Continué viendo a Suzanne Rouvier con regularidad hasta que un inesperado cambio en su estado la llevó a irse de París, y también desapareció de mi vida. Una tarde, como dos años después de los sucesos que acabo de relatar, luego de pasar muy placenteramente unas horas curioseando los libros de las galerías del «Odeón», y no teniendo nada que hacer, se me ocurrió ir a ver a Suzanne. Ya hacía seis meses que no lo hacía. Me abrió la puerta, paleta en mano y con un pincel entre los dientes, vestida con una larga blusa con abundantes chafarrinones de pintura.
—Ah, c’est vous, cher ami. Entrez, je vous en prie.
Me sorprendió la protocolaria forma de hablarme, pues por lo general nos tuteábamos, pero entré en la pequeña pieza que servía a la vez de estudio y de cuarto de estar. En el caballete había un cuadro.
—Estoy ocupadísima. No sé ni dónde tengo la cabeza, pero siéntate y continuaré trabajando. No tengo ni un momento que perder. No lo vas a creer pero voy a celebrar una exposición en la «Galería de Meyerheim» y tengo que dejar listos treinta cuadros.
—¿En «Meyerheim»? Pero eso es formidable. ¿Cómo te las has arreglado?
Meyerheim no era uno de esos corredores de arte de tres al cuarto de la rue de la Seine que tienen una tiendecita siempre a punto de cerrar por falta de dinero para pagar el alquiler. Meyerheim tiene un magnífico salón para exposiciones en la orilla cara del Sena y goza de fama internacional. Cualquier artistas cuyos cuadros llamen la atención de Meyerheim se encuentra camino de la fama.
—Monsieur Achille le trajo para que viera mis cuadros, y él dijo que demuestran mucho talento.
—A d’autres, ma vieille —repliqué, frase cuya traducción más adecuada yo diría que es: «No me vengas con cuentos».
Me miró y se echó a reír.
—Me caso.
—¿Con Meyerheim?
—No seas estúpido. —Soltó los pinceles y la paleta—. He estado trabajando todo el día y merezco un descanso. Vamos a tomarnos una copita de oporto y te lo contaré todo.
Una de las características menos gratas de la vida en Francia es que siempre existe el peligro de verse obligado a beber un vaso de oporto avinagrado a horas intempestivas. Hay que resignarse. Suzanne acercó la botella y dos vasos, los llenó y se sentó con un suspiro de alivio.
—Llevo de pie no sé cuántas horas y me duelen las varices. Pues verás, la cosa ha sido así. La esposa de Monsieur Achille murió a principios de año. Era una mujer buena, muy católica, pero él no se había casado con ella por amor, sino porque la boda era un buen negocio, y aunque la estimaba y respetaba, sería exagerado decir que su muerte le dejó inconsolable. Su hijo está bien casado y progresa en su trabajo, y ahora acaba de arreglarse la boda de la hija con un conde. Un conde belga, es verdad, pero auténtico, con un castillo muy bonito cerca de Namur. Monsieur Achille ha pensado que su pobre esposa no hubiera querido retrasar la felicidad de dos muchachos por su causa, y la boda, aunque están de luto, se celebrará en cuanto queden acordados los detalles económicos. Es evidente que Monsieur Achille se encontrará muy desamparado en aquella casona de Lille y va a necesitar una mujer, no solamente para que le cuide, sino para que lleve la casa que su posición le exige. Para abreviar, me ha pedido que ocupe el lugar de su difunta, pues, como él me dijo muy sensatamente, la primera vez se casó para eliminar la competencia entre dos casas rivales, de lo cual no se ha arrepentido, y no hay ninguna razón para que la segunda vez no se case de acuerdo con su gusto.
—Te felicito. Enhorabuena —le dije.
—Evidentemente, echaré de menos mi libertad. He disfrutado mucho con ella. Pero una tiene que pensar en el porvenir. Aquí, entre nosotros, no me importa decirte que no cumpliré ya los cuarenta. Monsieur Achille se encuentra en una edad peligrosa, y ¿qué iba a ser de mí si de repente se encaprichara con una muchacha de veinte años? Además, tengo que pensar en mi hija. Ya tiene dieciséis años y promete ser tan guapa como su padre. Le he dado una buena educación. Pero es inútil cerrar los ojos, y ni tiene talento para ser actriz ni el temperamento para ser lo que ha sido su madre. ¿Qué porvenir le espera? Un puesto de secretaria o una credencial en Correos. Monsieur Achille ha demostrado su generosidad accediendo a que viva con nosotros y me ha prometido darle una buena dote para que pueda casarse bien. Y créeme, mi querido amigo, digan lo que digan, el matrimonio continúa siendo la profesión mejor que pueda abrazar una mujer. Claro es que, puesto que se trata del porvenir de mi hija, estaría en cualquier caso dispuesta a aceptar la oferta, incluso a sabiendas que me va a suponer tener que prescindir de ciertas satisfacciones, las cuales, de todas maneras, al pasar el tiempo, cada día me serían más difíciles de conseguir; pues te advierto que una vez casada tengo el propósito de ser de una virtud feroz (d’une vertu farouche), pues mi larga experiencia me ha enseñado que la base de un matrimonio feliz es la completa fidelidad de ambas partes.
—Una opinión profundamente moral, querida mía —dije yo—. ¿Y continuará Monsieur Achille haciendo sus visitas quincenales a París por sus negocios?
—Oh, lá, la! ¿Por quién me tomas, mon petit? Lo primero que le dije a Monsieur Achille cuando me pidió la mano fue: «Escucha, mon cher, cuando vengas a París a tus Consejos queda entendido que vendrás conmigo. No voy a fiarme de que vengas solo». «¿Eres capaz de imaginar que a mi edad voy a cometer una locura?», me respondió. «Monsieur Achille —le dije yo—, estás en la plenitud de tu vida, y nadie mejor que yo sabe que eres de temperamento apasionado. Eres guapo y distinguido. Tienes todo lo que gusta a las mujeres. Y me parece mejor que no te veas expuesto a tentaciones». Terminó por acceder a que su hijo ocupe su puesto en el Consejo, y él vendrá a París en lugar del padre. Monsieur Achille quiso hacer ver que le parecía irrazonable mi actitud, pero la verdad es que se sintió tremendamente halagado. —Suzanne dio un suspiro de satisfacción—. La vida sería aún más dura de lo que es para las pobres mujeres si no fuera por la increíble vanidad de los hombres.
—Todo eso me parece muy bien. Pero ¿qué tiene que ver con que vayas a celebrar una exposición completamente tuya en casa de Meyerheim?
—Hoy estás bastante tonto, mon pauvre ami. ¿No te vengo diciendo hace años que Monsieur Achille es un hombre muy inteligente? Tiene que pensar en su posición, y la gente de Lille tiene mala lengua. Monsieur Achille quiere que yo ocupe el puesto social que corresponde a la esposa de un hombre importante. Ya sabes lo que son esos provincianos; les encanta meter las narices en los asuntos de los demás, y lo primero que preguntarán es que quién es Suzanne Rouvier. Pues se le contestará: Es la distinguida pintora que ha celebrado recientemente una exposición de notable y merecido éxito en los salones de Meyerheim. «Madame Suzanne Rouvier, viuda de un oficial de infantería colonial, con el valor característico de la mujer francesa, hace años que pinta para vivir y para atender a la educación de su hija, privada de padre a muy tierna edad, y tenemos el honor y el gusto de comunicar a todos que pronto podrán apreciar la delicadeza de sus cuadros y la excelencia de su técnica en los salones del perspicaz Monsieur Meyerheim».
—¿Se puede saber qué diablos estás diciendo? —pregunté asombrado.
—Eso, mon chéri, es la propaganda inicial que va a lanzar Monsieur Achille. Aparecerá en todos los periódicos importantes de Francia. Monsieur Achille ha estado magnífico. Las condiciones de Meyerheim han sido caras, pero Monsieur Achille las aceptó como si fueran una futesa. El día de la inauguración, por rigurosa invitación, habrá un champagne d’honneur y el ministro de Bellas Artes inaugurará la exposición con un elocuente discurso, en el que aludirá a mis virtudes femeninas y a mi talento de pintora, y terminará declarando que el Estado, cuyo deber y derecho es premiar el mérito, ha comprado uno de mis cuadros para la Colección Nacional. Todo París estará allí y Meyerheim se encargará personalmente de los críticos. Nos ha garantizado que las críticas no solamente serán favorables, sino largas. Los pobres diablos ganan tan poco, que es una obra de caridad darles ocasión de embolsarse unos francos extra.
—Todo lo mereces, querida. Siempre has sido buena.
—Et ta soeur —replicó, lo cual es intraducibie—. Pero eso no es todo. Monsieur Achille ha comprado a mi nombre una villa en la costa de St. Raphael, y ocuparé mi lugar en la sociedad de Lille no sólo como una distinguida pintora, sino como propietaria. Dentro de dos o tres años él se retirará, y nos iremos a vivir en la Costa Azul, como gente bien (comme des gens bien). Él podrá remar y pescar quisquillas mientras yo me dedico a mi arte. Ahora te voy a enseñar mis cuadros.
Suzanne llevaba varios años pintando y había alcanzado un estilo propio a través de los de todos sus amantes. Continuaba incapaz de dibujar, pero había desarrollado un agradable colorido. Me mostró paisajes pintados durante las visitas hechas a su madre en Anjou, rincones de los jardines de Versalles, del bosque de Fontainebleau, escenas callejeras de los suburbios parisienses que le habían llamado la atención. Era su pintura vaporosa e insustancial, pero poseía cierta gracia de flor y hasta una elegancia descuidada. Uno de los cuadros me gustó, y suponiendo que ello le agradaría, me ofrecí a comprarlo. No recuerdo si lo llamaba «Claro en el bosque» o «La bufanda blanca», y aunque lo he examinado varias veces con posterioridad, sigo sin saberlo. Le pregunté el precio, que por cierto era razonable, y le dije que me quedaba con él.
—¡Eres un ángel! —exclamó—. Mi primera venta. Naturalmente, no podrás llevártelo hasta después de la exposición, pero ya me encargaré yo de que los periódicos digan que lo has comprado. Después de todo, un poco de propaganda no puede hacerte ningún daño. Me alegro de que hayas escogido éste. Creo que es uno de los mejores —cogió un espejo de mano y miró la imagen del cuadro—. Tiene charme —dijo, guiñando los ojos—, no se puede negar. Ésos verdes…, ¡qué ricos y, sin embargo, qué delicados! Y esa nota blanca en el centro es un acierto; liga todo el cuadro y le da unidad. Hay talento en el cuadro; sí, talento auténtico.
Comprendí que había cubierto buen trecho del camino que la llevaría a ser una pintora profesional.
—Y ahora, mon petit, ya hemos charlado bastante, y tengo que volver a mi trabajo.
—Y yo tengo que irme.
—A propos, ¿sigue el pobre Larry entre los pieles rojas?
Pues con esa notoria falta de respeto solía aludir a los habitantes del País Divino.
—Que yo sepa, sí.
—Tiene que ser terrible para una persona como él, tan amable, tan tierna. Si una juzga por las películas, la vida allí debía de ser espantosa, con tantos gangsters, cowboys y mejicanos. Y no es que los cowboys no tengan cierto atractivo. Oh, la, la! Pero parece que es excesivamente peligroso salir a la calle en Nueva York sin un revólver.
Me acompañó hasta la puerta y me besó en las mejillas.
—Hemos pasado juntos ratos muy agradables —me dijo—. Acuérdate de mí con cariño.