La playita de Puntasecca, una franja de arena compacta al amparo de una colina de marga blanca, estaba desierta a aquella hora. Cuando el comisario llegó, Gegè ya lo esperaba apoyado en su automóvil, fumando un pitillo.
—Baja, Salvù —le dijo a Montalbano—, vamos a disfrutar un poco de este aire tan bueno.
Se pasaron un rato fumando en silencio. Después, Gegè apagó el cigarrillo y dijo:
—Ya sé lo que quieres preguntarme, Salvù. Me lo he preparado muy bien, puedes hacerme las preguntas incluso salteadas.
Ambos sonrieron ante la evocación de aquel recuerdo común. Se habían conocido en la «primina», pequeña escuela privada que precedía a la escuela primaria, y en la que la maestra era la señorita Marianna, la hermana de Gegè, que le llevaba a éste quince años. Salvo y Gegè eran unos estudiantes perezosos, que se aprendían las lecciones como loros y las repetían como tales. Pero, a veces, la maestra Marianna no se conformaba con aquellas letanías y les hacía preguntas salteadas, es decir, sin seguir el orden natural de los datos, y entonces se quedaban mudos, porque era necesario haber comprendido y haber establecido nexos lógicos.
—¿Cómo está tu hermana?
—La he llevado a Barcelona, a una clínica especializada en los ojos. Por lo visto, hacen milagros. Me han dicho que, por lo menos, podrá recuperar parte de la visión del ojo derecho.
—Cuando la veas, dale recuerdos de mi parte.
—Lo haré sin falta. Como te decía, estoy preparado. Ya puedes disparar las preguntas.
—¿A cuántas personas administras en el aprisco?
—Veintiocho, entre putas y chaperos de variada índole. Más Filippo di Cosmo y Manuele Lo Piparo, que vigilan para que no se arme jaleo. Tú sabes bien que al más mínimo problema estaría jodido.
—O sea que mantienen los ojos muy abiertos.
—Claro. ¿Tú sabes el perjuicio que me podría suponer, qué sé yo, una pelea, un navajazo, una sobredosis…?
—¿Te sigues limitando a las drogas blandas?
—Por supuesto. Hachís y, como máximo, cocaína. Pregunta, pregunta a los barrenderos si por la mañana encuentran alguna jeringuilla, una sola.
—Te creo.
—Y, además, tengo siempre encima a Giambalvo, el jefe de la Brigada de Buenas Costumbres. Me soporta, dice, siempre y cuando no le cause quebraderos de cabeza, y no le toque los cojones con algo gordo…
—Comprendo a Giambalvo: teme verse obligado a cerrarte el aprisco. Perdería lo que tú le sueltas bajo mano. ¿Qué le das, un sueldo mensual, un porcentaje fijo? ¿Cuánto le das?
Gegè esbozó una sonrisa.
—Pide el traslado a la Brigada de Buenas Costumbres y lo sabrás. A mí me encantaría, pues así le echaría una mano a un miserable como tú, que sólo vive de su sueldo y anda por ahí con los fondillos del pantalón remendados.
—Gracias por el cumplido. Y ahora háblame de aquella noche.
—Bueno, pues debían de ser las diez o diez y media cuando Milly, que estaba trabajando, vio los faros de un vehículo que se acercaba por la parte de Montelusa junto a la orilla del mar y se dirigía a toda velocidad al aprisco. Y se asustó.
—¿Quién es esta Milly?
—Se llama Giuseppina La Volpe, nació en Mistretta y tiene treinta años. Es una chica lista.
Sacó del bolsillo una hoja doblada y se la entregó a Montalbano.
—Aquí te he escrito los nombres y los apellidos verdaderos. También la dirección, por si quieres hablar personalmente con ella.
—¿Por qué dices que Milly se asustó?
—Porque un coche no podía llegar por allí, a no ser que bajara por el Canneto, donde uno se puede romper el coche y los cuernos. En un primer momento, pensó que se trataba de una muestra del ingenio de Giambalvo, una redada sin previo aviso. Pero enseguida llegó a la conclusión de que no podían ser los de Buenas Costumbres, pues no se hace una redada con un solo vehículo. Entonces, le entró aún más miedo, porque pensó que podían ser los de Monterosso, que me están haciendo la vida imposible para quitarme el aprisco. Y temía que se produjera un tiroteo. Preparada para escapar en cualquier momento, se puso a observar fijamente el automóvil, y su cliente protestó. Tuvo tiempo, sin embargo, de ver que el coche giraba, se dirigía a toda pastilla hacia el matorral hasta casi empotrarse en él y se detenía.
—No me dices nada nuevo, Gegè.
—El hombre que había follado con Milly la dejó y se alejó marcha atrás en su coche hasta alcanzar la carretera provincial. Milly se puso a esperar otro cliente, paseando arriba y abajo. Luego llegó al lugar Carmen, con un enamorado que la viene a ver todos los sábados y domingos, siempre a la misma hora, y se pasa con ella las horas muertas. El verdadero nombre de Carmen figura en la hoja que te he dado.
—¿Has puesto también la dirección?
—Sí. Antes de que el cliente apagara los faros, Carmen vio que los dos del BMW ya estaban follando.
—¿Te ha dicho exactamente lo que vio?
—Sí, fue cuestión de unos segundos, pero lo vio. Quizá porque le llamó la atención, pues coches de esa clase jamás se ven en el aprisco. Bueno, el caso es que la mujer que ocupaba el asiento del conductor —lo había olvidado, Milly dijo que la mujer iba al volante— se giró, se colocó sobre las rodillas del hombre sentado en el asiento del copiloto, le sobó un poco la parte de abajo con las manos, que no se veían, y empezó a subir y bajar. ¿O es que ya has olvidado cómo se folla?
—No creo. Pero haremos la prueba. Cuando acabes de contármelo todo, te bajas los pantalones, apoyas tus preciosas manitas en el capó y te colocas con el culo al aire. Si me olvido de algo, me lo recuerdas. Anda, sigue y no me hagas perder el tiempo.
—Al terminar, la mujer abrió la portezuela, bajó, se alisó la falda y cerró la puerta del coche. El hombre, en lugar de ponerlo en marcha y largarse, se quedó donde estaba, con la cabeza echada hacia atrás. La mujer pasó casi rozando el coche de Carmen y, justo en aquel momento, los faros de otro automóvil la iluminaron de lleno. Era una mujer muy guapa, rubia, elegante. Llevaba en la mano izquierda un bolso bandolera. Se dirigió hacia la vieja fábrica.
—¿Algo más?
—Sí. Manuele, que estaba haciendo una ronda de control, la vio salir del aprisco y encaminarse hacia la carretera provincial. Al ver, por su forma de vestir, que no era del aprisco, dio la vuelta para seguirla, pero un automóvil la recogió.
—Espera un momento, Gegè. ¿Manuele la vio de pie con el pulgar levantado, esperando que alguien la recogiera?
—Pero, Salvù, ¿cómo lo haces? Eres un auténtico lince.
—¿Por qué?
—Porque es justo este detalle lo que mosqueó a Manuele. Es decir, que él no vio que la mujer hiciera ninguna señal y, sin embargo, un coche se paró. Manuele tuvo la sensación de que el coche, que circulaba a toda velocidad, tenía incluso la puerta abierta cuando frenó para que ella subiera. A Manuele ni se le pasó por la cabeza anotar el número de la matrícula, no había ningún motivo.
—Ya. Y del hombre del BMW, de Luparello, ¿me puedes decir algo?
—Poco. Llevaba gafas y una chaqueta que no se quitó en ningún momento, a pesar del polvo que estaba echando y del calor que hacía. Pero hay un detalle en la versión de Milly que no coincide con la de Carmen. Milly dice que, cuando llegó el vehículo, le pareció que el hombre llevaba una corbata o un pañuelo negro alrededor del cuello, y Carmen dice que, cuando ella lo vio, el hombre llevaba la camisa desabrochada y nada más. De todos modos, me parece un detalle sin importancia porque el ingeniero se pudo quitar la corbata mientras follaba. Quizá le molestaba.
—¿La corbata sí y la chaqueta no? No es un detalle sin importancia, Gegè, porque en el interior del coche no se encontró ninguna corbata ni ningún pañuelo.
—Eso no significa nada. Se pudo caer en la arena cuando bajó la mujer.
—Los hombres de Jacomuzzi rastrearon la zona y no encontraron nada.
Ambos guardaron silencio en actitud pensativa.
—Puede que lo que vio Milly tenga una explicación —dijo de pronto Gegè—. No se trataba ni de una corbata ni de un pañuelo. El hombre no se había desabrochado el cinturón de seguridad (venían de recorrer el cauce del Canneto, con la de piedras que hay por allí…) y se lo desabrochó cuando la mujer se le subió encima de las piernas, porque entonces sí que le habría molestado.
—Puede ser.
—Salvù, te he dicho todo lo que he averiguado sobre este asunto. Y te lo estoy diciendo por mi propio interés. Porque a mí no me ha hecho gracia que un pez gordo como Luparello haya venido a palmarla al aprisco. Ahora, los ojos de todo el mundo están clavados en este lugar, y cuanto antes termines la investigación, mejor. A los dos días, la gente se olvidará, y todos volveremos a trabajar tranquilos. ¿Puedo irme? A esta hora, en el aprisco estamos muy atareados.
—Espera. ¿Tú qué opinas de lo ocurrido?
—¿Yo? Tú sí que eres un lince. De todas maneras, para complacerte, te diré que el asunto me huele mal. Supongamos que la mujer fuera una puta forastera de altos vuelos. ¿Quién puede creer que Luparello no supiera adónde llevarla?
—Gegè, ¿tú sabes lo que es la perversión?
—¿Y me lo preguntas a mí? Te podría contar cosas que te harían vomitar sobre mis zapatos. Ya sé lo que quieres decir, que esos dos se fueron al aprisco porque el lugar les resultaba más excitante. ¿Sabes que un día se presentó un juez con su escolta?
—¿De verdad? ¿Quién era?
—Te puedo decir el nombre, se trataba del juez Cosentino. La víspera del día en que lo mandaron a su casa de una patada en el trasero, se presentó en el aprisco con un automóvil de su escolta, eligió un travesti y se lo tiró.
—¿Y el escolta?
—Se fue a dar un largo paseo por la orilla del mar. Pero volvamos a nuestro asunto: Cosentino sabía que estaba jodido y se quiso dar el gusto. Pero ¿qué interés podía tener el ingeniero en hacerlo? No era un hombre aficionado a estas cosas. Le gustaban las mujeres, todo el mundo lo sabe, pero con prudencia y discreción. ¿Y quién es esa mujer, capaz de inducirlo a arriesgar todo lo que era y representaba sólo por un polvo? No me convence, Salvù.
—Sigue.
—Y, en el caso de que la mujer no fuera una puta, me huele todavía peor. Jamás hubieran venido al aprisco. Y, además, el coche lo conducía la mujer, eso seguro. Aparte del hecho de que nadie en su sano juicio le confiaría a una puta un coche que vale lo que vale, la mujer debía de ser de alivio. Primero, no tiene ningún problema en bajar por el Canneto, y, después, cuando el ingeniero se le muere entre los muslos, se levanta como si tal cosa, baja del coche, se arregla, cierra la portezuela y listo. ¿Te parece normal?
—No, no me parece normal.
De repente, Gegè soltó una carcajada y encendió el mechero.
—¿Qué te pasa?
—Ven aquí, maricón. Acerca la cara.
El comisario obedeció, Gegè le iluminó los ojos y apagó el mechero.
—Sí, creo que lo entiendo. Los pensamientos que se te han ocurrido a ti, un representante de la ley, son exactamente los mismos que se me han ocurrido a mí, un delincuente. Y tú sólo querías comprobar si coincidían, ¿verdad, Salvù?
—Has dado en el clavo.
—Contigo es difícil que me equivoque. Anda, vete.
—Gracias —dijo Montalbano.
El comisario se fue primero, pero poco después su amigo le alcanzó y le hizo señas para que aminorara la marcha.
—¿Qué quieres?
—No sé dónde tengo la cabeza, te lo quería haber dicho antes. ¿Sabes que estabas muy mono en el aprisco cogido de la manita de la inspectora Ferrara?
Dicho lo cual, Gegè aceleró, interponiendo una distancia prudencial entre su vehículo y el del comisario, mientras levantaba el brazo para saludarlo.
Al volver a casa, Montalbano anotó algunos detalles que Gegè le había facilitado, pero enseguida le entró sueño. Echó un vistazo al reloj, vio que ya era más de la una, y se fue a dormir. Lo despertó el insistente sonido del timbre de la puerta principal. Sus ojos se dirigieron hacia el despertador y vio que eran las dos y cuarto. Se levantó con gran esfuerzo, pues en las primeras fases del sueño sus reflejos siempre eran muy lentos.
—¿Quién coño será a estas horas?
En calzoncillos, tal como estaba, fue a abrir.
—Hola —dijo Anna.
Lo había olvidado por completo. La chica le había dicho que iría a su casa a aquella hora. Anna lo miró de arriba abajo.
—Veo que llevas el atuendo apropiado —dijo, entrando.
—Dime lo que tengas que decirme y lárgate a casa. Estoy muerto de cansancio.
Sinceramente molesto por aquella invasión, Montalbano se dirigió a su dormitorio, se puso unos pantalones y una camisa y regresó al comedor. Anna no estaba. Se encontraba en la cocina, había abierto el frigorífico y ya le estaba hincando el diente a un bocadillo de jamón.
—Tengo un hambre que no veas.
—Habla mientras comes.
Montalbano colocó la cafetera sobre el quemador de la cocina de gas.
—¿Te haces un café a estas horas? ¿Y después puedes volver a dormirte?
—Anna, por favor.
Montalbano no conseguía ser amable.
—Está bien. Esta tarde, después de vernos, he sabido por un compañero, que a su vez ha sido informado por un confidente, que desde ayer por la mañana un tipo ha estado visitando a todos los joyeros, compradores ilegales y casas de empeños, tanto clandestinas como legales, para advertirles de que lo avisen en caso de que se presente alguien para vender o empeñar una joya determinada. Se trata de un collar con una cadena de oro macizo y un colgante en forma de corazón cuajado de brillantes. Como uno de esos que se compran en los almacenes Standa por diez mil liras, sólo que auténtico.
—¿Y cómo lo tienen que avisar, con una llamada telefónica?
—No te lo tomes a broma. A cada uno les ha dicho que hagan una señal distinta: colocar en la ventana un trozo de tela de color verde, pegar en el portal un trozo de periódico y cosas por el estilo. Muy listo. De esta manera, él ve sin ser visto.
—De acuerdo, pero ¿a mí qué…?
—Déjame terminar. Por su manera de hablar y actuar, sus interlocutores han comprendido que era mejor hacer lo que él les decía. Después, hemos averiguado que, simultáneamente, otras personas han realizado un recorrido por las siete iglesias de los pueblos de la provincia, incluido Vigàta. O sea, que el que ha perdido el collar lo quiere recuperar.
—No veo nada de malo en ello. Pero ¿por qué razón, a tu juicio, este asunto debería interesarme a mí?
—Porque el hombre le ha dicho a un comprador ilegal de Montelusa que es posible que el collar se perdiera en el aprisco durante la noche del domingo al lunes. ¿Te interesa ahora el asunto?
—Hasta cierto punto.
—Ya lo sé, puede ser sólo una coincidencia y no tener nada que ver con la muerte de Luparello.
—De todos modos, te lo agradezco. Y ahora vuelve a casa, que ya es tarde.
El café ya estaba listo; Montalbano se llenó una taza y, naturalmente, Anna aprovechó la ocasión.
—¿Y yo qué?
Armándose de paciencia, el comisario llenó otra taza y se la ofreció. Anna le gustaba, pero ¿es que no se daba cuenta de que él tenía otra mujer?
—No —dijo de repente Anna, dejando el café.
—No, ¿qué?
—No quiero volver a casa. ¿Tanto te molesta que esta noche me quede aquí, contigo?
—Pues sí, me molesta.
—Pero ¿por qué?
—Soy demasiado amigo de tu padre. Tendría la sensación de que lo estoy traicionando.
—¡Menuda chorrada!
—Será una chorrada, pero es así. Y, además, olvidas que estoy enamorado, y muy en serio, de otra mujer.
—Que no está.
—No está, pero es como si estuviera. No seas boba y no digas tonterías. Has tenido mala suerte, Anna, has tropezado con un hombre honrado. Lo siento. Perdóname.
* * *
No conseguía conciliar el sueño. Anna había acertado al advertirle de que el café lo desvelaría. Pero había otra cosa que lo ponía nervioso: si aquel collar se había perdido en el aprisco, lo más probable era que Gegè hubiera sido informado. Pero Gegè se había guardado mucho de decírselo, y seguro que no lo había hecho porque lo considerara un dato insignificante.