Larry llevaba callado varios minutos, y como yo no quisiera acuciarle, también callé. Pasado un rato me sonrió amablemente, como si acabara de darse cuenta de mi presencia.
—Cuando llegué a Travancore comprendí que no hubiera necesitado pedir información acerca de Shri Ganesha. Todos le conocían. Había vivido durante muchos años en una oquedad de las montañas, pero pudieron por fin disuadirle a que bajara al llano, donde una persona caritativa le dio una parcela de tierra y le construyó una casita de adobe. Estaba lejos de Trivandrum, la capital, y tardé todo un día, en tren primero, en carreta después, para llegar al Ashrama. A la puerta de la empalizada me encontré con un muchacho, a quien pregunté si podría ver al yogui. Llevaba conmigo una cesta de fruta, que es el regalo tradicional. Pasados unos minutos volvió el muchacho y me condujo a una gran estancia alargada rodeada de ventanas. En una esquina estaba Shri Ganesha sentado, en actitud de meditar, sobre un estrado cubierto por una piel de tigre.
»—Te esperaba —me dijo.
»Me sorprendió oírlo; pero supuse que mi amigo de Madura le habría dicho algo. Mas cuando mencioné su nombre negó con la cabeza. Le ofrecí la fruta y él dijo al muchacho que se la llevara. Nos quedamos solos. Me miraba él en silencio, y no sé cuánto tiempo lo hizo. Quizá media hora. Ya te he dicho cómo era; lo que no te he dicho es la serenidad que irradiaba, la bondad, la paz, la falta de egoísmo. Hacía calor, y estaba yo cansado del viaje, pero poco a poco empecé a sentir un admirable descanso. Antes de que pronunciara otra palabra comprendí que aquél era el hombre que yo estaba buscando.
—¿Hablaba inglés? —le pregunté a Larry.
—No; pero yo tengo cierta habilidad para los idiomas. Y sabía el suficiente tamil para entenderme en el Sur. Por fin me habló:
»—¿A qué has venido? —me dijo.
»Comencé a explicarle cómo fui a Italia y cómo había pasado los últimos tres años; cómo había ido de santón en santón, atraído por la fama de sabiduría y santidad, sin encontrar a ninguno que pudiera darme lo que buscaba. Me interrumpió:
»—Todo eso lo sé. No necesitas decírmelo. ¿Para qué has venido aquí?
»—Para que podáis ser mi gurú.
»—Sólo Brahma es gurú.
»Continuó mirándome con extraña intensidad, hasta que, inopinadamente, adquirió todo su cuerpo la rigidez, parecieron volvérsele los ojos hacia dentro y vi que había caído en un rapto, que los indios llaman Samadhi, durante el cual, según ellos aseveran, la dualidad de objeto y sujeto se desvanece y se funde con el Conocimiento Absoluto. Yo estaba sentado en el suelo delante de él, con las piernas cruzadas, y sentí que mi corazón latía violentamente. Después de algún tiempo, de cuya duración no tengo idea, suspiró y comprendí que había recobrado su estado normal. Me miró con dulcísima expresión de amor.
»—Quédate —dijo—. Ya te mostrarán lugar para dormir.
»Me alojaron en la cabaña que habitó Shri Ganesha cuando en un principio bajó a la llanura. Aquesta vasta estancia, en que permanecía de día y de noche, fue construida cuando comenzaron a acudir discípulos, y más y más gente acudía para visitarle, atraída por su fama. Para no llamar la atención, adopté la cómoda vestimenta india, y tan moreno me puso el sol que únicamente fijándote mucho y de manera especial no me hubieras tomado por un indígena. Leía mucho. Meditaba. Escuchaba a Shri Ganesha cuando él decidía hablar. No lo hacía con frecuencia, mas siempre estaba dispuesto a contestar a preguntas, y escucharle era verdaderamente inspirador. Sus palabras eran como música. Aunque en su juventud practicó él un severísimo ascetismo, no pedía tales sacrificios a sus discípulos. Procuraba liberarlos de la esclavitud del egoísmo, de las pasiones, de sus sentidos, y les decía que hallarían la libertad mediante el sosiego, el propio dominio, la renuncia, la resignación y la continuidad del propósito y mediante un ardiente deseo de alcanzar la libertad. Solía acudir gente desde la vecina ciudad, a unos cinco o seis kilómetros, en donde había un templo famoso en el cual se reunían grandes multitudes durante las fiestas anuales; llegaban de Trivandrum y desde lugares lejanos para contarle sus cuitas, pedirle consejo, escuchar sus enseñanzas; y todos se iban fortalecidos y en paz consigo mismos. Su doctrina era muy sencilla. Enseñaba que todos somos más grandes de lo que sabemos y que la sabiduría es el camino de la libertad. Predicaba que no es menester abandonar el mundo para salvarse, sino únicamente renunciar a sí mismo. Enseñaba que el trabajo hecho sin interés egoísta purifica la mente y que los deberes son oportunidades brindadas al nombre para aniquilar su personalidad individual y fundirse con el ser universal. Pero lo más admirable no eran sus enseñanzas, sino él mismo, su benignidad, la grandeza de su alma, su santidad. Su presencia era una bendición. Fui muy feliz a su lado. Sentía haber encontrado por fin lo que andaba buscando. Pasaron las semanas y los meses con inconcebible rapidez. Yo estaba dispuesto a permanecer allí hasta que él muriera —y nos había dicho que no tenía intención de animar durante mucho tiempo aquel cuerpo perecedero—, o hasta ser iluminado, es decir, hasta haber roto las ataduras de la ignorancia, ocurrido lo cual se sabe con total certidumbre que no puede discutirse la unidad de lo Absoluto con uno mismo.
—Y ¿entonces?
—Entonces, si lo que dicen es verdad, ya no hay más. El viaje del alma por la tierra termina y no vuelve más.
—¿Murió Shri Ganesha? —pregunté.
—Que yo sepa, no.
Al responderme comprendió lo que mi pregunta implicaba y rió brevemente. Tras un momento de vacilación continuó, pero de tal manera que me hizo suponer en un principio que deseaba no tener que responder a la segunda pregunta que él sabía que tenía yo en la punta de la lengua, la pregunta, claro es, de si había sido iluminado.
—No permanecí todo el tiempo en el Ashrama. Tuve la fortuna de entablar conocimiento con un oficial indio del servicio forestal, que vivía en las afueras de un pueblo al pie de las montañas. Era devoto de Shri Ganesha, y cuando podía dejar su trabajo solía ir a pasar unos días con nosotros. Era un hombre simpático y hablábamos largo y tendido. Le gustaba practicar el inglés conmigo. Cuando ya hacía tiempo que le conocía, me dijo que el Servicio Forestal tenía una casita en las montañas, y que si alguna vez quería ir allí para estar a solas, él me daría la llave. Así lo hice varias veces. Era un viaje de dos días. Primero era necesario ir en autobús al pueblo donde él vivía, y luego continuar a pie, pero cuando se llegaba allí arriba la grandiosidad del paisaje y la soledad eran magníficas. Llevaba lo que podía en una mochila y alquilaba a un hombre para que me subiera las provisiones, quedándome allí hasta que se agotaban. Era realmente una cabaña de troncos, con una cocina separada. Su moblaje se reducía a un catre, sobre el cual se ponía el colchón, una mesa y dos sillas. Solía hacer frío, y por la noche resultaba agradable encender el fuego. Me causaba una emoción especial saber que no había alma viviente en treinta kilómetros a la redonda. Por las noches oía el rugido de los tigres, o el estrépito de los elefantes al atravesar la selva. Daba largos paseos por los bosques. Había un lugar en el cual me gustaba sentarme, pues desde él era posible contemplar las montañas a mis pies, y en lo hondo, un lago al cual solían acudir cuando anochecía los animales salvajes: ciervos, bisontes, elefantes y leopardos, que iban a beber.
»Cuando llevaba dos años en el Ashrama subí a mi retiro de las montañas por una razón que te hará sonreír. Quise pasar allí mi cumpleaños. Llegué la víspera. A la mañana siguiente me desperté antes de amanecer, y decidí ir al sitio de que acabo de hablar para ver salir el sol. Conocía el camino a ciegas. Me senté bajo un árbol y esperé. Aún era de noche, pero ya palidecían las estrellas en el cielo y el día estaba para llegar. Sentí una extraña sensación de incertidumbre. La luz comenzó a filtrarse a través de la oscuridad de tan cautelosa manera que apenas me di cuenta de ello: lentamente, como bulto misterioso que cruzara por entre los árboles. Sentía que me latía el corazón como si se aproximara un peligro. Salió el sol.
Larry hizo una pausa y marcó con sus labios una melancólica sonrisa.
—Me doy mala maña para describir; no sé hallar palabras para pintar un cuadro; no puedo decirte de manera que la veas la grandiosidad del cuadro que surgió ante mí cuando estalló el esplendor del día. Aquellos riscos, con sus espesísimos bosques, aún prendida la neblina en las copas de los árboles, y el insondable lago a mis pies… El sol cayó sobre el lago a través de una nube rota y lo hizo brillar como acero bruñido. La belleza del mundo me causó un intenso arrobamiento. Jamás había sentido tal exaltación, tal trascendente alegría. Advertí una extraña sensación, una especie de cosquilleo que me empezó por los pies y me subió hasta la cabeza, y sentí como si quedara repentinamente libre de mi cuerpo, y ya trocado en espíritu puro participé de una belleza que jamás pude concebir. Me pareció que una sabiduría sobrehumana me dominaba, hasta que todo lo que antes estuvo confuso se me presentaba claro, y cuanto hasta entonces me causó perplejidad resultaba comprensible. Experimenté tal felicidad, que resultaba dolorosa, y me esforcé en librarme de ella, pero tuve la impresión de que si duraba un momento más moriría; y aun así, era tal mi rapto que me encontraba dispuesto a morir que salir de él. ¿Cómo podría explicar lo que experimenté? No hay palabras para el éxtasis de mi dicha. Cuando volví en mí estaba exhausto y temblando. Me quedé dormido.
»Desperté al mediodía. Volví andando a la cabaña, y llenaba tal gozo mi corazón que me pareció apenas tocar el suelo con los pies. Me preparé la comida. ¡Qué hambre, Dios mío, tenía! Luego encendí la pipa.
Y Larry la encendió entonces.
—No me atrevía a pensar que aquello fuera la iluminación; que yo, Larry Darrell, de Marvin, en el Estado de Illinois, había recibido lo que otros se esforzaban durante años en alcanzar, con austeridades y penitencias extremadas, y aún no habían logrado.
—¿Y qué te hace suponer que todo ello no fuera más que un fenómeno hipnótico provocado por el estado de tu mente, combinado con la soledad, el misterio del amanecer y el bruñido acero de tu lago?
—Solamente el aplastante sentido de su realidad. Después de todo, fue una sensación de la misma naturaleza que la que han experimentado los místicos de todo el mundo al correr de los siglos. Los brahmanes indios, los sufíes en Persia, los católicos españoles, los protestantes de Nueva Inglaterra, en la medida que ellos han podido describir lo inexpresable, lo han hecho en términos similares. Es imposible negar el hecho en sí; lo único difícil es explicarlo. Si durante un instante yo me fundí con lo Absoluto, o si fue un súbito emerger desde mi subconsciente de cierta afinidad con el espíritu universal, en todos nosotros latente, yo no lo sabría decir.
Larry hizo una pausa y me lanzó una mirada casi jocosa.
—Por cierto, ¿te puedes tocar el dedo meñique con el pulgar?
—Naturalmente que puedo —respondí riendo y demostrando el aserto haciendo lo indicado.
—¿Te das cuenta de que eso únicamente pueden hacerlo el hombre y los cuadrúmanos? La mano es tan admirable instrumento debido a que el pulgar puede oponerse a los demás dedos. ¿No es posible que ese pulgar susceptible de oposición, sin duda en forma rudimentaria, se desarrollase en el remoto antepasado del hombre y del gorila, en ciertos individuos, y que solamente tras incontables generaciones llegara a ser una característica común? ¿No es por lo menos igualmente posible que estas sensaciones de fusión con la Realidad que tantos hombres han experimentado sean indicio del paulatino desarrollo en la conciencia humana de un sexto sentido, el cual en un porvenir remoto, muy remoto, será común a todos los hombres, lo que les permitirá tener una percepción tan directa de lo Absoluto como ahora tenemos de los objetos percibidos con los órganos sensorios?
—¿Y en qué sentido piensas que los afectaría esto? —pregunté.
—A eso puedo yo responder tan poco satisfactoriamente como aquella primera criatura que descubrió que podía tocarse el dedo meñique con el pulgar hubiera podido explicar las infinitas consecuencias anejas a tan insignificante suceso. Por lo que a mí me concierne, lo único que puedo decirte es que la intensa sensación de paz, dicha y felicidad que me poseyó en aquel momento de éxtasis aún perdura dentro de mí, y que la visión de la belleza del mundo continúa para mí tan lozana y vivida como cuando su percepción me deslumbró la vista.
—Pero, Larry, tu idea acerca de lo Absoluto tiene que llevarte a creer que el mundo y su belleza son meras ilusiones, fábricas de maia.
—Es un error suponer que los indios consideran el mundo como una ilusión; lo único que sostienen es que no es real en el sentido en el que lo Absoluto lo es. La maia es únicamente una especulación de aquellos ardientes filósofos para explicar cómo lo Infinito puede crear lo Finito. Samkara, el más sabio de todos ellos, decidió que era un misterio insoluble. La dificultad reside en explicar por qué había de crear el mundo Brahma, que es el Ser, la Felicidad Extática y la Inteligencia, que es inalterable, que es siempre y se mantiene en sempiterno reposo, que de nada carece y de nada precisa, y por tanto no conoce mudanzas ni luchas, y que es perfecto. En general, si haces esa pregunta, te contestan que lo Absoluto creó el mundo por diversión, sin ningún propósito ulterior. Pero cuando se piensa en las inundaciones y en el azote del hambre, en los terremotos y huracanes, en todas las enfermedades a que la carne está sujeta, el sentido moral se escandaliza y rechaza el que tanta abominación fuera creada jugando. Shiri Ganesha tenía demasiado buen corazón para creer tal cosa; consideraba el mundo como expresión de lo Absoluto y como rebosamiento de su perfección. Enseñaba que Dios no puede abstenerse de crear y que el mundo es la manifestación de Su naturaleza. Cuando yo le pregunté cómo si es el mundo manifestación de la naturaleza de un ser perfecto puede ser tan odioso que el único fin que un hombre razonable puede proponer es el de escapar de su servidumbre, Shri Ganesha me respondió que las satisfacciones de este mundo son transitorias y que únicamente el Infinito da dicha perdurable. Pero una duración sempiterna no hace mejor lo bueno ni más blanco lo blanco. Aunque la rosa a mediodía haya perdido la belleza del alba, la belleza que entonces tenía no deja de ser verdadera. No hay nada permanente en el mundo, y somos necios cuando pedimos que algo perdure, pero no cabe duda de que seríamos aún más necios de no solazarnos con lo que tenemos mientras dura. Si el cambio es consustancial con la existencia, parece sensato hacer de él una premisa de nuestra filosofía. Es cierto que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, pero sigue fluyendo y el que sucede al anterior también es amable y refrescante.
»Cuando los arios bajaron hasta la India por primera vez, vieron que el mundo que conocemos no es más que la imagen del que desconocemos; pero lo hallaron gracioso y bello y como tal lo aceptaron; únicamente varios siglos más tarde, cuando rendidos por sus conquistas, cuando su vitalidad decreció gracias al clima enervante, lo que los trocó en fáciles víctimas de las hordas invasoras, comenzaron a considerar la Vida como una maldición y a anhelar no volver a renacer. Pero ¿por qué nosotros los occidentales, los americanos en particular, hemos de sentirnos atemorizados por la degeneración y la muerte, el hambre y la sed, las enfermedades, la senectud, el pesar y las desilusiones? Nuestro espíritu vital es recio. Según estaba fumando mi pipa en la cabaña me sentí más vivo que nunca. Notaba dentro de mí una energía que necesitaba ser gastada. No sería yo quien abandonara el mundo para retirarme a un claustro, sino que viviría en el mundo, amando las cosas del mundo, no por ellas, sino por lo que de Infinito tienen. Si en aquellos instantes de éxtasis fui uno con lo Absoluto, entonces, si era cierto lo que decían, nada podría ya tocarme, y así que hubiera vivido el Karma de mi vida presente ya no volvería más a esta tierra. Tal pensamiento me dejó atribulado. Porque yo quería vivir una y otra vez. Estaba dispuesto a aceptar cualquier clase de vida, por triste y dolorosa que fuese. Únicamente una larga serie de vidas podrían, me parecía, satisfacer mis ansias, mi vigor y mi curiosidad.
»A la mañana siguiente emprendí el camino de la llanura, y al otro día llegué al Ashrama. Shri Ganesha mostró su sorpresa al verme vestido a la europea. Me había puesto esa ropa en casa del oficial forestal antes de subir a la montaña, pues allí arriba hacía frío y todavía no se me había ocurrido quitármela.
»—He venido para despedirme, maestro —le dije—. Me vuelvo con los míos.
»No respondió. Estaba sentado, como siempre, con las piernas cruzadas sobre la piel de tigre que cubría el estrado. Una pastilla de incienso se quemaba en un pebetero delante del estrado y perfumaba el aire con su fragancia. Estaba solo, como el día en que le vi por primera vez. Me miró con una intensidad tan penetrante que tuve la impresión de que estaba escudriñando hasta los más profundos recovecos de mi ser. Estoy convencido de que averiguó lo que había ocurrido.
»—Está bien. Has permanecido aquí ya el tiempo suficiente.
»Me puse de rodillas y me bendijo. Cuando me levanté tenía los ojos llenos de lágrimas. Era un hombre de carácter nobilísimo y un santo. Siempre consideré un honor haberle conocido. Me despedí de los discípulos. Algunos llevaban allí largos años; otros llegaron después que yo. Dejé allí todo lo que tenía y mis libros, suponiendo que serían útiles a alguien, y me alejé con la mochila al hombro, vistiendo los mismos pantalones viejos de franela, la misma chaqueta castaña con que llegué y un deteriorado salacot me cubría la cabeza. Una semana más tarde embarqué en Bombay y fui directamente a Marsella.
Quedamos callados, cada uno ocupado en sus propios pensamientos, pero aunque ya estaba yo cansado había algo que me interesaba profundamente saber, y fui yo quien hablé primero:
—Larry, esta larga búsqueda comenzó con el problema del Mal. Fue el que te acució hacia delante. Nada has dicho que indique si has llegado a algo que sea por lo menos una explicación hipotética del problema.
—Quizás el problema no tenga solución, o quizá no tenga yo bastante inteligencia para dar con ella. Ramakrishna consideraba el mundo como un juguete divino. «Es como un juego —decía—. En este juego hay alegría y tristeza, virtud y vicio, sabiduría e ignorancia, bondad y maldad. El juego no puede continuar si el pecado y el sufrimiento son eliminados por completo de la creación». Y eso lo rechazo con toda mi energía. Lo más apropiado que se me ocurre decir es que cuando lo Absoluto se manifestó en el mundo, el Mal fue la natural correlación del Bien. No hubiéramos podido tener la estupenda belleza del Himalaya sin el inimaginable espanto de una convulsión de la corteza terrestre. El artífice chino que hace un bol con lo que allí llaman porcelana de cascara de huevo puede darle una forma deliciosa, adornarlo con bellísimos dibujos, teñirlo de un color admirable y darle un vidriado perfecto, pero por su propia naturaleza no puede evitar la delicadísima fragilidad de su obra. Si lo dejas caer al suelo se rompe en una docena de pedazos. ¿No es posible que, paralelamente, los valores que amamos en el mundo únicamente puedan existir simultáneamente con el Mal?
—Eso es una teoría ingeniosa, Larry; pero no la encuentro demasiado satisfactoria.
—Ni yo —dijo sonriendo—. Lo único que se puede decir en su favor es que cuando se llega a considerar algo como inevitable, solamente cabe aceptarlo y procurar arreglárselas de la mejor manera posible.
—¿Qué planes tienes ahora?
—Tengo que terminar aquí una cosa. Luego volveré a América.
—¿Por qué?
—Para vivir.
—¿Cómo?
Me contestó con tranquilidad, pero con una expresión guasona en los ojos, pues demasiado sabía que no esperaba yo tal respuesta:
—Con sosiego, caridad, compasión, desprendimiento y continencia.
—Arduo problema —repliqué—. ¿Y por qué continencia? Eres joven. ¿Es sensato tratar de reprimir el instinto que, junto con el hombre, es el más fuerte del animal humano?
—Tengo la suerte de que la satisfacción sexual siempre ha sido para mí un placer más bien que una necesidad. Sé por experiencia que en nada tienen los sabios indios más razón que en decir que la castidad aumenta intensamente el poder espiritual de la persona.
—Yo diría que la sabiduría consiste en encontrar el justo equilibrio entre las necesidades del cuerpo y las del espíritu.
—Eso es exactamente lo que los indios sostienen que no hemos sabido hacer los occidentales. Opinan que con nuestros innumerables inventos, con nuestras fábricas y máquinas, y todo lo que producen, hemos basado la felicidad en lo material, y que la felicidad reside en lo espiritual. Opinan también que el camino que hemos elegido conduce a la destrucción.
—¿Tienes la impresión de que los Estados Unidos son lugar adecuado para el ejercicio de las virtudes que has mencionado?
—No veo por qué no. Vosotros los europeos no sabéis nada de América. Porque amasamos grandes fortunas creéis que lo único que nos interesa es el dinero. Pero no es así: en el mismo momento en que lo tenemos lo gastamos, unas veces mal y otras veces bien, pero lo gastamos. El dinero no significa nada para nosotros. Somos los mayores idealistas del mundo. Personalmente, opino que perseguimos ideales errados; creo que el más grande ideal que un hombre puede tratar de alcanzar es la perfección de sí mismo.
—Noble ideal, Larry.
—¿No crees que vale la pena el procurar vivir de acuerdo con él?
—Pero ¿puedes imaginarte, ni por un momento, que tú, un hombre solo, puedas tener el más mínimo efecto sobre un pueblo tan inquieto, tan laborioso, tan anárquico y tan intensamente individualista como Estados Unidos? Tanto te valdría procurar contener con las manos el fluir del río Mississippi.
—Puedo procurar hacerlo. Un hombre fue quien inventó la rueda. Un hombre descubrió la ley de la gravedad. Nada ocurre sin efecto. Si arrojas una piedra a un estanque, el universo ya no es exactamente el mismo que antes. Es un error creer que los santones indios llevan una vida inútil. Son un fulgor en medio de las tinieblas. Representan un ideal que reconforta a sus prójimos; el hombre corriente quizá no lo alcance jamás; pero lo respeta y ejerce sobre su vida una influencia beneficiosa. Cuando un hombre alcanza la perfección y la pureza, la influencia de su carácter se extiende, y quienes buscan la verdad se sienten naturalmente atraídos hacia él. Puede ser que si yo llevo la vida que tengo pensada consiga influir en otros; el efecto quizá no sea mayor que las ondas causadas en un lago por una piedra, pero una onda produce otra y la segunda una tercera. Es remotamente posible que unas cuantas personas vean que mi modo de vivir ofrece felicidad y paz, y que ellos a su vez enseñen a otros lo que aprendan.
—No sé si te das cuenta de los obstáculos que tienes delante. Los filisteos, mi querido Larry, hace mucho tiempo que han desechado el potro y la hoguera como medios para acallar opiniones que les inspiran miedo: han descubierto un arma mucho más mortífera: el chiste intencionado.
—Yo aguanto bastante —sonrió.
—Pues lo único que puedo decirte es que tienes suerte en contar con medios de fortuna.
—Me han sido utilísimos. Sin ellos no hubiera podido hacer todo lo que he hecho. Pero ya acabó mi aprendizaje. Desde ahora en adelante mi dinero únicamente sería una carga para mí. Voy a librarme de él.
—Eso sería muy poco discreto. Lo único que puede hacer posible la clase de vida que quieres hacer es tener independencia económica.
—Al contrario; la independencia económica quitaría todo sentido a mis propósitos.
No pude reprimir un gesto de impaciencia.
—Mira, eso quizás esté muy bien para los mendigos indios. Pueden dormir debajo de un árbol y los devotos están a menudo dispuestos a hacer méritos llenando de comida el cuenco de sus limosnas. Pero el clima americano es poco a propósito para dormir al aire libre, y aunque no pretendo saber gran cosa acerca de los Estados Unidos, sí sé que hay una cosa en que todos tus compatriotas están de acuerdo: el que quiere comer tiene que trabajar. Mi querido Larry, antes de que fueras muy lejos darías con tus huesos en un asilo.
Se echó a reír.
—Ya lo sé. Uno tiene que adaptarse al ambiente, y claro que trabajaré. Cuando vuelva a América procuraré encontrar trabajo en un taller de automóviles. Soy bastante buen mecánico, y no creo que me resulte demasiado difícil.
—¿Y no será malgastar energías que podrías aprovechar mejor en otras direcciones?
—Me gusta el trabajo manual. Siempre que me he atascado durante mis estudios he recurrido a él, y he encontrado que es un excelente reconstituyente espiritual. Recuerdo que una vez leí una biografía de Spinoza, y juzgué muy estúpido al autor por considerar como una cosa terrible que Spinoza tuviera que ganarse su modesta pitanza puliendo lentes. Estoy seguro de que estimularía su actividad intelectual, aunque no fuera más que por servirles de descanso de la agotadora función especulativa. Cuando estoy lavando un coche o arreglando un carburador mi mente queda libre de todo, y así que acabo experimento la agradable sensación de haber hecho algo. Claro es que no pienso quedarme indefinidamente en un taller. Ya hace muchos años que falto de América, y lo primero que tendré que hacer es volver a conocerla. Buscaré trabajo como conductor de camión, lo que me permitirá recorrer todo el país de punta a cabo.
—Olvidas quizá la más importante utilidad del dinero: ahorra tiempo. La vida es tan corta y hay tanto que hacer, que uno no puede permitirse el lujo de desperdiciar un minuto. Piensa, por ejemplo, en el tiempo que malgastarás yendo de un sitio a otro a pie en lugar de ir en autobús, y en autobús en vez de ir en taxi.
Larry sonrió.
—Tienes razón, y no se me había ocurrido, pero podría vencer esa dificultad teniendo un taxi propio.
—¿Qué quieres decir?
—Eventualmente, me instalaré en Nueva York. Entre otras razones, a causa de sus bibliotecas. Puedo vivir con muy poco dinero; no me importa dormir en donde sea y tengo bastante con una comida al día. Para cuando haya visto todo lo que quiero ver en América deberé tener bastante dinero ahorrado para comprarme un taxi y trabajar con él en Nueva York.
—Te deberían encerrar, Larry. Estás como un cencerro de loco.
—Nada de eso. Soy muy sensato y práctico. Como conductor propietario de un taxi solamente necesitaría trabajar las horas indispensables para ganar el dinero de mi alojamiento y de mi comida y para amortizar el valor del taxi. El resto del día lo podría dedicar a mis estudios, y si necesitase ir aprisa a algún sitio podría hacerlo en mi taxi.
—Pero, Larry —le dije para tomarle el pelo—, un taxi es un valor económico como el papel del Estado. El convertirte en propietario de un taxi no serías más que un capitalista.
Se echó a reír.
—No. Mi taxi sería únicamente mi herramienta de trabajo. Sería el equivalente del báculo y de la escudilla del mendigo indio.
Y con esta nota de chanza acabó nuestra conversación. Había yo observado que ya hacía algún tiempo que entraba gente con mayor frecuencia en el establecimiento. Un hombre vestido de etiqueta ocupó una mesa cercana a la nuestra y pidió un copioso desayuno. Tenía el aspecto cansado, pero satisfecho, de quien recuerda complacido una noche de amorosos escarceos. Unos cuantos caballeros ancianos, gente madrugadora, porque en la senectud no hace falta dormir mucho, bebían café au lait calmosamente, mientras a través de las gruesas gafas leían el periódico de la mañana. Hombres más jóvenes, algunos elegantes y atildados, otros con raídos abrigos, entraban presurosos para devorar un panecillo y beber una taza de café, camino de sus tiendas y oficinas. Un vejete, cargado con una brazada de periódicos, fue de mesa en mesa ofreciéndolos, sin éxito al parecer. Miré hacia la calle a través de una gran luna y vi que era de día. Pasados un par de minutos apagaron las luces eléctricas del inmenso café, con excepción de las del fondo del establecimiento. Miré mi reloj. Eran más de las siete.
—¿Nos desayunamos? —dije. Tomamos croissants, quebradizos y calientes, recién salidos del horno, y café au lait. Me encontraba cansado y sin ánimos, y estaba seguro de que mi aspecto lo denotaba, pero Larry no había perdido un ápice de su acostumbrada lozanía. Le brillaban los ojos, no se veía ni una arruga en su rostro y no representaba tener arriba de veinticinco años. El café me reanimó.
—¿Me permites que te dé un consejo, Larry? Es una cosa que doy poquísimas veces.
—Tampoco es una cosa que yo acepte con frecuencia —replicó sonriendo.
—¿Quieres pensarlo bien antes de regalar tu muy modesta fortuna? Cuando desaparezca, desaparecerá para siempre. Puede llegar un día en que necesites dinero angustiosamente, ya sea para ti o para otra persona, y entonces lamentarás haber sido tan necio.
Cuando me respondió lo hizo con expresión de sorna en la mirada, pero sus palabras no entrañaban malicia.
—Pienso que tú le das al dinero más importancia que yo.
—Bien puedo creerlo —respondí algo acerbamente—. Tú siempre los has tenido; yo, no. El dinero me ha dado la cosa que aprecio casi más que ninguna otra en esta vida: la independencia. No puedes figurarte el consuelo que ha sido para mí pensar que si tengo deseos de hacerlo puedo mandar al infierno a quien me dé la gana.
—Pero es que yo no tengo el más mínimo deseo de mandar a nadie al infierno, y si lo tuviera, el hecho de no tener una cuenta corriente en el Banco no me detendría. Compréndelo: para ti el dinero significa libertad; para mí, servidumbre.
—Eres un testarudo, Larry.
—Lo sé. No lo puedo remediar. Pero en cualquier caso, aún me queda tiempo sobrado para decidirme. No pienso volver a América hasta la próxima primavera. Mi amigo Auguste Cottet, el pintor, me ha prestado una casita en Sanary y voy a pasar allí el invierno.
Sanary es una modesta playa de la Costa Azul, entre Bandol y Tolón, frecuentada por artistas y escritores que no gustan de la presuntuosa y falsa elegancia de St. Tropez.
—Te gustará, si no te importa lo muy aburrido que es aquello.
—Tengo trabajo que hacer. He recogido una infinidad de notas y voy a escribir un libro.
—¿Sobre qué?
—Ya lo verás cuando se publique —sonrió.
—Si quieres mandármelo cuando lo termines, creo que podría encontrarte editor.
—No te molestes. Tengo unos amigos americanos que tienen una pequeña imprenta en París y ya tengo arreglado con ellos que me lo impriman.
—Pero un libro editado así no se venderá, ni se ocupará de escribir acerca de él ningún periódico.
—No me importa que no escriban acerca de él y no espero que se venda. No voy a imprimir más que los ejemplares necesario para mandar a mis amigos indios y a las pocas personas de Francia a quienes pueda interesar. No es nada importante. Lo voy a escribir para dar salida a todas las notas que tengo, y lo voy a editar porque creo que no puede decirse lo que es una cosa así hasta verla impresa.
—Comprendo las dos cosas.
Habíamos terminado el desayuno y pedí al camarero la cuenta. Cuando la presentó se la alargué a Larry.
—Si vas a tirar tu dinero por la alcantarilla, por lo menos págame el desayuno.
Se echó a reír y pagó. Estaba entumecido de haber permanecido sentado tanto tiempo y cuando salimos del café me dolían los costados. Era agradable el aire fresco y limpio de la mañana de otoño. El cielo estaba azul, y la Avenue de Clichy, sórdida de noche, tenía cierta agradable alegría, semejante a la de una mujer pintada y ojerosa que camina con el elástico paso de una muchacha. Paré un taxi que pasaba.
—¿Te puedo dejar en algún sitio? —le pregunté a Larry.
—No. Voy a ir andando hasta el Sena para nadar un rato en una de las piscinas. Luego tengo que ir a la Bibliothèque para consultar unas cosas.
Nos estrechamos la mano y le vi cruzar la calle con sus grandes y sueltas zancadas. Yo, menos resistente, subí al taxi y volví al hotel. Cuando entré en mi salita vi que eran las ocho dadas.
—Bonitas horas de llegar a casa un hombre de mi edad —dije duramente a la señora desnuda (debajo de un fanal) que desde el año 1813 había estado echada encima del reloj, en la que yo diría ser una postura de extrema incomodidad.
Ella continuó mirándose la dorada faz de bronce en el dorado espejo de bronce, y todo lo que dijo el reloj fue: tictac, tictac. Me preparé un baño caliente. Luego de permanecer en él hasta que el agua se convirtió en templada, me sequé, tragué una gragea de un específico para dormir y cogiendo Le cimetière Marín, de Valéry, que por casualidad estaba en la mesilla de noche, me puse a leer hasta quedarme dormido.