He de interrumpirme aquí para aclarar que no trato de dar nada semejante a una descripción del sistema filosófico de los Vedas. Carezco para ello de los conocimientos precisos, y aunque los poseyera no sería éste lugar adecuado para hacer tal cosa. Fue muy larga nuestra conversación, y Larry me dijo mucho más de lo que he considerado discreto narrar en lo que, al fin y al cabo, pretende ser una novela. Mi preocupación es Larry. Ni siquiera hubiera aludido a tan intrincado asunto a no ser porque si un somero guión de sus meditaciones y de las singulares experiencias que conoció, quizá consecuencias de sus estudios, no podría prestar verosimilitud a la decisión que Larry había de adoptar, y acerca de la cual hablaré al lector más adelante. Me desazona y aburre que no puedan mis palabras dar una idea ni siquiera aproximada de la belleza de su voz, la cual prestaba hasta a sus más anodinas frases gran poder disuasorio, ni indicar el perpetuo cambio de su acento, ora grave, ora deliberadamente jocoso, unas veces pensativo y otras jovial, variaciones que acompañaban sus pensamientos como el murmullo del piano cuando los violines, en fluida y vasta ola, cantan los varios temas de un concierto para piano y orquesta. Aunque hablaba de cosas serias, los hacía con naturalidad, en tono corriente, quizá con ligera timidez, pero sin más violencia que si estuviera hablando del tiempo y las cosechas. Si he dado la impresión de que había el más vago matiz didáctico en sus palabras, mía es la culpa. Su modestia era tan evidente como su sinceridad.
Ya no quedaban en el café más que unas cuantas personas. Los peregrinos del placer ya habían desaparecido. Las míseras criaturas que truecan el amor en mercadería volvieron a sus sórdidos escondrijos. De vez en cuando entraba un hombre de aspecto cansado que tomaba una cerveza y un emparedado, o alguno medio dormido que pedía café. Obreros de cuello planchado. El uno estuvo de servicio nocturno y regresaba a casa; el otro, perturbado su sueño por un despertador, se dirigía de mala gana hacia la larga jornada de trabajo que le aguardaba. Larry no parecía darse cuenta de la hora ni del lugar. Durante el curso de mi vida me he encontrado en muchas situaciones extrañas. Más de una vez me he visto en peligro inmediato de muerte violenta. Más de una vez he tocado con las manos lo novelesco y aun lo he vivido. He cabalgado en un caballito a través del Asia Central, siguiendo el camino que tomó Marco Polo para llegar al fabuloso país de Catay; he bebido un vaso de té ruso en una convencional salita de Petrogrado mientras un hombrecillo de voz acariciadora, vestido con una chaqueta negra y pantalones rayados, me contaba cómo asesinó a un gran duque; he estado en una sala de Londres, escuchando la serena genialidad de un trío para piano de Haydn, mientras en la calle retumbaba el estrépito tonante de las bombas de aviación; pero no creo que me haya encontrado jamás en tan peregrina situación como cuando estuve sentado en el diván de rojo terciopelo en aquel rutilante café, hora tras hora, mientras Larry hablaba de Dios, de la Eternidad, de lo Absoluto y del agotador revolver de la rueda de infinitos renacimientos.