3

Unos días más tarde emprendí el viaje hacia Inglaterra. Fue mi intención hacerlo de un tirón; pero después de lo que había ocurrido nació en mí el deseo de ver a Isabel, y decidí detenerme veinticuatro horas en París. Le telegrafié preguntándole si podría recibirme a última hora de la tarde y convidarme a cenar; cuando llegué a mi hotel encontré una nota suya diciéndome que Gray y ella cenaban fuera; pero que tendría mucho gusto en verme si me era posible ir después de las cinco y media, pues tenía que salir para probarse.

Hacía frío y de vez en cuando caían fuertes aguaceros, por lo que supuse que Gray no habría ido a Montefontaine a jugar al golf. Esto me contrarió, pues tenía interés en hablar a solas con Isabel, pero cuando llegué a la casa lo primero que Isabel me dijo que Gray estaba en el Travellers jugando al bridge.

—Le he dicho que no tarde si quiere verte, pero como estamos invitados para las nueve, lo cual quiere decir que no necesitamos llegar hasta las nueve y media, tenemos tiempo para charlar a gusto. Tengo muchas cosas que contarte.

Había subarrendado la casa, y la subasta de la colección de Elliott iba a verificarse pasados quince días. Querían estar presentes y se iban a mudar al «Ritz». Luego, embarcarían. Isabel había dispuesto que se vendiera todo excepto los cuadros modernos que Elliott tenía en Antibes. Aunque no le gustaban gran cosa, Isabel suponía, y acertaba, que darían lustre a su futuro hogar.

—Es lástima que el pobre tío Elliott no fuera un poco más avanzado. Podría tener obras de Picasso, Matisse, Rouault… Supongo que sus cuadros son buenos en su estilo, pero me temo que estén pasados un poco de moda.

—Yo, en tu lugar, no me preocuparía. Dentro de unos años surgirán otros pintores, y Picasso y Matisse no parecerán menos anticuados que tus impresionistas.

Gray estaba ultimando sus negociaciones, y con capital suministrado por Isabel iba a entrar en cierta sociedad como vicepresidente de la misma. Era un negocios de aceites, y pensaban residir en Dallas.

—Lo primero que tendremos que hacer es buscar una casa ad hoc. Quiero que tenga un jardín simpático, para que Gray pueda divertirse trabajando en él cuando vuelva de la oficina, y necesitaré un salón grande para dar fiestas.

—Me extraña que no quieras llevarte los muebles de Elliott.

—Creo que no resultarían apropiados. Quiero decorarla en estilo muy moderno, quizá con unos toques mejicanos aquí y allá para darle carácter. En cuanto lleguemos a Nueva York voy a enterarme de quién es el decorador de moda.

Entró Antoine, el criado, con una bandeja, sobre la que se veía un surtido de botellas, e Isabel, con su acostumbrado tacto, sabedora de que el noventa por ciento de los hombres están convencidos de que saben mezclar un cóctel mejor que cualquier mujer (y tiene razón), me pidió que preparara un par de ellos. Eché la ginebra y el «Noilly–Prat» y añadí las gotas del ajenjo, que transforman el «Martini» seco, bebida vulgar, en otra por la cual, indudablemente, los dioses del Olimpo hubieran dejado su néctar de fabricación casera, brebaje que siempre he sospechado que debió de ser algo semejante a la «Coca–Cola». Cuando di su copa a Isabel vi un libro sobre la mesa.

—¡Hombre! —dije—. ¡El libro de Larry!

—Sí, ha llegado esta mañana, pero he estado muy ocupada, con mil cosas que hacer, y he comido fuera, y después he tenido que ir a «Molineux» a probarme; no sé cuándo voy a tener un rato para verlo.

Pensé con melancolía en los meses que un autor pasa escribiendo un libro, quizá poniendo en él hasta la sangre de su corazón, para que luego quede abandonado hasta que el lector no tenga absolutamente ninguna otra cosa que hacer. Era un tomo de unas trescientas páginas, agradablemente impreso y bien encuadernado.

—Supongo que sabrás que Larry ha pasado el invierno en Sanary. ¿Le has visto por casualidad?

—Sí. Estuvimos los dos en Tolón el otro día.

—¿Sí? ¿Qué hacíais allí?

—Enterrar a Sophie.

—Pero… ¿se ha muerto? —exclamó Isabel.

—Si no se hubiera muerto no habríamos tenido ninguna razón para enterrarla.

—Eso no tiene gracia. —Calló durante un segundo—. No voy a fingir que lo siento. Supongo que moriría a consecuencia de la bebida y las drogas.

—No. Le cortaron el cuello y luego la tiraron desnuda al mar.

Como el brigadier de St. Jean, sentí el impulso de exagerar ligeramente su estado de desnudez.

—¡Qué horror! Pobrecilla. Naturalmente, haciendo la vida que hacía estaba destinada a acabar de mala manera.

—Eso es lo que dijo el commissaire de police en Tolón.

—¿Saben quién la mató?

—No. Pero yo sí. Creo que fuiste tú.

Me miró asombrada.

—¿Qué estás diciendo? —Y luego añadió con la sombra de una risita—: Tendrás que buscar a otro culpable. Yo tengo una coartada indiscutible.

—Me encontré con ella en Tolón el verano pasado y estuvimos charlando un gran rato.

—¿Estaba serena?

—Lo suficiente. Me contó cómo desapareció de manera tan inexplicable cuando estaba a punto de casarse con Larry.

Vi que la cara de Isabel se contraía disgustada. Le conté exactamente lo que Sophie me dijo, y me escuchó con recelo.

—He pensado mucho en su narración, y cuanto más lo hago más convencido estoy de que hay algo que no está claro. He comido aquí veinte veces y jamás te he visto beber licor después de comer. Aquel día almorzaste sola. ¿Cómo es que había una botella de zubrovka en la bandeja del café?

—Tío Elliott me la acababa de mandar. Y quise ver si me gustaba tanto como en el «Ritz».

—Sí; ya me acuerdo que le hiciste un panegírico extraordinario. Y me sorprendió, porque nunca bebes licores, pues tienes demasiado cuidado con tu línea para hacerlo. Me diste la impresión de que estabas tratando de ponerle los dientes largos a Sophie por pura maldad.

—Muchas gracias.

—En general, acudes puntualmente a tus citas. ¿Por qué saliste, cuando se trataba de algo tan importante para ella, y tan interesante para ti, como ir a que le probaran su vestido de boda?

—Ella misma te lo dijo. Estaba intranquila acerca de los dientes de Joan. Nuestro dentista tiene mucho trabajo y tuve que aceptar la hora que me dio.

—Cuando uno va al dentista le dan hora para la sesión siguiente.

—Ya lo sé. Pero me llamó por la mañana para decirme que no podría recibirme a la hora que me había dado y que fuera a las tres. Y, naturalmente, acepté.

—¿No pudo la institutriz acompañar a Joan?

—La pobre niña tenía miedo, y me pareció que la tranquilizaría que yo fuera con ella.

—Y cuando volviste y te encontraste con la botella de zubrovka casi vacía, y con que Sophie se había ido, ¿no te sorprendió?

—Pensé que se habría cansado de esperar y que se había ido a «Molineux» sola. Pero cuando llegué allí me dijeron que no la habían visto.

—¿Y la zubrovka?

—Pues es verdad que noté que faltaba bastante, pero supuse que se la había bebido Antoine, y casi se lo dije, pero como le pagaba tío Elliott y era amigo de Joseph, me pareció mejor hacer como si no lo hubiese notado. Es un buen criado, y de vez en cuando echa un trago. ¿Quién soy yo para decirle nada?

—¡Qué mentirosa eres, Isabel!

—¿Es que no me crees?

—Ni una palabra.

Se levantó y se acercó a la chimenea. Ardía en el hogar un fuego de leños, que resultaba placentero en tan destemplado día. Permaneció unos instantes con el codo apoyado sobre la repisa en una de las muy graciosas actitudes que era capaz de asumir sin que pareciera proponérselo, en lo cual residía uno de sus principales encantos. Como la mayoría de las francesas elegantes, vestía durante todo el día de negro, lo que sentaba admirablemente a su rico colorido natural, y en aquella ocasión llevaba un traje de costosa sencillez que exhibía a la perfección su tipo delicioso. Dio unas cuantas chupadas a su cigarrillo y acabó por decir:

—No hay ningún motivo para que no me muestre completamente franca contigo. Fue una mala suerte que yo tuviera que salir, y, naturalmente, Antoine no debió dejar allí la botella cuando yo salí. Al volver y notar que la botella estaba casi vacía comprendí lo que había ocurrido, y cuando Sophie desapareció supuse que había vuelto a las suyas. No dije nada porque pensé que únicamente conseguiría disgustar a Larry, y, el pobrecillo bastante mal lo estaba pasando ya.

—¿Estás segura de que no quedó allí la botella porque tú lo mandaste concretamente?

—Claro.

—No te creo.

—Pues no me creas. —Tiró el cigarrillo con furia al fuego. La ira ensombrecía su rostro—. Está bien; si quieres saber la verdad, la vas a oír, y mal provecho te haga. Lo hice, y lo volvería a hacer. Ya te dije que no pararía ante nada para impedir que se casara con Larry. Ni tú ni Gray hicisteis nada, salvo encogeros de hombros y decir que iba a cometer una equivocación terrible. Os importaba todo bien poco; a mí, no.

—Si la hubieras dejado en paz, a estas horas estaría viva.

—Casada con Larry, quien sería un desgraciado. Se creía que podría regenerarla. ¡Qué estúpidos son los hombres! Yo sabía que antes o después volvería a las andadas. Se veía a la legua. Tú mismo viste lo nerviosa que estuvo cuando comimos todos en el «Ritz». Te vi mirarla mientras estaba tomando el café, y le temblaba tanto la mano que tuvo que llevarse la taza a la boca usando las dos manos. La vi mirando al camarero cuando nos llenaba los vasos de vino, con aquellos ojos agotados y terribles, como una serpiente que contempla un pollo recién salido del cascarón, y comprendí que hubiera vendido el alma por beber.

Isabel estaba mirándome cara a cara, con ojos abrillantados por la pasión, y me hablaba con voz ronca. Hablaba tan aprisa como podía.

—La idea se me ocurrió cuando tío Elliott empezó a alabar el maldito licor polaco. A mí me pareció una pócima, pero hice ver que nunca había probado nada más delicioso. Estaba segura de que si se lo ponía a su alcance no podría resistir la tentación. Por eso la llevé al desfile de modelos. Por eso le ofrecí regalarle el traje para la boda. Aquél día, cuando habíamos de ir para la última prueba, le dije a Antoine que tomaría una copa de zubrovka después de comer, y también que estaba esperando a una señora, a quien debería ofrecerle café, dejando la botella por si se le antojaba un vaso. Es verdad que llevé a Joan al dentista, pero como no teníamos hora no pudo recibirnos, y entonces entramos en un cine para ver un noticiario. Estaba decidida a que si al volver veía que Sophie no había tocado la botella, procuraría resignarme y ser amiga suya. Eso te lo juro que es verdad. Pero cuando llegué a casa y vi la botella comprendí que había tenido razón. Sophie había desaparecido, y hubiera yo apostado cualquier cosa a que lo había hecho para siempre.

Cuando Isabel acabó, tenía la respiración entrecortada.

—Esto es, poco más o menos, lo que imaginaba que ocurrió —dije—. Y, como verás, tenía razón: fuiste tú quien le cortaste el pescuezo: tanto como si hubieras cogido la navaja con tus propias manos.

—Era mala, mala, mala. Me alegro de que esté muerta. —Se desplomó en un sillón—. Dame otro cóctel, y así revientes.

Me acerqué a la mesa y preparé otro cóctel.

—Eres un demonio, y un demonio ruin —dijo al cogerlo. Luego sonrió, como un niño que sabe que ha cometido una travesura, pero espera lograr con sus carantoñas que no se le regañe—. No irás a decirle nada a Larry…

—Ni se me ocurriría tal cosa.

—¿Me lo prometes? Los hombres sois muy poco de fiar.

—Te lo prometo. Pero es que aunque quisiera hacerlo no se me presentaría la ocasión, pues no creo que vuelva a verle en la vida.

Se incorporó rápidamente.

—¿Qué quieres decir?

—En estos momentos está a bordo de un barco de carga como tripulante, o como fogonero, camino de Nueva York.

—¿De veras? ¡Qué raro es! Hace unas semanas estuvo aquí, para consultar en la Biblioteca algo referente a su libro, y no dijo una palabra de que tuviera intención de volver a América. Me alegro. Quiero decir que le veremos allí.

—Lo dudo. Su América estará tan distante de la tuya como el desierto de Gobi.

Le dije entonces lo que Larry había hecho y lo que pensaba hacer. Me escuchó con la boca abierta. Su cara expresaba profunda consternación. De vez en cuando me interrumpió con una exclamación: «¡Está loco! ¡Está loco!». Así que terminé eché hacia atrás la cabeza, y vi caer dos lágrimas por sus mejillas.

—Ahora le he perdido de veras.

Volvió la cabeza y lloró, hundida la cara en el respaldo del sillón. Todas sus deliciosas facciones aparecían desencajadas por un dolor que no se tomó la molestia de disimular. No podía yo hacer nada en tales circunstancias. Ni me fue posible adivinar qué ganas y contradictorias esperanzas había alimentado que mis noticias destrozaron. Tuve la vaga impresión de que el verle de tarde en tarde, el saber que por lo menos Larry formaba parte de su mundo, fue un lazo de unión, aunque en verdad tenue, y que esta postrera decisión de Larry lo había cortado irremisiblemente, y ella ahora comprendía haberle perdido sin remedio. Me pregunté qué inútil pesar la afligía, y me dije que la llantina le sentaría bien. Cogí el libro de Larry y miré el índice de materias. Mi ejemplar no había llegado aún cuando salí de la costa y era inútil esperarlo hasta que pasaran varios días.

No era en absoluto la clase de libro que había supuesto. Era una colección de ensayos, de longitud semejante a la de los escritos por Lytton Strachey con el título de Victorianos eminentes, acerca de cierto número de personajes famosos. No supe qué pensar del criterio que había inspirado la selección. Uno era sobre Sila, el dictador romano, quien luego de alcanzar un poder absoluto renunció a él para volver a la vida particular; otro trataba de Akbar, el conquistador mogol, que ganó un Imperio; un tercero hablaba de Rubens, otro de Goethe y vi otro acerca de Lord Chesterfield, el de las Cartas. Era evidente que para cada uno de ellos necesitó vastísima documentación, y no me extrañó que Larry tardara tanto en escribir el libro, aunque no comprendí la razón por la cual creyó que valía la pena dedicarle tanto tiempo, ni el motivo que le llevó a elegir tales personajes. Pero luego se me ocurrió que todos ellos, cada uno a su manera, habían visto sus vidas coronadas por un éxito extraordinario, y adiviné que eso fue lo que atrajo a Larry. Sintió probablemente curiosidad por averiguar lo que el éxito había significado para ellos.

Leí rápidamente una página, para juzgar su estilo, y lo hallé erudito, pero lúcido y sencillo. Nada descubrí en él de la presunción o pedantería que con demasiada frecuencia caracteriza la obra de un aficionado. Era fácil ver que había tratado a los mejores escritores, tan asiduamente como Elliott trató a la aristocracia. Me interrumpió un suspiro de Isabel. Se incorporó, y terminó con una mueca el cóctel, ya perdida la frialdad de éste.

—Si no dejo de llorar voy a tener los ojos hechos una lástima para la cena de esta noche. —Sacó el espejo de su bolso y se miró preocupada—. Lo que necesito es media hora con una bolsa de hielo sobre los ojos. —Se dio polvos y se pintó los labios. Luego se miró pensativamente—. ¿Ha empeorado la opinión que tenías de mí por lo que hice?

—¿Te importaría?

—Pues aunque te parezca raro, sí. Quiero que me estimes.

Sonreí.

—Mi querida Isabel, soy un ser francamente inmoral —respondí—. Cuando tengo verdadero cariño a una persona, aunque deploro sus malas acciones, no disminuye mi afecto. Tú no eres mala a tu manera, y tienes toda suerte de bellezas y encantos. El placer profundo que me causa contemplar tu belleza no es menor porque me consta que es debida a la feliz combinación de tu gusto impecable y de tu inflexible voluntad. Únicamente falta una cosa para ser completamente deliciosa.

Sonrió esperando.

—La ternura.

Murió la sonrisa en sus labios y me lanzó una mirada completamente desprovista de buen humor; mas antes de que pudiera recobrarse lo suficiente para replicar, entró Gray pesadamente en el cuarto. Durante los tres años pasados en París, Gray había engordado buena cantidad de libras, su cara estaba más roja, su pelo más ralo, pero gozaba de salud excelente, y llegaba de bonísimo humor. Su contento al verme fue de naturaleza no fingida. La conversación con Gray estaba constituida de lugares comunes y frases hechas, que por manidos que fueran él pronunciaba con evidente convicción de que eran originales. Jamás se «iba a la cama», sino «al catre», donde dormía «como un ángel»; si llovía lo hacía «a cántaros», y hasta que se fue de París fue éste para él «el pícaro París». Pero era tan bueno, tan generoso, tan recto, tan digno de confianza y tan humilde, que era imposible no sentirse ganado por él. Yo le quería muy sinceramente. Se mostraba muy excitado ante la proximidad de su viaje.

—Me va a parecer mentira volver al servicio activo. Estoy encantado.

—Entonces, ¿ya está todo convenido?

—Hombre, verás, aún no he cerrado el trato, pero es cosa hecha. El que será mi socio fue camarada mío en la Universidad, compañero de cuarto, y es un buen muchacho, incapaz de darme gato por liebre. Pero en cuanto llegue a Nueva York voy a ir a Texas en aeroplano para tomarle el pulso al asunto, y puedes estar bien seguro de que tendré bien abiertos los ojos para cualquier pega que haya antes de soltar un dólar de Isabel.

—Te advierto que Gray es un estupendo hombre de negocios —dijo ella.

—No nací ayer —sonrió él.

Procedió a explicarme con minuciosidad ligeramente excesiva el negocio que iba a emprender, pero entiendo yo poco acerca de tales cosas, y lo único que saqué en limpio fue que tendría oportunidades de ganar mucho dinero. Tanto se interesó en lo que estaba explicándome que acabó por volverse hacia Isabel y decirle:

—Oye, ¿por qué no mandamos al diablo la cena de esta noche y nos vamos los tres solos a cenar como es debido a la «Tour d’Angent»?

—Pero, Gray, no es posible. Dan la cena en honor nuestro.

—En cualquier caso, yo no podría acompañaros. Cuando supe que estabais comprometidos para esta noche llamé a Suzanne Rouvier y la convidé a cenar.

—¿Quién es Suzanne Rouvier? —preguntó Isabel.

—Uno de los amores de Larry —repliqué para mortificarla.

—Siempre he sospechado que Larry tenía una amiguita escondida en algún sitio —comentó Gray jovialmente.

—¡Qué bobada! —dijo Isabel secamente—. Conozco perfectamente cuanto hay que conocer acerca de las aventuras amorosas de Larry. Jamás ha tenido ninguna.

—Vamos a tomar otra copa antes de separarnos —dijo Gray.

Lo hicimos y me despedí de ellos. Salieron al vestíbulo conmigo, y mientras me ponía el abrigo Isabel cogió el brazo de Gray, se apretó mimosamente contra él y le miró a los ojos con una expresión que imitaba con bastante exactitud la ternura de la que yo la había acusado que carecía.

—Dime, Gray, ¿crees que soy una mujer dura y sin compasión?

—No, Isabel, ni mucho menos. ¿Ha dicho alguien que lo fueras?

Volvió la cabeza de manera tal que Gray no pudiera verle la cara, y con un gesto, que indudablemente Elliott hubiera juzgado impropio de una señora, me sacó la lengua.

—No es lo mismo —murmuré al salir, según la puerta se cerraba a mi espalda.