Tan pronto como me presenté en la dirección de Policía de Tolón me llevaron al despacho del comisario. Estaba sentado a su mesa y era un hombre grueso, cetrino, de aspecto melancólico, a quien supuse corso. Me lanzó, quizá por costumbre, una mirada de sospecha, pero al observar la cintilla de la Legión de Honor, que yo había tenido la precaución de colocarme en el ojal, sonrió melifluamente, me rogó que me sentara y comenzó a presentarme toda clase de disculpas por haber molestado a una persona de mi distinción. Adopté una actitud semejante y le aseguré que nada opodría ocasionarme mayor placer que serle de alguna utilidad. Volvimos entonces a hablar de asuntos más concretos, y recobró su aire brusco y no poco insolente. Consultó unos papeles que tenía delante y dijo:
—Es un asunto feo. Parece que esa mujer Macdonald tenía pésima fama. Era borracha, tomaba drogas y era ninfomaníaca. Tenía la costumbre de ir no sólo con los marineros del puerto, sino con la hez de la ciudad. ¿Cómo es que una persona respetable de su edad conocía a semejante mujer?
Tentado estuve de decirle que no era ése asunto de su incumbencia; pero la diligente lectura de centenares de novelas detectivescas me ha enseñado que conviene ser amable con la Policía.
—La conocía muy poco. La conocí en Chicago, siendo ella una niña casi, donde luego se casó con un hombre de buena posición. Hará un año, poco más o menos, volví a verla, gracias a unos amigos suyos y míos.
Estaba yo preguntándome cómo pudieron relacionarme con Sophie, cuando el comisario empujó un libro hacia mí.
—Hemos encontrado este libro en el cuarto de la interfecta. Si es usted tan amable que lea la dedicatoria, verá que a duras penas se supondría que las relaciones entre usted y ella fueron tan superficiales como usted asegura.
Se trataba de aquella traducción de una novela mía que Sophie vio en el escaparate de una librería y que me pidió que le dedicara. Y yo había escrito debajo de mi nombre: «Mignonne, allons voir si la rose», sencillamente porque fue lo primero que se me ocurrió. La verdad era que la frase daba cierta sensación de intimidad.
—Si está usted insinuando que fui su amante, está usted equivocado.
—Eso no sería asunto mío —replicó, y luego, con picaresca expresión, continuó—: Y sin desear decir nada que pudiera ofenderle a usted, debo añadir, que, por lo que he oído de las aficiones de la muerta, yo no diría que usted era su tipo. Pero resulta evidente que usted no llamaría a una perfecta desconocida mignonne.
—Ésa línea, monsieur le commissaire, es la primera de un famoso poema de Ronsard, cuyas obras estoy seguro que usted conoce perfectamente, dada su educación y su cultura. La escribí por estar convencido de que ella conocía el poema y recordaría el verso siguiente, el cual pensé que quizá le hiciera comprender que la vida que llevaba era, por lo menos, poco discreta.
—Naturalmente que he leído a Ronsard en el colegio, pero, con todo el trabajo que pesa sobre mí, le confesaré que no recuerdo los versos a que alude.
Le recité la primera estrofa y, seguro de que jamás oyó el nombre del poeta hasta que yo lo pronuncié, no sentí miedo de que recordara la última, la cual a duras penas podría tomarse como una incitación a la virtud.
—Por lo visto, era una mujer de cierta cultura. Hemos encontrado algunas novelas de detectives en su cuarto, y dos o tres libros de versos, de Baudelaire, de Rimbaud, y uno inglés de un tal Eliot. ¿Es conocido?
—Mucho.
—No tengo tiempo para leer versos. En cualquier caso, no puedo leer en inglés. Si ese Eliot es tan buen poeta, es una lástima que no escriba en francés, para que la gente culta pudiera leerle.
La idea de que mi comisario pudiera leer La tierra estéril me causó vivo placer. De repente me alargó una pequeña fotografía.
—¿Tiene usted una idea de quién puede ser éste?
Reconocí inmediatamente a Larry. Estaba en traje de baño, y adiviné que la fotografía, muy reciente, fue sacada durante el verano que había pasado con Gray e Isabel en Dinard. Mi primer impulso fue decir que no le conocía, pues me repugnaba complicar a Larry en el odioso asunto, pero luego reflexioné que si la Policía descubría su identidad, mi declaración haría creer que algo digno de ser ocultado acontecía.
—Es un americano llamado Lawrence Darrell.
—Es la única fotografía que hemos encontrado entre las cosas de la interfecta. ¿Qué relaciones tenían?
—Los dos eran del mismo pueblo, cercano a Chicago. Eran amigos de la niñez.
—Pero esta fotografía está sacada hace poco. Yo diría que en alguna playa del Norte o del Oeste de Francia. Sería sencillo saber el lugar exacto. ¿Qué es este individuo?
—Escritor —respondí audazmente. El comisario subió sus peludas cejas, y supuse que no tenía buena opinión de los que se dedican a mi profesión—. Es rentista, también —añadí, para que la cosa sonara mejor.
—¿Dónde está en la actualidad?
De nuevo sentí tentación de decir que no lo sabía, y de nuevo decidí que únicamente lograría complicar el asunto al hacerlo. La Policía francesa tiene muchos defectos, pero sus métodos le permiten encontrar a quien buscan casi sin demora.
—Está viviendo en Sanary.
Alzó la mirada y comprendí que la cosa le interesaba.
—¿En dónde?
Recordé que Larry me dijo que Auguste Cottet le había prestado su casa y yo mismo, al volver en Navidades, le había escrito convidándole a pasar unos días conmigo, lo cual, según supuse, no aceptó. Di al comisario la dirección.
—Telefonearé a Sanary para que le traigan aquí. Quizá valga la pena interrogarle.
Comprendí que el comisario calculaba que tal vez hubiera descubierto a un sospechoso, y sentí ganas de reír. Estaba seguro de que Larry podría demostrar fácilmente que no tenía nada que ver con el asunto. Yo deseaba vivamente saber más acerca del lamentable fin de Sophie, pero el comisario solamente me pudo dar algunos detalles de lo que ya sabía yo. Dos pescadores encontraron el cadáver. El buen gendarme había exagerado románticamente al decir que estaba en cueros. El asesino le había dejado el sostén y la faja. Si Sophie iba vestida como la última vez que yo la vi, no tuvo más que arrancarle los pantalones largos y el jersey. Nada encontraron en ella que sirviera para identificarla, y la Policía mandó publicar su descripción en los periódicos de la localidad. Hizo esto que se presentara en la Comisaría una mujer, patrona de cierto establecimiento situado en una calle poco bulliciosa, lo que los franceses llaman una maison de passe. Era la tal mujer confidente de la Policía, a la cual interesaba saber las personas que allí se hospedaban y los motivos que allí las llevaban. Cuando yo me encontré con ella, a Sophie la habían despedido del hotel en que vivía por su conducta más escandalosa de lo que el tolerante propietario estaba dispuesto a permitir. Fue entonces al citado establecimiento y ofreció alquilar una alcoba y una diminuta salita. Era más productivo alquilarlas a huéspedes más pasajeros, pero Sophie ofreció una suma tentadora y la mujer consintió en alquilarlos por meses. Cuando acudió a la Comisaría fue para denunciar que su inquilina llevaba ausente varios días. No se había alarmado, por creer que Sophie habría ido a Marsella o a Villefranche, adonde habían llegado recientemente algunos barcos de guerra ingleses, suceso que siempre atraía a las mujeres de muy varia edad de toda la costa; pero cuando leyó la descripción de la interfecta, publicada en los periódicos, pensó que pudiera tratarse de su inquilina. La llevaron a ver el cadáver, y después de vacilar afirmó que era Sophie Macdonald.
—Si ya está identificado el cadáver, ¿para qué me necesitan a mí?
—Madame Bellet es una mujer de gran honradez y buen carácter —repuso el comisario—, pero podría tener razones de índole particular, que nosotros desconocemos, para identificar el cadáver. Y en cualquier caso, es conveniente que el cadáver sea examinado por quien conociera mejor a la desaparecida, con objeto de confirmar la identificación.
—¿Tiene usted alguna esperanza de detener al asesino?
—Claro que estamos haciendo investigaciones. Hemos interrogado a cierto número de personas en los bares a que ella solía ir. Quizá la matara un marinero celoso cuyo barco haya zarpado ya, o algún apache para robarle el dinero que llevaba encima. Parece ser que solía llevar consigo una cantidad de dinero que resultaría tentadora para una persona de esa índole. Puede ser que haya gente que tenga fundadas sospechas acerca de la persona que cometió el crimen, pero en el círculo en que ella se movía es muy poco probable que nadie venga a nosotros con una denuncia, a no ser que ello le proporcionase una ventaja. Dada las malas compañías que esta mujer tenía, era de esperar que acabase como ha acabado.
No tuve nada que decir. El comisario me pidió que acudiese a las nueve de la mañana siguiente, para cuya hora esperaba haber hablado ya con «el señor de la fotografía», hecho lo cual, un gendarme nos acompañaría al depósito para examinar el cadáver.
—¿Y en cuanto al entierro?
—Si una vez identificada reclaman ustedes el cadáver de la interfecta como amigos suyos, y si se comprometen a hacerse cargo de los gastos del entierro, se les concederá la necesaria autorización.
—Estoy seguro de que Mr. Darrell, como yo, querrá que el entierro se efectúe lo antes posible.
—Lo comprendo. Es un asunto triste, y es mejor que la pobre mujer reciba sepultura sin perder tiempo. Por cierto, tengo aquí la tarjeta de una funeraria que se encargaría de todo por un precio razonable y sin perder tiempo. Voy a escribir en ellas unas líneas para que los atiendan a ustedes debidamente.
Sentí una razonable seguridad de que el comisario recibiría una comisión, pero le di efusivamente las gracias, y cuando me hubo acompañado hasta la puerta con grandes muestras de deferencia, me dirigí a las señas de la tarjeta. El de la funeraria resultó ser un hombre activo y despierto. Elegí un ataúd, ni el más barato ni el más caro, acepté su oferta de conseguirme dos o tres coronas de un florista amigo (para ahorrar a Monsieur un penoso deber, y por respeto a la «fallecida», según me dijo) y convinimos en que la carroza funeraria estaría en el Depósito a las dos de la tarde siguiente. No pude menos de admirar la diligencia con que me dijo que no me preocupara acerca de la sepultura, que él haría todo lo preciso. Añadió que suponía que Madame era protestante, y que él se encargaría, si yo lo deseaba, de que estuviera presente un pastor en el cementerio para leer el oficio de difuntos. Pero como era yo un desconocido, y además extranjero, me dijo que suponía que no tomaría a mal su deseo de que le diera un cheque por adelantado. Mencionó una cifra bastante más alta de la que yo me había figurado, evidentemente suponiendo que yo regatearía, y pude apreciar en su cara una expresión de sorpresa, quizá de desilusión, cuando yo saqué mi talonario y extendí un cheque sin una palabra de protesta.
Tomé una habitación en un hotel, y a la mañana siguiente volví a la Comisaría. Me hicieron esperar algún tiempo, y luego me invitaron a pasar al despacho del comisario. Allí encontré a Larry, grave y triste la expresión, sentado en la silla que ocupé el día anterior. Hubiera yo podido ser su hermano, encontrado al cabo de muchos años.
—Bien, mon cher Monsieur, su amigo ha contestado con absoluta franqueza a todas las preguntas que ha sido mi obligación hacerle. No tengo motivos para no creer en su declaración de que no había visto a esta pobre mujer hacía dieciocho meses. Ha justificado todos sus movimientos durante la semana pasada de manera completamente satisfactoria, y también ha explicado la presencia de esta fotografía en el cuarto de la interfecta. Está tomada en Dinard, y la llevaba por casualidad en el bolsillo un día que comió con la fallecida. Me han dado informes excelentes en Sanary de su amigo, y yo, lo digo sin vanidad, soy un buen juez de las personas; estoy seguro de que su amigo sería incapaz de cometer un crimen de esta naturaleza. Me he permitido expresarle mi sentimiento de que una amiga suya de la niñez, educada con todas las ventajas de una buena familia, haya acabado de tan triste manera. Pero, así es la vida. Y ahora, mis queridos señores, uno de mis hombres les acompañará al Depósito para que identifiquen el cadáver. Tómense ustedes el tiempo que necesiten. Luego vayan a comer bien en algún sitio. Aquí tengo una tarjeta del mejor restaurante de Tolón, y voy a escribir en ella un par de palabras para que el patrón los cuide bien. Una buena botella de vino les sentará bien, después de cumplir un deber tan desagradable.
En aquel momento rebosaba cordialidad hacia nosotros. Fuimos andando al Depósito con un gendarme. El establecimiento no daba sensación de tener demasiados clientes. Sobre las mesas de mármol se veía un solo cadáver. Nos acercamos a él y el empleado descubrió la cabeza. No era agradable el espectáculo. El agua del mar había hecho perder la ondulación al teñido pelo, que estaba lacio y pegado al cráneo. La cara estaba horriblemente hinchada y era espantable el contemplarla, pero no cabía duda de que se trataba de Sophie. El empleado retiró aún más la sábana para dejarnos ver lo que ambos hubiéramos preferido no contemplar: el tremendo tajo que seccionaba el pescuezo de oreja a oreja.
Volvimos a la Comisaría. El comisario estaba ocupado, pero comunicamos lo que teníamos que decir a un ayudante; al poco rato volvió con los papeles necesarios, que llevamos a la funeraria.
—Ahora vamos a tomar una copa —dije yo.
Larry no había pronunciado una palabra desde que salimos de la Comisaría para ir al Depósito, excepto para declarar que había identificado el cadáver y que se trataba de Sophie Macdonald. Le llevé a lo largo del muelle y nos sentamos en el mismo café en que estuve con Sophie la última vez que la vi. Soplaba un fuerte viento y el agua del puerto, por lo general en calma, estaba cubierta de espumosas olas. Las barcas de los pescadores se balanceaban suavemente. El sol brillaba esplendoroso, y como ocurre siempre que sopla el mistral, cuanto podía verse aparecía con una extraña y rutilante claridad, como si el observador lo viera a través de unos prismáticos enfocados con exactitud mayor de la corriente. Esto daba a todo una vitalidad latente que excitaba la sensibilidad. Me bebí yo mi coñac con sifón, pero Larry ni siquiera probó el que para él pedí. Permanecía sentado en silencio, apesadumbrado, y no quise molestarle.
Pasado un buen rato miré mi reloj.
—Más vale que vayamos a comer algo. Tenemos que estar en el Depósito a las dos —le dije.
—Y yo tengo hambre. Todavía no he desayunado.
El aspecto del comisario me había dado la impresión de que conocía los lugares donde se comía bien en la ciudad, y esto me movió a llevar a Larry al restaurante de que nos había hablado. Sabía yo que Larry comía carne muy raras veces, y encargué una tortilla y una langosta a la parrilla, tras lo cual pedí la lista de vinos y, siguiendo una vez más el consejo del policía, pedí una botella de buen vino. Y serví un vaso a Larry.
—No seas cabezón y bébetelo —le dije—. Quizá te dé alguna idea para poder hablar.
Me obedeció e hizo lo que le dije.
—Shri Ganesha solía decir —comentó— que también el silencio es conversación.
—Lo cual hace pensar en una animada reunión de intelectuales en la Universidad de Cambridge.
—Siento comunicarte que tendrás que pagar todos los gastos del entierro tú solo. Yo no tengo dinero.
—Estoy dispuesto a hacerlo —contesté. Y entonces el significado implícito en sus palabras se me reveló súbitamente—. ¿Es que has cometido, por fin, la locura que estabas pensando?
No me respondió inmediatamente. Observé la expresión amablemente jocosa de su mirada.
—¿Te has deshecho de todo tu dinero?
—De todo, salvo del que me será necesario hasta que llegue mi barco.
—¿Qué barco?
—El propietario de la casa vecina a la mía en Sanary es agente en Marsella de una Compañía de barcos que va desde el Cercano Oriente a Nueva York. Le han telegrafiado desde Alejandría que han tenido que desembarcar a dos hombres de la tripulación por enfermedad y que busque dos sustitutos. Es amigo mío y me ha prometido el puesto. Como regalo de despedida le voy a dar mi «Citroen». Cuando suba a bordo no me quedará en este mundo más que la ropa que lleve puesta y unas cuantas cosas en una maleta.
—Tuyo era el dinero. Y eres libre y mayor de edad.
—Libre es la palabra adecuada. Jamás me he sentido más feliz ni más independiente. Cuando llegue a Nueva York me pagarán, y con ese dinero tendré lo suficiente hasta encontrar trabajo.
—¿Y tu libro?
—Terminado e impreso. Ya he hecho una lista de las personas a quienes deberán mandarlo. Recibirás un ejemplar un día de éstos.
—Gracias.
Poco más había que decir, y acabamos la comida en cordial silencio. Pedí café. Larry encendió su pipa y yo un cigarro puro. Le miré pensativamente. Advirtió que le miraba y alzó hacia mí los ojos, en los que vi un reflejo juguetón y travieso.
—Si tienes ganas de decirme que soy un burro, dímelo. No me importará en absoluto.
—No. No pensaba en eso. Me estaba preguntando si no hubiera sido tu vida más satisfactoria si te hubieras casado y tenido hijos como todo el mundo.
Sonrió. Seguramente he comentado ya más de veinte veces la delicia de su sonrisa, tan amable, confiada y dulce, que reflejaba el candor y la rectitud de su encantadora naturaleza; pero he de hacerlo una vez más, pues vi en ella, además, algo semejante a la ternura y a la tristeza por lo que pudo haber sido.
—Ya es demasiado tarde. De todas las mujeres que he conocido, únicamente podría haberme casado con la pobre Sophie.
Le miré asombrado.
—¿Puedes decir eso después de todo lo que ha pasado?
—Tenía un alma admirable, ferviente, generosa y llena de aspiraciones. Todos sus ideales fueron de gran altura. Incluso en los últimos tiempos era discernible cierta trágica nobleza en el camino que eligió para destrozarse.
Callé. No supe qué pensar de tan extrañas aseveraciones.
—Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?
—Era una chiquilla. A decir verdad, nunca se me ocurrió, cuando iba a verla a casa de su abuelo y leíamos versos juntos debajo de un olmo, que aquella muchacha delgaducha llevara dentro de sí la semilla de la belleza espiritual.
No pude menos de juzgar extraño que no aludiera a Isabel en tal coyuntura. No era posible que olvidase su noviazgo con ella, y me vi obligado a suponer que consideraba el episodio como cosa baladí provocada por dos muchachos aún demasiado niños para tener conciencia de sus deseos. Y no encontré ningún inconveniente en creer que no se le había pasado por la imaginación que Isabel estaba desde el momento de la ruptura añorando sin cesar el amor de que se había visto privada.
Ya era hora de irse. Atravesamos la plaza hasta el lugar donde Larry había dejado su coche y nos dirigimos al Depósito. La funeraria cumplió todo lo prometido. Todo fue llevado a cabo con suma competencia, bajo la rutilante bóveda del cielo, mientras el fuerte viento doblaba los cipreses del cementerio añadiendo una última nota de horror. Cuando todo acabó, el encargado de la funeraria nos estrechó la mano.
—Señores, espero que hayan quedado satisfechos. Todo ha salido muy bien.
—Muy bien —dije.
—Monsieur no olvidará que estoy siempre a su disposición. La distancia no importa.
Le di las gracias. Cuando llegamos a la puerta del cementerio, Larry me preguntó si le necesitaba para alguna otra cosa.
—No.
—Me gustaría volver a Sanary lo antes posible.
—Déjame en mi hotel, ¿quieres?
No pronunciamos ni una palabra durante el camino. Cuando llegamos bajé del coche, nos estrechamos la mano y él se alejó. Pagué la cuenta, hice la maleta, me metí en un taxi y fui a la estación. También yo tenía ganas de irme de allí.