo voy a intentar, comisario. Pero recuerda que tengo un pie inutilizado. Ponte el cinturón. ¿Tengo que correr?
—Sí, pero lo importante es que lleguemos a la playa sanos y salvos.
Ingrid soltó el embrague y salieron disparados. Fueron diez minutos de un constante y atroz traqueteo; hubo un momento en que Montalbano sintió como si su cabeza quisiera con toda su alma separarse del cuerpo y alejarse volando por la ventanilla. En cambio, Ingrid se mostraba tranquila y decidida, e incluso conducía con la punta de la lengua fuera. El comisario estuvo a punto de decirle que no lo hiciera, pues, sin querer, podía cortársela de un mordisco. Cuando llegaron a la playa, Ingrid preguntó:
—¿He superado el examen?
Sus ojos brillaban en medio de la oscuridad. Estaba emocionada y contenta.
—Sí.
—Pues volvamos a hacerlo, pero esta vez cuesta arriba.
—¡Tú estás loca! Ya es suficiente.
Ingrid había hecho bien llamándolo examen. Sólo que el examen no había aclarado nada. Ingrid podía recorrer tranquilamente aquel camino, lo que era un tanto en su contra; pero, por otro lado, ante la petición del comisario, no se había mostrado nerviosa, tan sólo asombrada, y esto era un tanto a su favor. Y el hecho de que no hubiera estropeado nada del coche, ¿cómo se tenía que considerar: un detalle de signo positivo o negativo?
—Bueno, ¿qué? ¿Lo repetimos? Venga, hombre, ha sido el único momento de la noche en que me he divertido.
—No, he dicho que no.
—Pues entonces, conduce tú, a mí me duele mucho el pie.
El comisario condujo por la orilla del mar y comprobó que el coche estaba en perfecto estado, que no había nada roto.
—Eres muy buena conductora.
—Mira —dijo Ingrid, hablando en tono muy serio, como una profesional—, cualquiera puede bajar por esa pendiente. El mérito es conseguir que el coche llegue en las mismas condiciones en que estaba al principio. Porque si al final te encuentras delante de una carretera asfaltada, y no con una playa como ésta, debes reducir rápidamente la marcha. No sé si me explico bien.
—Te explicas divinamente. En resumen, que el que llega a la playa con la suspensión rota es que no sabe conducir.
Ya habían llegado al aprisco. Montalbano giró a la derecha.
—¿Ves aquellos matorrales tan grandes? Allí es donde encontraron a Luparello.
Ingrid no dijo nada, ni siquiera mostró demasiada curiosidad. Recorrieron el sendero, en el que aquella noche había muy poco movimiento, y llegaron bajo el muro de la vieja fábrica.
—Aquí la mujer que estaba con Luparello perdió el collar y arrojó el bolso al otro lado del muro.
—¿Mi bolso?
—Sí.
—No fui yo —murmuró Ingrid—, y te juro que de esta historia no entiendo ni torta.
Al llegar a la casa de Montalbano, Ingrid fue incapaz de bajar del coche, por lo que el comisario tuvo que rodearle la cintura con un brazo mientras ella se apoyaba en su hombro. Una vez dentro, se sentó en la primera silla que encontró.
—¡Jesús! Ahora sí que me duele.
—Ve allí y quítate los pantalones para que te pueda vendar el tobillo.
Ingrid se levantó quejándose y avanzó cojeando y apoyándose en los muebles y las paredes.
Montalbano llamó a la comisaría. Fazio le comunicó que el empleado de la gasolinera lo había recordado todo y había identificado perfectamente al hombre que se sentaba al volante, al que querían matar. Turi Gambardella, un miembro de la cosca de los Cuffaro, como habían supuesto.
—Galluzzo —añadió Fazio— ha ido a casa de Gambardella. Su mujer dice que hace un par de días que no lo ve.
—Te habría ganado la apuesta —dijo el comisario.
—¿Y usted cree que yo iba a ser tan gilipollas como para picar el anzuelo?
Montalbano oyó el rumor del agua procedente del cuarto de baño. Ingrid debía de ser de esa clase de mujeres que cuando ve una ducha no puede resistir el impulso de utilizarla. Marcó el número del móvil de Gegè.
—¿Estás solo? ¿Puedes hablar?
—Solo, sí. Pero lo de hablar, depende.
—Tengo que preguntarte un nombre. Es una información que no te compromete, ¿está claro? Pero quiero una respuesta exacta.
—¿El nombre de quién?
Montalbano se lo explicó, y Gegè no tuvo la menor dificultad para decirle un nombre e incluso añadir un apodo de propina.
Ingrid se había tumbado en la cama y se había echado encima una toalla grande que la tapaba muy poco.
—Perdóname, pero no puedo estar de pie.
De un estante del cuarto de baño, Montalbano cogió un tubo de pomada y un rollo de gasa.
—Dame la pierna.
El movimiento hizo que asomara la minúscula braguita y que un pecho digno del pincel de un pintor experto en mujeres mostrara también un pezón que pareció mirar a su alrededor como si le llamara la atención aquel ambiente desconocido. También esta vez Montalbano comprendió que en Ingrid no había el menor propósito de seducción, y se lo agradeció.
—Ya verás como dentro de poco te encuentras mejor —le dijo tras haberle aplicado la pomada al tobillo y habérselo vendado fuertemente con la gasa. Durante todo ese tiempo, Ingrid no le había quitado los ojos de encima.
—¿Tienes whisky? Tráeme medio vaso sin hielo.
Era como si se conocieran de toda la vida. Tras entregarle el vaso, Montalbano acercó una silla y se sentó al lado de la cama.
—¿Sabes una cosa, comisario? —dijo Ingrid, mirándolo con sus luminosos ojos verdes—. Eres el primer hombre auténtico que conozco desde hace cinco años.
—¿Mejor que Luparello?
—Sí.
—Gracias. Y ahora presta atención a mis preguntas.
—Házmelas.
Montalbano estaba a punto de abrir la boca cuando oyó sonar el timbre de la puerta. No esperaba a nadie, y fue a abrir, perplejo. De pie en el umbral, Anna, vestida de paisano, lo miró sonriendo.
—¡Sorpresa! —Lo apartó, y entró en la casa—. Te agradezco el entusiasmo. ¿Dónde te has metido? En la comisaría me han dicho que estabas aquí. He venido y estaba todo a oscuras. He llamado por teléfono por lo menos cinco veces, y nada, hasta que, al final, he visto la luz. —Anna miró atentamente a Montalbano, que todavía no había abierto la boca—. ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto mudo? Bueno, mira… —Interrumpió la frase: a través de la puerta entreabierta del dormitorio, acababa de ver a Ingrid, semidesnuda, con un vaso en la mano. Primero palideció y después se ruborizó intensamente—. Perdonadme —musitó antes de salir a toda prisa.
—¡Síguela! —le gritó Ingrid a Montalbano—. ¡Explícaselo todo! Yo ya me voy.
Furioso, Montalbano propinó a la puerta un fuerte puntapié que hizo vibrar la pared mientras el automóvil de Anna se alejaba, derrapando con la misma furia con la que él había cerrado la puerta.
—¡No tengo por qué explicarle nada, coño!
—¿Me voy?
Ingrid se había incorporado en la cama, dejando los triunfantes pechos fuera de la toalla.
—No, pero cúbrete.
—Perdona.
Montalbano se quitó la chaqueta y la camisa, mantuvo un rato la cabeza bajo el agua del grifo de la bañera y volvió a sentarse al lado de la cama.
—Quiero que me cuentes muy bien la historia del collar.
—De acuerdo. El lunes pasado, a Giacomo, mi marido, lo despertó una llamada que no entendí, pues estaba muerta de sueño. Se vistió rápidamente y salió. Al cabo de dos horas, regresó y me preguntó dónde había ido a parar el collar, pues llevaba algún tiempo sin verlo por casa. Yo no podía decirle que estaba dentro de mi bolso, en casa de Silvio. Si me hubiera pedido que se lo enseñara, no habría sabido qué contestarle. Así que le dije que lo había perdido hacía por lo menos un año y que no se lo había querido decir por temor a que se enfadara. El collar valía un montón de dinero y, por si fuera poco, me lo había regalado en Suecia. Entonces, Giacomo me hizo firmar en un papel en blanco, para el seguro, según me dijo.
—¿Y la historia del aprisco cómo ocurrió?
—Ah, eso fue después, cuando regresó a la hora del almuerzo. Me explicó que Rizzo, su abogado, le había dicho que, para el seguro, se necesitaba una explicación más convincente que la de la pérdida, y le había aconsejado montar el número del apresco.
—Aprisco —la corrigió pacientemente Montalbano; el cambio de letra le molestaba.
—Aprisco, aprisco —repitió Ingrid—. A mí, la verdad, la historia no me convencía demasiado, me parecía retorcida, demasiada invención. Entonces, Giacomo me hizo ver que, a los ojos de todo el mundo, yo era una puta y, por consiguiente, a nadie le habría extrañado que se me hubiera ocurrido la idea de que me llevaran al aprisco.
—Comprendo.
—¡La que no comprende soy yo!
—Tenían intención de que la pringaras tú.
—No conozco la palabra.
—Mira. Luparello muere en el aprisco mientras está en compañía de una mujer que lo ha convencido para ir allí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Pues quieren hacer creer que aquella mujer fuiste tú. El bolso es tuyo, el collar y los vestidos que hay en la casa de Luparello también, tú sabes bajar por el Canneto… Por lo tanto, yo debería llegar a una única conclusión: esa mujer se llama Ingrid Sjostrom.
—Ya entiendo —dijo Ingrid. Contempló en silencio el vaso que sostenía en la mano y, de pronto, experimentó una sacudida—. No es posible.
—¿Qué?
—Que Giacomo estuviera de acuerdo con la gente que quiere que la pringue yo, como tú dices.
—Puede que lo hayan obligado a estar de acuerdo. La situación económica de tu marido no es muy buena, ¿sabes?
—Él no me ha dicho nada, pero yo lo sabía. Sin embargo, estoy segura de que, si lo ha hecho, no ha sido por dinero.
—De eso yo también estoy seguro.
—Pues entonces, ¿por qué?
—La explicación podría ser otra, es decir, que tu marido se haya visto obligado a involucrarte para salvar a una persona a la que aprecia más que a ti. Espera.
Montalbano se dirigió a la otra estancia, donde había un pequeño escritorio atestado de papeles, y cogió el fax que le había enviado Nicolò Zito.
—Pero salvar a otra persona, ¿de qué? —le preguntó Ingrid en cuanto regresó—. Si Silvio murió mientras hacía el amor, nadie tiene la culpa. No lo mataron.
—Proteger a esta persona, pero no de la ley, Ingrid, sino de un escándalo.
La mujer leyó el fax, primero con asombro y cada vez con mayor regocijo: cuando llegó a la historia del Club de Polo, soltó una sincera carcajada. Después se entristeció, dejó caer el papel sobre la cama e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Era él, tu suegro, el hombre al que llevabas al domicilio de soltero de Luparello?
Para contestar, Ingrid tuvo que hacer un notable esfuerzo.
—Sí. Y veo que en Montelusa hablan de ello a pesar de que yo he hecho todo lo posible por evitarlo. Es lo más desagradable que me ha sucedido en Sicilia en todo el tiempo que llevo aquí.
—No es necesario que me cuentes los detalles.
—Quiero que sepas que no fui yo la que empezó. Hace dos años, mi suegro tenía que asistir a un congreso en Roma. Nos invitó a mí y a Giacomo, pero en el último momento mi marido no pudo ir. Él insistió en que fuera yo, pues no había estado nunca en Roma. Todo fue muy bien, hasta que la última noche mi suegro entró en mi habitación. Estaba como enloquecido. Me acosté con él para calmarlo. Gritaba, me amenazaba. Durante el viaje de vuelta en avión, estuvo casi a punto de echarse a llorar y dijo que jamás volvería a ocurrir. Ya sabes que vivimos en el mismo edificio, ¿verdad? Bueno, pues una tarde en que mi marido había salido y yo estaba en la cama, mi suegro se presentó en mi habitación como aquella noche, temblando de pies a cabeza. Tuve miedo como la otra vez. La criada estaba en la cocina… Al día siguiente le dije a Giacomo que quería cambiar de casa. Él se sorprendió, yo insistí, y discutimos. Volví a plantearle el tema varias veces, y cada vez me contestó que no. Desde su punto de vista, él tenía la razón. Entretanto, mi suegro insistía, me besaba, me tocaba siempre que podía, a riesgo de que lo viera su mujer o Giacomo. Por eso le pedí a Silvio que me prestara de vez en cuando su casa.
—¿Tu marido sospecha algo?
—No lo sé, no se me ha ocurrido pensarlo. Algunas veces me parece que sí y otras me convenzo de que no.
—Una pregunta más, Ingrid. Al llegar a Capo Massaria, mientras abrías la puerta, me dijiste que, de todos modos, dentro no encontraría nada. Y, cuando viste que dentro todo estaba como siempre, te llevaste una sorpresa. ¿Alguien te había asegurado que habían sacado todo lo que había en la casa de Luparello?
—Sí, me lo había dicho Giacomo.
—Entonces, ¿tu marido lo sabía?
—Espera, no me líes. Cuando Giacomo me dijo lo que tendría que decir en caso de que me preguntaran los del seguro, o sea, que había estado con él en el aprisco, a mí me preocupaba otra cosa: el hecho de que, una vez muerto Silvio, más tarde o más temprano alguien descubriría la casita, donde estaban mis vestidos, mi bolso y otras cosas mías.
—¿Quién crees que hubiera podido encontrarlos?
—Pues no sé, la policía, su familia… Entonces, se lo conté todo a Giacomo, pero le mentí. No le dije nada de su padre, le di a entender que allí me reunía con Silvio. Por la noche, me explicó que estaba todo arreglado, que un amigo se encargaría de todo y que, si alguien descubría la casita, sólo encontraría las paredes encaladas. Y yo le creí. ¿Qué te ocurre?
—¿Cómo que qué me ocurre?
—Te tocas constantemente la nuca.
—Ah, sí. Me duele. Debe de ser de la bajada por el Canneto. ¿Qué tal va el tobillo?
—Mejor, gracias.
Ingrid se echó a reír. Pasaba de un estado de ánimo a otro con la misma facilidad que los niños.
—¿De qué te ríes?
—Tu nuca, mi tobillo… Parecemos dos pacientes hospitalizados.
—¿Te sientes con ánimos para levantarte?
—Si por mí fuera, me quedaría aquí hasta mañana por la mañana.
—Tenemos otras cosas que hacer. Vístete. ¿Puedes conducir?