Tres

Saro y Tana pasaron una mala noche. No les cabía la menor duda de que Saro había encontrado un tesoro como los de los cuentos, en los que unos miserables pastores tropezaban con jarras llenas de monedas de oro o con joyas cuajadas de brillantes. Pero aquí, la cuestión era muy distinta: no cabía duda de que el collar, de moderna factura, había sido perdido la víspera, y, calculando a ojo de buen cubero, valía una fortuna. ¿Cómo era posible que nadie lo hubiera reclamado? Sentados alrededor de la mesa de la cocina, con el televisor encendido y la ventana abierta para evitar que los vecinos, alertados por el más mínimo cambio, empezaran a fisgonear y criticar, Tana se opuso a la intención de su marido de ir a vendérselo a los hermanos Siracusa en cuanto abrieran la joyería.

—En primer lugar, tú y yo somos personas honradas. Y por eso no podemos ir a vender una cosa que no nos pertenece.

—Pero entonces, ¿qué quieres que hagamos? ¿Que vaya al jefe, le diga que he encontrado el collar y se lo entregue para que él se lo devuelva a su dueño cuando éste acuda a reclamarlo? En cuestión de diez minutos, el cabrón de Pecorilla iría a venderlo por su cuenta.

—Podemos hacer otra cosa. Guardamos el collar en casa, pero se lo decimos a Pecorilla. Si alguien lo reclama, se lo entregamos.

—¿Y qué ganamos con eso?

—El porcentaje que se supone que corresponde a quien encuentra este tipo de cosas. ¿Cuánto crees tú que vale?

—Unos veinte millones de liras —contestó Saro, pensando que había dicho una cifra demasiado alta—. Supongamos que nos corresponden dos millones. ¿Me quieres explicar cómo pagamos con dos millones todos los tratamientos que necesita Nene?

Estuvieron discutiendo hasta el amanecer y lo dejaron porque Saro se tenía que ir a trabajar. Pero habían llegado a un acuerdo provisional que dejaba parcialmente a salvo su honradez: guardarían el collar sin decir una sola palabra a nadie, dejarían pasar una semana y entonces, en caso de que no hubiera aparecido el propietario reclamándolo, irían a empeñarlo. Cuando, poco antes de salir, Saro fue a dar un beso a su hijo, se llevó una sorpresa: Nene estaba profundamente dormido, como si se hubiera enterado de que su padre había encontrado la manera de conseguir curarlo.

* * *

Pino tampoco pudo pegar ojo aquella noche. Su cabeza era muy dada a la reflexión. Le encantaba el teatro y había sido actor en las voluntariosas aunque cada vez más escasas compañías teatrales de aficionados de Vigàta y alrededores. Le gustaba leer obras de teatro y, en cuanto sus magras ganancias se lo permitían, corría a la única librería de Montelusa a comprarse comedias y dramas. Vivía con su madre, que cobraba una pequeña pensión, y no tenían problemas para comer. Su madre le había hecho contar tres veces el descubrimiento del muerto, obligándolo a ilustrar mejor cada detalle. Lo hacía para contárselo al día siguiente a sus amigas de la iglesia y del mercado y presumir de haberse enterado de todas aquellas cosas y de tener un hijo que había tenido la valentía de inmiscuirse en un suceso como aquél. Hacia la medianoche, la mujer se fue a dormir. Poco después se acostó Pino. Pero no hubo manera de que pudiera conciliar el sueño, pues algo lo hacía dar vueltas bajo la sábana. Ya hemos dicho que tenía una cabeza muy dada a la reflexión y, por eso, tras pasarse dos horas tratando infructuosamente de cerrar los ojos, comprendió racionalmente que no podría ser. Estaba tan nervioso como un chiquillo la noche de Reyes. Se levantó, se lavó un poco y se sentó junto al pequeño escritorio de su habitación. Se repitió a sí mismo la historia que le había contado a su madre, y todo estaba bien; todos los detalles cuadraban, el zumbido de su cabeza se mantenía en segundo plano. Era como el juego del «frío, frío, caliente, caliente»; mientras pasaba revista a todo lo que había contado, el zumbido parecía decir: agua, agua, por lo que la molestia tenía que proceder de algo que no le había dicho a su madre. En efecto, no le había contado las mismas cosas que, de acuerdo con Saro, le había callado a Montalbano: el inmediato reconocimiento del cadáver y la llamada al abogado Rizzo. Aquí el zumbido era muy fuerte y gritaba: ¡fuego, fuego! Entonces, cogió papel y pluma y transcribió palabra por palabra el diálogo que había mantenido con el abogado. Lo volvió a leer e hizo algunas correcciones, forzando la memoria hasta anotar, como en un guión de teatro, incluso las pausas. Cuando lo tuvo delante, lo releyó en su versión definitiva. Algo fallaba. Pero ya era demasiado tarde y se tenía que ir a la Splendor.

Hacia las diez de la mañana, Montalbano vio interrumpida la lectura de los dos diarios sicilianos, el que se publicaba en Palermo y el de Catania, por una llamada del jefe superior de policía que le pasaron al despacho.

—Tengo que transmitirle unos agradecimientos —empezó diciendo el jefe superior.

—¿Ah, sí? ¿De parte de quién?

—De parte del obispo, Monseñor Teruzzi, y de nuestro ministro. Monseñor Teruzzi me ha dicho, y repito sus palabras, que se ha alegrado de la caridad cristiana puesta de manifiesto por usted, por decirlo de alguna manera, al impedir que periodistas y fotógrafos sin escrúpulos ni decencia pudieran captar y difundir unas imágenes indecorosas del cadáver.

—¡Pero yo di la orden cuando aún no sabía quién era el muerto! Habría hecho lo mismo con cualquier otra persona.

—Lo sé, Jacomuzzi me lo ha contado todo. Pero ¿para qué iba yo a revelar este insignificante detalle al venerable prelado? ¿Para desengañarlo con respecto a su caridad cristiana? Es un gesto caritativo, mi querido amigo, que adquiere tanto más valor cuanto más elevada es la posición del objeto de la caridad, ¿me explico? Imagínese que el obispo ha llegado incluso a citar a Pirandello.

—¡No me diga!

—Pues sí. Ha citado aquella frase de «Seis personajes en busca de autor» en la que el padre dice que, después de una vida intachable, por culpa de un fallo momentáneo uno no puede permanecer atado para siempre a un gesto deshonroso. Como queriendo decir que no se puede transmitir a la posteridad la imagen del ingeniero con los pantalones momentáneamente bajados.

—¿Y el ministro?

—Bueno, ése no ha citado a Pirandello porque ni siquiera sabe dónde vive, pero la idea, tortuosa y dicha entre refunfuñas, era la misma. Y, dado que pertenece al mismo partido que Luparello, se ha permitido añadir otra palabra.

—¿Cuál?

—Prudencia.

—¿Qué tiene que ver la prudencia con esta historia?

—No lo sé, yo le transmito la palabra escueta.

—¿Se sabe algo de la autopsia?

—Todavía no. Pasquano quería guardarlo en la cámara frigorífica hasta mañana, pero le he convencido para que lo examine a última hora de la mañana o a primera de la tarde. Pero no creo que por ahí podamos averiguar nada.

—Lo mismo pienso yo —dijo el comisario, dando por terminada la conversación.

Montalbano no extrajo de la lectura de los periódicos más información de la que ya tenía sobre la vida, milagros y reciente muerte del ingeniero Luparello, por lo que sólo le sirvió para refrescarle la memoria. Heredero de una dinastía de constructores de obras de Montelusa (su abuelo había proyectado la vieja estación, y su padre, el Palacio de Justicia), el joven Silvio, tras licenciarse brillantemente en el Instituto Politécnico de Milán, había regresado a su pueblo para continuar y potenciar las actividades de la familia. Católico practicante, había abrazado las ideas de su abuelo, que era un ardiente seguidor de don Luigi Sturzo, fundador del Partido Popular italiano (acerca de las ideas de su padre, miembro de las brigadas de acción fascistas y participante en la marcha sobre Roma, se había corrido un obligado velo de silencio), y se había ejercitado en la Fuci, la organización que agrupaba a los jóvenes universitarios católicos, tejiendo de esta manera una sólida red de amistades. Desde entonces, Silvio Luparello aparecía en todas las manifestaciones, celebraciones y comicios al lado de los peces gordos del partido, pero siempre un paso por detrás y con una media sonrisa en los labios, dando a entender que estaba allí por decisión propia y no por razones de jerarquía. Requerido en repetidas ocasiones para que se presentara como candidato a las distintas elecciones políticas o administrativas, siempre se había negado aduciendo nobilísimos motivos —puntualmente dados a conocer a la opinión pública—, como la humildad, el servicio en la sombra y en silencio, cualidades propias de un católico. Durante casi veinte años, había servido efectivamente en la sombra y en silencio, hasta que un día decidió aprovecharse de todo lo que había visto con sus perspicaces ojos en aquella sombra. Para empezar, se había rodeado de servidores (aunque los periódicos los llamaban «fraternales amigos» o «fieles seguidores»), el primero de los cuales había sido el honorable Cusumano. A continuación, puso librea al senador Portolano y al diputado Tricomi. En resumen, todo el partido, en Montelusa y en la provincia, había pasado a sus manos, al igual que el ochenta por ciento de las contratas públicas y privadas. Ni siquiera le rozó el terremoto desencadenado por algunos jueces milaneses que hizo tambalear a la clase política que ostentaba el poder desde hacía cincuenta años. Es más, gracias precisamente a que siempre se había mantenido en un segundo plano, pudo salir a la luz y tronar contra la corrupción de sus compañeros de partido. En cosa de un año o algo menos, se había convertido, en su calidad de paladín de la renovación y gracias a los numerosos afiliados, en secretario provincial. Por desgracia, entre su triunfal nombramiento y su muerte sólo habían transcurrido tres días. Un periódico lamentaba que la mala suerte no hubiera permitido que un personaje de tan elevada y sublime estatura tuviera tiempo de devolver al partido su antiguo esplendor. Al recordarlo, ambos periódicos evocaban unánimemente su gran generosidad y delicadeza espiritual, y su disponibilidad a tender la mano en todas las circunstancias dolorosas, tanto a los amigos como a los enemigos, sin distinción. Con un estremecimiento, Montalbano recordó unas imágenes del año anterior transmitidas por una televisión local. El ingeniero inauguraba un pequeño orfelinato en Belfi, el pueblo natal de su abuelo, bautizado con el nombre de éste. Una veintena de chiquillos vestidos de la misma manera entonaban una canción de agradecimiento al ingeniero, que los escuchaba emocionado. Las palabras de aquella «canción» se habían quedado indeleblemente grabadas en la memoria del comisario: «Qué bueno y qué bello / el ingeniero Luparello».

Los periódicos, además de silenciar las circunstancias de la muerte, acallaban los rumores que corrían desde hacia años acerca de asuntos mucho menos públicos en los que estaba involucrado el ingeniero. Se hablaba de concursos de adjudicaciones amañados, comisiones millonarias y presiones rayanas en el chantaje. Y, en todos los casos, asomaba el nombre del abogado Rizzo, primero lacayo, después hombre de confianza y finalmente alter ego de Luparello. Se decía incluso que Rizzo era el puente entre el ingeniero y la mafia, y sobre este tema el comisario había tenido ocasión de ver, extraoficialmente, un informe confidencial en el que se hablaba de tráfico de divisas y blanqueo de dinero. Sospechas, desde luego, pero nada más, pues jamás se habían podido concretar: todas las peticiones para iniciar una investigación se habían perdido en los meandros de aquel palacio de justicia que el padre del ingeniero había proyectado y construido.

A la hora del almuerzo, Montalbano llamó a la Brigada Móvil de Montelusa para hablar con la inspectora Ferrara. Era la hija de un compañero suyo de escuela que se había casado muy joven; una chica simpática y divertida que, vete a saber por qué, de vez en cuando intentaba seducirlo.

—¿Anna? Te necesito.

—¡No me digas!

—¿Tienes alguna hora libre por la tarde?

—Me la buscaré, comisario. Siempre a tu disposición, de día y de noche. A tus órdenes o, si quieres, a tus deseos.

—Pues, entonces, iré a recogerte a Montelusa, a tu casa, sobre las tres.

—Me llenas de alegría.

—Ah, por cierto, Anna, vístete de mujer.

—¿Tacones muy altos y abertura en el muslo?

—Simplemente quería decir que no te presentes de uniforme.

Al segundo toque de claxon, Anna salió puntualísima del portal vestida con blusa y falda. No hizo preguntas. Se limitó a besar a Montalbano en la mejilla. Sólo cuando el vehículo enfiló el primero de los tres senderos que desde la carretera provincial conducían al aprisco, sólo entonces habló.

—Si me quieres follar, llévame a tu casa, aquí no me gusta.

En el aprisco había dos o tres coches, pero era evidente que sus ocupantes no pertenecían al ambiente nocturno de Gegè Gullotta. Eran estudiantes de ambos sexos, parejas burguesas que no habían encontrado sitio mejor. Montalbano recorrió el sendero hasta el final y, cuando las ruedas delanteras ya se hundían en la arena, frenó. El tupido matorral junto al cual se había descubierto el BMW se encontraba a la izquierda y no se podía alcanzar por aquel camino.

—¿Es allí donde lo han encontrado? —preguntó Anna.

—Sí.

—¿Qué buscas?

—Ni yo mismo lo sé. Bajemos.

Se encaminaron hacia los matorrales. Montalbano le rodeó el talle y la estrechó contra él; ella apoyó la cabeza en su hombro sonriendo. Ahora comprendía por qué la había invitado el comisario. Se trataba de una artimaña; yendo los dos juntos, no pasaban de ser una pareja más de enamorados o de amantes que buscaban la manera de aislarse en el aprisco. Eran seres anónimos y no suscitarían la menor curiosidad.

«¡Qué hijo de puta! —pensó Anna—. Le importa una mierda lo que yo siento por él».

Montalbano se detuvo de espaldas al mar. El matorral se encontraba frente a ellos, a unos cien metros de distancia en línea recta. No cabía la menor duda: el BMW había llegado hasta allí no por los senderos sino desde la playa y, tras girar hacia el matorral, se había detenido con el morro de cara a la vieja fábrica, es decir, justo en posición contraria a la que necesariamente tenían que adoptar los vehículos procedentes de la carretera provincial, pues no había el menor espacio para maniobrar. Cualquiera que quisiera regresar a la carretera no tenía más remedio que hacer marcha atrás en los senderos. Sin dejar de abrazar a Anna, Montalbano recorrió otro trecho con la cabeza inclinada: no descubrió huellas de neumáticos, el mar lo había borrado todo.

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Primero llamaré a Fazio y después te acompañaré a casa.

—Comisario, ¿me permites que te diga una cosa con toda sinceridad?

—Pues claro.

—Eres un hijoputa.