En la hostería San Calogero lo respetaban no tanto porque fuera el comisario como porque era un buen cliente, de los que saben apreciar las cosas. Le sirvieron salmonetes de roca fresquísimos, fritos hasta quedar crujientes y dejados un rato sobre papel de estraza para que soltaran el exceso de aceite. Después del café y de un largo paseo por el muelle de levante, regresó a su despacho y, en cuanto lo vio, Fazio se levantó de su escritorio.
—Dottore, hay alguien que le espera.
—¿Quién es?
—Pino Catalana, ¿lo recuerda? Uno de los dos basureros que encontraron el cuerpo de Luparello.
—Hazlo pasar enseguida a mi despacho. —Comprendió de inmediato que el muchacho estaba nervioso y en tensión.
—Siéntate.
Pino apoyó el trasero justo en el borde de la silla.
—¿Puedo saber por qué ha ido usted a mi casa y ha montado ese numerito? No tengo nada que esconder.
—Lo he hecho simplemente para no asustar a tu madre. Si le hubiera dicho que era comisario, igual le daba un ataque.
—En tal caso, se lo agradezco.
—¿Cómo has sabido que era yo quien te buscaba?
—He llamado a mi madre para preguntarle cómo estaba, pues cuando he salido de casa le dolía la cabeza, y me ha dicho que se había presentado en casa un hombre que venía a entregarme un sobre, pero que se lo había olvidado y se había ido de nuevo a buscarlo, y que ya no le había vuelto a ver el pelo. He sentido curiosidad, y le he pedido a mi madre que me describiera al hombre. Le aconsejo que, cuando quiera hacerse pasar por otro, se borre el lunar que tiene bajo el ojo izquierdo. ¿Qué quiere de mí?
—Hacerte una pregunta. ¿Vino alguien al aprisco para saber si por casualidad habías encontrado un collar?
—Sí, uno que usted conoce, Filippo di Cosmo.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Le dije la verdad, que no.
—¿Y él?
—Él me dijo que, si lo encontraba, me daría cincuenta mil liras; pero que, si lo encontraba y no se lo hacía saber, sería mucho peor para mí. Lo mismo que le dijo a Saro. Pero Saro tampoco lo había encontrado.
—¿Has pasado por tu casa antes de venir aquí?
—No, señor, he venido directamente.
—¿Tú escribes cosas de teatro?
—No, señor, pero me gusta actuar de vez en cuando.
—Pues entonces ¿esto qué es?
Montalbano le mostró la hoja que había cogido de la mesita. Sin inmutarse, Pino la contempló sonriendo.
—No, eso no es una escena de teatro, eso es…
Enmudeció, turbado. Acababa de darse cuenta de que, si aquello no era el diálogo de una comedia, tendría que decir lo que era en realidad, y la cosa no resultaba nada fácil.
—Te voy a echar una mano —dijo el comisario—. Ésta es la transcripción de una llamada telefónica que uno de vosotros le hizo al abogado Rizzo inmediatamente después de haber descubierto el cadáver de Luparello y antes de presentaros en la comisaría para comunicar el hallazgo. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Quién llamó?
—Yo. Pero Saro estaba a mi lado y me oía.
—¿Por qué lo hicisteis?
—Porque el ingeniero era una persona importante, una autoridad. Y decidimos avisar al abogado. Mejor dicho, antes queríamos llamar al honorable Cusumano.
—¿Por qué no lo hicisteis?
—Porque Cusumano, una vez muerto Luparello, es como aquel que, en un terremoto, pierde no sólo la casa sino también el dinero que guardaba bajo una baldosa.
—Explícame mejor por qué avisasteis a Rizzo.
—Porque quizá todavía se podía hacer algo.
—¿Qué?
Pino no contestó. Sudaba y se humedecía los labios con la lengua.
—Voy a echarte otra mano. Has dicho que porque quizá todavía se podía hacer algo. ¿Algo como apartar el coche del aprisco y hacer que el muerto apareciera en otro lugar? ¿Eso es lo que vosotros pensabais que Rizzo os pediría que hicierais?
—Sí, señor.
—¿Y habríais estado dispuestos a hacerlo?
—¡Claro! ¡Le llamamos precisamente por eso!
—¿Qué esperabais a cambio?
—Que nos ofreciera otro trabajo. Que nos hiciera ganar un concurso de arquitectos técnicos, nos buscara un empleo mejor y nos apartara de este oficio de basureros pestilentes. Señor comisario, usted lo sabe mejor que yo, cuando uno no tiene el viento a favor, no navega.
—Explícame lo más importante: ¿por qué has transcrito aquel diálogo? ¿Acaso lo querías utilizar para chantajearlo?
—¿Cómo? ¿Con las palabras? Las palabras se las lleva el viento.
—Entonces, ¿por qué?
—Si quiere creerme, créame; si no, paciencia. Transcribí la conversación porque la quería estudiar; como hombre de teatro, había algo que no pegaba.
—No te entiendo.
—Supongamos que esto que hay aquí escrito se tuviera que representar, ¿de acuerdo? Entonces yo, el personaje Pino, llamo a primera hora de la mañana al personaje Rizzo para decirle que he encontrado muerta a una persona, de quien él es secretario, fiel amigo y compañero político. Más que un hermano. Y el personaje Rizzo se queda tan fresco como una lechuga; no se altera, no pregunta dónde lo hemos encontrado ni cómo ha muerto, si le han pegado un tiro o si ha sido un accidente de tráfico. Nada de nada, tan sólo pregunta por qué le contamos los hechos precisamente a él. ¿Le parece normal?
—No. Sigue.
—Quiero decir que no se sorprende. Es más, trata de establecer distancias entre el muerto y él, como si entre ellos sólo hubiera habido una relación de pasada. E inmediatamente nos dice que vayamos a cumplir con nuestro deber, o sea, a avisar a la policía, y cuelga. No, señor comisario, desde un punto de vista teatral es absurdo, el público se echaría a reír, no funciona.
Montalbano despidió a Pino y se quedó con la hoja de papel. Cuando el basurero se hubo retirado, volvió a leerla.
Vaya si funcionaba. Funcionaría de maravilla en caso de que, en la hipotética representación teatral —que, en realidad, de hipotética tenía muy poco—, Rizzo, antes de recibir la llamada, ya supiera dónde y cómo había muerto Luparello y le urgiera que el cadáver fuera descubierto cuanto antes.
* * *
Jacomuzzi miró atónito a Montalbano. Iba vestido de punta en blanco, con un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata color burdeos y relucientes zapatos negros.
—¡Jesús! ¿Es que te vas a casar?
—¿Habéis terminado ya con el coche de Luparello? ¿Qué habéis encontrado?
—Dentro nada importante. Pero…
—… tenía la suspensión estropeada.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, me lo ha dicho un pajarito. Mira, Jacomuzzi.
Sacó el collar de su bolso de mano y lo arrojó sobre la mesa. Jacomuzzi lo cogió, lo examinó cuidadosamente e hizo un gesto de asombro.
—¡Pero esto es auténtico! ¡Vale decenas y decenas de millones de liras! ¿Lo habían robado?
—No, alguien lo encontró en el suelo, en el aprisco, y me lo entregó.
—¿En el aprisco? ¿Y quién es la puta que se puede permitir el lujo de tener una joya como ésta? ¿Bromeas acaso?
—Tendrías que examinarlo, fotografiarlo, hacerle, en suma, los trabajitos que sueles hacer. Entrégame los resultados cuanto antes.
Sonó el teléfono. Jacomuzzi contestó y le pasó el aparato a su colega.
—¿Sí?
—Soy Fazio, dottore, vuelva enseguida al pueblo. Se ha armado un jaleo que no vea.
—Dime qué ocurre.
—El maestro Contino se ha puesto a disparar contra la gente.
—¿Cómo que a disparar?
—A disparar, tal como suena. Ha hecho un par de disparos desde la terraza de su casa contra los que estaban sentados en el bar de abajo, y vociferaba algo que nadie ha entendido. A mí me ha disparado también cuando entraba en el portal de su casa para ver qué ocurría.
—¿Ha matado a alguien?
—No. Sólo ha rozado el brazo de un tal De Francesco.
—Muy bien, voy enseguida.
Mientras recorría a mil por hora los diez kilómetros que lo separaban de Vigàta, Montalbano pensó en el maestro Contino, a quien conocía muy bien y con quien compartía un secreto. Dos o tres veces por semana, el comisario se permitía el lujo de dar un largo paseo por el muelle de levante hasta el faro. Pero, antes, solía pasarse por la tienda de Anselmo Greco, un cuchitril que desentonaba en aquella calle llena de tiendas de ropa y bares de relucientes espejos. Greco, aparte de insólitos objetos —como figuras de terracota y oxidadas pesas de balanzas ochocentistas—, vendía garbanzos, frutos secos tostados y pepitas de calabaza saladas. Montalbano le pedía un cucurucho y se iba. Seis meses atrás, durante uno de estos paseos, llegó hasta la punta, justo a los pies del faro. Cuando ya se disponía a dar media vuelta para regresar, vio abajo, sentado en un bloque de cemento del rompeolas, a un hombre de cierta edad que permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, sin preocuparse por las salpicaduras del embravecido mar que lo estaban dejando empapado. Miró mejor para comprobar que el hombre sostenía un sedal entre sus manos, pero no, no estaba pescando, no hacía nada. De pronto, el hombre se levantó, se santiguó rápidamente y se balanceó sobre las puntas de los pies.
—¡Quieto! —gritó Montalbano.
El hombre experimentó un sobresalto, pues creía que estaba solo. Montalbano pegó dos brincos y lo alcanzó; lo agarró por las solapas de la chaqueta, lo levantó en vilo y lo empujó a lugar seguro.
—Pero ¿qué iba a hacer? ¿Matarse?
—Sí.
—¿Y eso por qué?
—Porque mi mujer me pone los cuernos.
Montalbano se lo esperaba todo menos aquella respuesta. El hombre pasaba con toda seguridad de los ochenta.
—¿Qué edad tiene su mujer?
—Pongamos que ochenta. Yo he cumplido ochenta y dos.
Un diálogo absurdo en una situación igualmente absurda. El comisario no tuvo ánimos para seguir.
Cogió al hombre del brazo y lo obligó a regresar al pueblo. Justo en aquel momento, como si la situación no fuera suficientemente delirante, el hombre se presentó.
—¿Permite? Soy Giosue Contino. He sido maestro de primaria. ¿Y usted quién es? Siempre y cuando me lo quiera decir, naturalmente.
—Me llamo Salvo Montalbano y soy el comisario de las fuerzas del orden de Vigàta.
—¿Ah, sí? Pues mire, me viene usted que ni pintado. Dígale a la muy puta de mi mujer que no me ponga los cuernos con Agatino De Francesco porque, de lo contrario, el día menos pensado yo hago un disparate.
—¿Y quién es ese tal De Francesco?
—Antes trabajaba de cartero. Es más joven que yo, tiene setenta y seis años, y su pensión es una vez y media más grande que la mía.
—¿Está usted seguro de que eso que dice no son simples sospechas?
—Son verdades como puños. Tan ciertas como el Evangelio. Todas las tardes, después de comer, tanto si llueve como si luce el sol, De Francesco va a tomarse un café al bar que se encuentra justo debajo de mi casa.
—¿Y qué?
—¿Usted cuánto tarda en tomarse un café?
Por un instante, Montalbano se dejó llevar por la sosegada locura del viejo maestro.
—Depende. Si estoy de pie…
—¿Cómo que de pie? ¡Sentado!
—Pues, depende de si me he citado con alguien y tengo que esperar, o de si simplemente quiero pasar el rato.
—No, queridísimo amigo, éste se sienta allí sólo para mirar a mi mujer, que también lo mira a él, y no pierden ocasión de hacerlo.
Entretanto, ya habían llegado al pueblo.
—¿Dónde vive, señor maestro?
—Al final del paseo, en la plaza Dante.
—Vamos por la calle de atrás, será mejor.
Montalbano no quería que el viejo empapado de agua y temblando de frío llamara la atención y suscitara preguntas entre los vigateses.
—¿Quiere usted subir? ¿No le apetece un café? —preguntó el maestro, sacando del bolsillo las llaves del portal.
—No, gracias. Cámbiese de ropa, señor maestro, y séquese bien.
Aquella misma tarde mandó llamar a De Francesco, el ex cartero, un viejecito antipático y menudo que reaccionó airadamente y con voz chillona a los consejos del comisario.
—¡Yo el café me lo tomo donde me sale de las narices! ¿Qué pasa? ¿Es que acaso está prohibido ir al bar que está debajo de la casa de este arteriosclerótico de Contino? Me sorprende que usted, que debería representar la ley, me venga con estas historias.
* * *
—Todo ha terminado —le dijo el guardia urbano que mantenía apartados a los mirones del portal de la plaza Dante.
Delante de la puerta del apartamento, el sargento Fazio extendió los brazos. Las habitaciones estaban impecablemente ordenadas y limpias como los chorros del oro. El maestro Contino yacía sentado en un sillón, con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón. El revólver estaba en el suelo al lado del sillón, un antiquísimo Smith and Wesson de cinco disparos que debía de pertenecer por lo menos a la época de Buffalo Bill y que, por desgracia, seguía funcionando. La mujer, por su parte, estaba tendida en la cama, también con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón y un rosario en las manos. Parecía que había estado rezando antes de permitir que el marido la matara. Una vez más, Montalbano pensó en el jefe superior de policía, que esta vez tenía razón: allí la muerte había encontrado su dignidad.
Nervioso y huraño, dictó al sargento las disposiciones necesarias y lo dejó allí a la espera del juez. Además de una repentina tristeza, experimentaba un leve remordimiento: ¿y si hubiera actuado con más prudencia con el maestro, si hubiera avisado a su debido tiempo a los amigos de Contino, a su médico?
* * *
Dio un largo paseo por el puerto y por el muelle de levante, su preferido, y, ya más tranquilo, regresó al despacho. Encontró a Fazio fuera de sí.
—¿Qué hay, qué ha ocurrido? ¿No ha llegado todavía el juez?
—Sí, ha llegado y ya se han llevado los cadáveres.
—Pues entonces, ¿qué te pasa?
—Me pasa que, mientras medio pueblo contemplaba al maestro Contino pegando tiros, unos cabrones han aprovechado para limpiar dos apartamentos de arriba abajo. Ya he mandado a cuatro de los nuestros. Le estaba esperando para ir yo también.
—Anda, vete. Ya me quedo yo aquí.
Decidió que había llegado el momento de poner toda la carne en el asador; la trampa que le rondaba por la cabeza tenía que dar necesariamente resultado.
—¿Jacomuzzi?
—¡Pero bueno! ¿A qué vienen tantas prisas? Aún no me han dicho nada de tu collar. Es muy pronto todavía.
—Sé muy bien que aún no puedes estar en condiciones de decirme nada, me doy perfecta cuenta.
—Pues entonces, ¿qué quieres?
—Pedirte la máxima discreción. La historia del collar no es tan sencilla como parece y puede conducir a desenlaces imprevisibles.
—¡Me ofendes! ¡Si tú me dices que no hable de una cosa, yo no se lo digo ni a Dios!
* * *
—¿Ingeniero Luparello? Siento muchísimo no haber podido ir hoy a su casa. Créame que me ha sido del todo imposible. Le ruego que presente mis disculpas a su madre.
—Espere un momento, comisario.
Montalbano esperó pacientemente.
—¿Comisario? Mamá dice que, si le va bien, mañana a la misma hora.
Le iba bien, y lo confirmó.