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Seis meses más tarde, una mañana de abril, estaba yo ocupado escribiendo en la terraza de mi casa de Cap Ferrat cuando subió una criada para decirme que la policía de Saint Jean (el pueblo vecino) estaba abajo y deseaba verme. Me irritó la interrupción y no pude imaginarme lo que deseaban de mí. Tenía tranquila la conciencia y ya había enviado mi óbolo para el fondo benéfico. A cambio, había recibido una tarjeta que guardaba en el coche, a prevención de que si algún día me detenían por exceder la velocidad permitida o me encontraba parado en la acera no adecuada, pudiera dejar ver discretamente la tarjeta al buscar mi permiso de conducir, lo que conseguiría que me dejaran ir sin más castigo que una amable amonestación. Me pareció la más probable que alguna de mis criadas hubiera sido víctima de alguna denuncia anónima —uno de los encantos de la vida en Francia— por no tener su documentación en orden; pero como yo estaba en buenas relaciones con los gendarmes de la localidad, a quienes jamás permitía salir de mi casa sin un vaso de vino, supuse que no me esperaban grandes dificultades. Pero los policías, pues trabajaban por parejas, habían acudido para algo muy distinto.

Una vez que nos hubimos estrechado la mano y preguntado por el estado de nuestra respectiva salud, el de mayor graduación —le llamaban brigadier y tenía unos de los más imponentes bigotes que he visto en toda mi vida— sacó un cuadernillo de notas del bolsillo. Volvió algunas páginas con un dedo gordo bastante sucio.

—¿Le dice a usted algo el nombre de Sophie Macdonald? —me preguntó.

—Conozco a una persona de ese nombre —respondí cautelosamente.

—Acabamos de hablar por teléfono con la policía de Tolón y el comisario le ruega a usted que se presente allí (vous prie de vous y rendre) sin retraso.

—¿Para qué? —pregunté—. Conozco a Mrs. Macdonald únicamente de manera superficial.

Supuse que Sophie se había metido en algún lío, probablemente relacionado con el opio; pero no vi motivo para que me complicaran a mí en el asunto.

—Eso no es cosa mía. No hay duda de que usted ha tenido relaciones con esa mujer. Parece que lleva cinco días sin aparecer por su alojamiento, y han encontrado en el puerto un cadáver que la policía cree es el suyo. Quieren que usted lo identifique.

Un escalofrío me estremeció. No me sentí, sin embargo, demasiado sorprendido. Era muy probable que, haciendo la vida que hacía, cualquier momento de depresión la impulsara a quitarse la vida.

—Pero ¿y no pueden identificarla por la ropa y la documentación?

—La encontraron en cueros y con el cuello cortado.

—¡Qué atrocidad! —Me quedé horrorizado. Pensé durante unos instantes. Era probable, no lo sabía yo, que la policía pudiera obligarme a ir, y me pareció oportuno someterme de buen grado—. Está bien; cogeré el primer tren que pueda. Consulté la guía de ferrocarriles y vi que podía coger un tren que me dejaría en Tolón entre cinco y seis de la tarde. El brigadier me dijo que así se lo comunicaría al inspector jefe, y me dio instrucciones para que, en llegando a Tolón, me presentara inmediatamente a la Policía. Aquel día no trabajé más. Metí unas cosas en una maleta después de comer y fui en el coche a la estación.