Regresó a casa muy cansado y con intención de acostarse enseguida, pero casi mecánicamente, pues era una especie de tic, encendió el televisor. El presentador de Televigata, tras haber comentado el acontecimiento del día —un tiroteo entre mafiosos de poca monta en las afueras de Milán—, anunció que en Montelusa se había reunido la secretaría provincial del partido al que pertenecía (o, mejor dicho, había pertenecido) el ingeniero Luparello. Una reunión extraordinaria que en tiempos menos revueltos que los presentes, y por obligado respeto al difunto, se hubiera celebrado por lo menos pasados treinta días de la desaparición. Pero, tal como estaban las cosas, las turbulencias de la situación política exigían decisiones rápidas y brillantes. Así pues, habían elegido por unanimidad como secretario provincial al doctor Angelo Cardamone, jefe del servicio de traumatología del hospital de Montelusa, un hombre que a menudo había chocado con Luparello en el seno del partido, pero siempre con valentía y lealtad, a cara descubierta. Este contraste de pareceres, añadía el presentador, se podía resumir en los siguientes términos: mientras que el ingeniero era partidario del mantenimiento del cuatripartito, pero con la entrada de fuerzas vírgenes no desgastadas por la política (léase: todavía no alcanzadas por escándalos de corrupción), el traumatólogo se mostraba partidario de un diálogo con la izquierda, cauto y prudente, por supuesto. El cargo electo había recibido telegramas y llamadas de felicitación, incluso desde la oposición. En la entrevista que le habían hecho, Cardamone se había mostrado emocionado, pero decidido; había declarado que se esforzaría al máximo para no desmerecer la confianza que habían depositado en él ni la sagrada memoria de su predecesor, y había terminado diciendo que entregaría al renovado partido «su diligente trabajo y su ciencia».
—Menos mal que la entregará al partido —no pudo por menos que comentar Montalbano, siendo así que la ciencia de Cardamone, quirúrgicamente hablando, había producido en la provincia un número de lisiados muy superior al que generalmente deja tras de sí un violento terremoto.
Las palabras que inmediatamente después añadió el presentador hicieron levantar las orejas al comisario. Para que el doctor Cardamone pudiera seguir en línea recta su camino, sin renegar de los principios y de los hombres que representaban lo mejor de la actividad política del difunto ingeniero, los miembros de la secretaría habían rogado al abogado Pietro Rizzo, heredero espiritual de Luparello, que prestara todo su apoyo al nuevo secretario. Tras unas comprensibles reticencias suscitadas por los onerosos deberes que el inesperado cargo entrañaría, Rizzo se había dejado convencer y había aceptado. En la entrevista que Televigata le dedicaba, el abogado declaraba, también muy emocionado, que había tenido que echarse sobre los hombros aquella pesada carga por fidelidad a la memoria de su maestro y amigo, cuyo santo y seña siempre había sido el mismo: servir. Montalbano se quedó atónito: pero ¿cómo? ¿El nuevo secretario tragaba con la presencia oficial del que había sido el más fiel colaborador de su principal adversario? Sin embargo, la sorpresa duró muy poco, pues el comisario, tras una breve reflexión, comprendió que su sorpresa era un tanto ingenua: aquel partido se había distinguido siempre por su innata vocación al compromiso y a las soluciones intermedias. Cabía la posibilidad de que Cardamone no tuviera todavía los hombros lo bastante anchos para actuar en solitario y necesitara de un puntal.
Cambió de canal. En Retelibera, la voz de la oposición de la izquierda, estaba Nicolò Zito, el comentarista más escuchado, que explicaba de qué manera —zara zabara, tal como se decía en dialecto, o mutatis mutandis, como se decía en latín— las cosas de la isla, y en particular de la provincia de Montelusa, jamás cambiaban, ni siquiera cuando el barómetro indicaba temporal. Citó, y le vino como anillo al dedo, la frase del Príncipe de Salinas, «cambiarlo todo para no cambiar nada», y llegó a la conclusión de que tanto Luparello como Cardamone eran las dos caras de la misma moneda, y que la aleación de aquella moneda no era otra que el abogado Rizzo.
Montalbano corrió al teléfono, marcó el número de Retelibera y preguntó por Zito. Entre él y el periodista había cierta simpatía, casi amistad.
—¿Qué quieres, comisario?
—Verte.
—Querido amigo, mañana me voy a Palermo y estaré ausente por lo menos una semana. ¿Te parece que vaya a verte dentro de media hora? Prepárame algo de comer, me muero de hambre.
Un plato de pasta con ajo y aceite se podía improvisar sin ningún problema. Abrió el frigorífico, y vio que Adelina le había preparado un generoso plato de gambas hervidas, suficiente para cuatro personas. Adelina era la madre de dos presos, el menor de los cuales había sido detenido por el propio Montalbano tres años atrás y aún estaba en la cárcel.
El pasado mes de julio, Livia, que había viajado a Vigàta para pasar dos semanas con él, se había asustado al oír aquel relato.
—Pero ¿estás loco? ¡Ésta, el día menos pensado, se venga y te envenena la sopa!
—¿De qué quieres que se vengue?
—¡Detuviste a su hijo!
—¿Acaso tengo yo la culpa? Adelina sabe muy bien que la culpa no es mía sino de su hijo, que fue tonto y se dejó atrapar. Yo actué con lealtad al detenerlo, no recurrí ni a trampas ni a subterfugios. Fue todo legal.
—A mí me importa un bledo vuestra rebuscada manera de pensar. A ésta la tienes que echar.
—Si la echo, ¿quién me arregla la casa, me lava, me plancha y me prepara la comida?
—¡Ya encontrarás otra!
—En eso te equivocas: tan buena como Adelina no hay ninguna.
Estaba a punto de poner el agua a calentar, cuando sonó el teléfono.
—Quisiera que me tragara la tierra por haberme visto obligado a despertarlo a estas horas, comisario —fue la frase inicial.
—No dormía. ¿Con quién hablo?
—Soy Pietro Rizzo, el abogado.
—Ah, abogado. Mi enhorabuena.
—¿Por qué? Si es por el honor que mi partido me acaba de hacer, más bien me tendría que dar el pésame. Créame que he aceptado sólo por la fidelidad que siempre me unirá a los ideales del pobre ingeniero. Pero volviendo al motivo de mi llamada: tengo que hablar con usted, señor comisario.
—¿Ahora?
—Ahora no, claro, pero piense en la impostergabilidad del asunto.
—Mañana, tal vez, pero se celebran los funerales, ¿no es así? Y supongo que usted estará muy ocupado.
—¡Ya se puede imaginar! Incluso por la tarde. Seguramente algunos de los asistentes importantes se quedarán.
—¿Cuándo entonces?
—Mire, pensándolo mejor, podríamos vernos mañana por la mañana, pero muy pronto. ¿Usted a qué hora suele acudir a su despacho?
—Sobre las ocho.
—A las ocho me iría muy bien. De todos modos, será cuestión de unos minutos.
—Oiga, señor abogado, ya que usted mañana no dispondrá de mucho tiempo, ¿me puede adelantar de qué se trata?
—¿Por teléfono?
—Un pequeño resumen.
—Bien. Ha llegado a mi conocimiento, aunque no sé hasta qué punto es cierto, que alguien le ha entregado a usted un objeto que se encontró de manera casual en el suelo. Y yo he recibido el encargo de recuperarlo.
Montalbano tapó el teléfono con una mano y soltó un auténtico relincho de caballo, una sonora carcajada. Había colocado el cebo del collar en el anzuelo de Jacomuzzi, y la trampa había funcionado a la perfección, permitiéndole atrapar al pez más gordo que jamás hubiera podido soñar. ¿Cómo se las arreglaba Jacomuzzi para que todos se enteraran de aquello de lo que no todos se tenían que enterar? ¿Echaba mano del rayo láser, de la telepatía, de las prácticas mágicas del chamanismo? Oyó los gritos del abogado.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¡No se oye nada! ¿Se ha cortado la comunicación?
—No, perdone, se me había caído el lápiz al suelo y lo estaba recogiendo. Hasta mañana a las ocho.
En cuanto oyó el timbre de la puerta, echó la pasta en el agua hirviendo, y fue a abrir.
—¿Qué me has preparado? —preguntó Zito nada más entrar.
—Pasta rehogada con aceite y ajo, y gambas con ajo y limón.
—Estupendo.
—Ven a la cocina y échame una mano. Y mientras, te hago la primera pregunta: ¿sabes decir «impostergabilidad»?
—Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Me haces venir desde Montelusa a Vigàta para preguntarme si sé decir una palabreja? En cualquier caso, no hay problema. Es facilísimo.
Lo intentó tres o cuatro veces, cada vez con más tesón, pero no lo consiguió. Cada vez se trabucaba más.
—Hay que ser hábil, muy hábil —dijo el comisario, pensando en Rizzo, y no se refería exclusivamente a la habilidad del abogado para pronunciar complicados trabalenguas.
Comieron hablando de comida, como suele ocurrir. Zito, tras haber recordado unas gambas de ensueño que había saboreado diez años atrás en Fiacca, criticó el grado de cocción y lamentó que no hubiera ni el más mínimo indicio de perejil.
—¿Cómo es que en Retelibera os habéis vuelto todos ingleses? —soltó Montalbano sin previo aviso, mientras bebían un blanco excelente que su padre había descubierto por la parte de Randazzo. Sólo hacía una semana que le había llevado seis botellas, un pretexto para estar un rato juntos.
—¿Ingleses, en qué sentido?
—En el sentido de que os habéis guardado mucho de poner de vuelta y media a Luparello, como habéis hecho sin dudar en otras ocasiones. O sea, que el ingeniero muere de un infarto en una especie de burdel al aire libre, entre putas, rufianes y maricas, con los pantalones bajados en una situación decididamente obscena, y vosotros, en lugar de aprovechar la ocasión, corréis un piadoso velo sobre la manera en que ha muerto.
—No tenemos por costumbre aprovecharnos —dijo Zito.
Montalbano se echó a reír.
—¿Me haces un favor, Nicolò? ¿Os queréis ir a la mierda tú y toda Retelibera?
Zito también se rió.
—Bueno, la verdad es que ha ocurrido lo siguiente. A las pocas horas del descubrimiento del cadáver, el abogado Rizzo se presentó en casa del barón Filo di Baucina, el barón rojo —millonario, pero comunista—, y le suplicó de rodillas que Retelibera no comentara las circunstancias de la muerte. Apeló al sentido de la caballerosidad que, por lo visto, tenían los antepasados del barón. Como sabes, el barón es propietario del ochenta por ciento de nuestra emisora. Eso es todo.
—Eso es todo, una mierda. Y tú, Nicolò Zito, que te has ganado el aprecio de los adversarios por decir siempre lo que tienes que decir, ¿le contestas «sí, señor» al barón y te inclinas?
—¿De qué color tengo el pelo? —preguntó Zito, en lugar de responder.
—Pelirrojo.
—Montalbano, yo soy rojo por dentro y por fuera. Pertenezco al grupo de los comunistas malos y rencorosos, una especie en vías de extinción. Lo he aceptado con el convencimiento de que la persona que nos pedía que pasáramos por alto las circunstancias de la muerte del pobre desgraciado, para no manchar su memoria, lo quería mal y no bien, como trataba de aparentar.
—No lo entiendo.
—Yo te lo explico, inocente. Si tú quieres que un escándalo se olvide rápidamente, no tienes más que hablar todo lo que puedas de él en la radio y en la televisión. Venga y venga, dale que te pego; al poco tiempo, la gente empieza a cansarse: «¡Pero, bueno, ya está bien! ¿Por qué no lo dejan de una vez?» En cuestión de quince días, el efecto saturación hace que ya nadie quiera oír hablar del escándalo. ¿Lo entiendes?
—Creo que sí.
—Si, por el contrario, lo envuelves todo en el silencio, éste empieza a hablar, multiplica las voces incontroladas que no paran de crecer. ¿Quieres que te ponga un ejemplo? ¿Sabes cuántas llamadas hemos recibido en la redacción a propósito precisamente de nuestro silencio? Centenares. ¿Es verdad que el ingeniero se tiraba a dos mujeres a la vez en el coche? ¿Es cierto que al ingeniero le gustaba hacer de bocadillo y, mientras él follaba con una puta, un negro le trabajaba el trasero? Y la última, de esta noche: ¿es verdad que Luparello regalaba joyas fabulosas a sus putas? Dicen que han encontrado una en el aprisco. Por cierto, ¿tú sabes algo de esta historia?
—¿Yo? No, debe de ser un simple rumor —mintió descaradamente el comisario.
—¿Lo ves? Estoy seguro de que, dentro de unos meses, habrá algún cabrón que vendrá a preguntarme si es verdad que el ingeniero se tiraba a niños de cuatro años y después se los comía rellenos de castañas. Su denigración será eterna y adquirirá proporciones legendarias. Y ahora, espero que hayas comprendido por qué le he contestado que sí a la persona que me ha pedido que lo ocultara.
—¿Y cuál es la postura de Cardamone?
—Cualquiera sabe. Su elección ha sido muy rara, porque resulta que todos los hombres de la secretaría provincial eran de Luparello, exceptuando dos, que son de Cardamone, y estaban allí por pura fachada, para demostrar que son todos muy demócratas. Estaba claro que el nuevo secretario podía y debía ser un seguidor del ingeniero. Pero, en su lugar, se produce un golpe de efecto: se levanta Rizzo y propone a Cardamone. Los demás miembros del clan se quedan pasmados, pero no se atreven a oponerse. Si Rizzo lo propone, quiere decir que debajo hay algún peligro, y conviene seguir el camino que ha trazado el abogado. Votan a favor. Llaman a Cardamone, y éste, tras aceptar el cargo, decide contar con la ayuda de Rizzo, para gran decepción de los dos representantes que tenía en la secretaría. Pero yo a Cardamone lo entiendo muy bien: mejor atraerlo, habrá pensado, que dejarlo suelto por ahí como una mina errante.
Después Zito empezó a contarle a Montalbano el tema de una novela que tenía intención de escribir y les dieron las cuatro.
Mientras examinaba el estado de salud de una planta que le había regalado Livia y que tenía en el alféizar de la ventana de su despacho, Montalbano vio acercarse un automóvil oficial de color azul, con teléfono, chofer y un guardaespaldas, que bajó en primer lugar para abrirle la puerta a un hombre bajito y calvo, vestido con un traje del mismo color que el del coche.
—Ahí fuera hay alguien que quiere hablar conmigo, hazlo pasar enseguida —le dijo al guardia de la puerta.
Cuando entró Rizzo, el comisario observó que llevaba en la parte superior de la manga izquierda un brazalete negro de un palmo de ancho: el abogado ya se había puesto de luto para asistir al funeral.
—¿Qué puedo hacer para que me perdone?
—¿Por qué?
—Por haberlo molestado de noche y en su casa.
—Pero usted me dijo que la cuestión era impos…
—Impostergable, en efecto.
¡Pero qué hábil era el abogado Pietro Rizzo!
—Voy al grano. La noche del domingo pasado, una pareja de jóvenes, por otra parte respetabilísimos, tras haber bebido un poquito más de la cuenta, se entrega a una desmadrada extravagancia. La mujer convence al marido para que la lleve al aprisco. Siente curiosidad por aquel lugar y por lo que allí ocurre. Una curiosidad reprobable, estoy de acuerdo, pero nada más. La pareja llega a los confines del aprisco y la mujer baja. Pero casi inmediatamente, molesta por las vulgares proposiciones que se le hacen, vuelve a subir al automóvil y se van. Al llegar a casa, se da cuenta de que ha perdido un valioso objeto que llevaba colgado alrededor del cuello.
—Qué casualidad tan extraña —dijo Montalbano casi hablando solo.
—¿Cómo dice?
—Estaba reflexionando sobre el hecho de que, casi a la misma hora y en el mismo lugar, moría el ingeniero Luparello.
El abogado Rizzo no se inmutó y puso una cara muy seria.
—Yo también lo he pensado, ¿sabe? Bromas del destino.
—¿El objeto del que usted me habla es un collar de oro macizo con un corazón incrustado de piedras preciosas?
—Ése es. Y ahora yo le pido que lo devuelva a sus propietarios con la misma discreción de que hizo gala en ocasión del hallazgo de mi pobre ingeniero.
—Tendrá que perdonarme —dijo el comisario—, pero no tengo ni la más mínima idea de lo que hay que hacer en un caso como éste. De todos modos, supongo que todo habría sido distinto si se hubiera presentado la propietaria.
—¡Pero yo tengo poderes legales!
—Ah, ¿sí? Enséñeme el documento.
—No hay problema, señor comisario. Como usted comprenderá, antes de revelar el nombre de mis clientes, quería asegurarme de que se trataba del mismo objeto que ellos estaban buscando.
Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja de papel y se la entregó a Montalbano. El comisario la leyó con atención.
—¿Quién es Giacomo Cardamone, el que firma el otorgamiento de poderes?
—Es el hijo del profesor Cardamone, nuestro nuevo secretario provincial.
Montalbano decidió que había llegado el momento de repetir el teatro.
—¡Pero qué raro! —exclamó en un susurro, adoptando un aire de profunda meditación.
—Perdone, ¿cómo dice?
—Estaba pensando que en esta historia el destino, como dice usted, se está pasando un poco de la raya con sus bromas.
—Disculpe, pero ¿en qué sentido?
—En el sentido de que el hijo del nuevo secretario político se encuentra a la misma hora y en el mismo lugar en el que muere el antiguo secretario. ¿No le parece curioso?
—Pues, ahora que usted lo dice, sí. Pero descarto categóricamente que pueda haber la más mínima relación entre ambos hechos.
—Yo también lo descarto —dijo Montalbano, y añadió—: No entiendo la firma que figura al lado de la de Cardamone.
—Es la firma de su mujer, una sueca. Una mujer de comportamiento un poco licencioso que no sabe adaptarse a nuestras costumbres.
—A su juicio, ¿cuánto puede valer la joya?
—Yo de eso no entiendo. Los propietarios me han dicho que sobre los ochenta millones de liras.
—Pues entonces, vamos a hacer una cosa. Luego llamaré a mi compañero Jacomuzzi, que es el que la tiene, y le pediré que me la envíe. Mañana por la mañana se la haré llegar a su estudio por medio de uno de mis agentes.
—La verdad es que no sé cómo darle las gracias…
Montalbano lo interrumpió.
—Y usted le entregará a mi agente un recibo en toda regla.
—¡Por supuesto que sí!
—Y un cheque por valor de diez millones, me he permitido redondear el valor del collar, que sería el porcentaje que le corresponde a la persona que encuentra objetos de valor o dinero.
Rizzo encajó el golpe casi con elegancia.
—Me parece muy justo. ¿A nombre de quién lo tengo que extender?
—De Baldassare Montaperto, uno de los dos basureros que encontraron el cuerpo del ingeniero.
El abogado tomó cuidadosamente nota del nombre.