El camarero que nos había servido iba a ser relevado, y nos presentó la cuenta para no perder la propina. Pagamos y pedimos café.
—¿Bien? —dije.
Comprendí que Larry se encontraba dispuesto a hablar, y yo desde luego me encontraba de humor para escucharle.
—¿No te estoy aburriendo?
—No.
—Bueno, pues llegamos a Bombay. El barco iba a hacer allí una escala de tres días para dar ocasión a los turistas de ver lo que allí hay que ver y hacer algunas excursiones. El tercer día me dieron permiso y bajé a tierra. Estuve andando al azar algún tiempo, contemplando a la multitud. ¡Qué abigarramiento! Chinos, mahometanos, hindúes, tamiles negros como tu sombrero; y aquellos enormes bueyes jorobados, con larguísimos cuernos, uncidos a las carretas. Entonces me dirigí a Elefanta para ver las cuevas. En Alejandría había embarcado un indio con billete para Bombay, a quien los turistas habían rehuido durante la travesía. Era achaparrado, de cara bronceada y redonda, y llevaba un traje de gruesa tela a cuadritos negros y verdes y cuello planchado de pastor. Una noche en que estaba yo tomando el aire en sobrecubierta se me acercó y habló. No tenía yo ganas de conversación, sino de estar a solas; me hizo bastantes preguntas, y mucho me temo haberme mostrado desabrido. Le dije que era estudiante y que volvía a América como camarero para ahorrarme el pasaje.
»—Debiera usted detenerse en la India —me dijo—. Oriente podría enseñar a Occidente mucho más de lo que Occidente puede suponer.
»—¿Sí? —le dije.
»—En cualquier caso —continuó—, no deje de visitar las cuevas de Elefanta. No se arrepentirá. —Larry se interrumpió para hacerme una pregunta—. ¿Has estado en la India?
—Nunca.
—Bueno, pues yo estaba contemplando la colosal imagen tricéfala, que es la principal atracción de Elefanta, y preguntándome cuál sería el significado de todo aquello, cuando oí que alguien decía a mi espalda: «Ya veo que ha seguido usted mi consejo». Me volví, y tardé más de un minuto en identificar a quien me había hablado. Era el hombrecillo del grueso traje a cuadros y del cuello cerrado, pero en aquel instante vestía una larga túnica azafranada, que es, según luego supe, el hábito de los Swamis de Ramakrishna, y en lugar de presentárseme aquel cómico y casi tartamudo hombrecillo le vi poseído de gran dignidad y elegancia espléndida. Miramos ambos el colosal busto.
»—Brahma, el Creador —dijo—; Vichnú, el Conservador, y Siva, el destructor. Las tres manifestaciones de la Suprema Realidad.
»—No lo entiendo bien —dije.
»—No me sorprende —replicó él, con una ligera sonrisa en los labios y brillantes los ojos, como si estuviera burlándose amablemente de mí—. ¿Quién es capaz de explicar con palabras lo infinito?
»Juntó las manos por las palmas y con una inclinación de cabeza apenas esbozada se alejó. Yo me quedé mirando aquellas tres cabezas misteriosas. Tal vez por encontrarme yo en especial estado de ánimo me sentía profundamente impresionado. Ya sabes que algunas veces, cuando se trata de recordar un nombre, lo tiene uno en la punta de la lengua, pero no da con él. Algo así experimenté. Cuando salí de las cuevas permanecí largo rato sentado en los escalones, mirando hacia el mar. Todo lo que sabía yo del brahmanismo eran aquellos versos de Emerson, y traté de recordarlos. Me exasperó no conseguirlo, y cuando volví a Bombay entré en una librería, para ver si encontraba un tomo de poesías que los contuviera. Están en el Libro de versos ingleses de Oxford. ¿Te acuerdas de ellos?
Yerran aquellos que de mí prescinden;
cuando vuelan de mí, las soy;
soy el que duda y también su duda
y soy el himno que el brahmán entona.
Cené en una casa de comidas indígena, y luego, como no tenía que volver a bordo hasta las diez, comencé a pasear por el Maidán, contemplando el mar. Me pareció no haber visto jamás tantas estrellas en el cielo. El fresco resultaba delicioso después del calor del día. Estaba muy oscuro, y figuras blancas cruzaban silenciosamente ante mis ojos. Aquél día maravilloso de sol esplendente, las multitudes bulliciosas y abigarradas, el perfume de Oriente, acre y aromático, me encantaron. Y en medio de todo veía, como una brillante nota de color que un pintor pone en su cuadro para unir su composición, aquellas tres inmensas cabezas de Brahma, Vichnú y Siva, que todo lo bañaban en un significado misterioso. Comenzó a latirme el corazón, porque me di cuenta de una intensa convicción de que la India tenía algo que ofrecerme, de lo cual no podía prescindir. Me pareció que se me ofrecía una oportunidad y que tenía que aceptarla en aquel instante, pues nunca más me sería brindada. Pronto me decidí. Determiné no volver al barco. Nada me había dejado en él, excepto unas cosas en una maleta. Fui andando lentamente hacia el barrio indígena y busqué un hotel. Acabé por encontrar uno y tomé una habitación. No tenía más ropa que la puesta, algo de dinero cambiado, mi pasaporte y mi carta de crédito. Me encontré tan libre que solté una carcajada.
»El barco zarpaba a las once, y para no correr riesgos en vano me quedé en mi habitación hasta esa hora. Entonces fui a la Misión de Ramakrishna y busqué el Swami que me había hablado en Elefanta. No sabía su nombre, pero expliqué que deseaba hablar con el Swami recién llegado de Alejandría. Le dije que había decidido quedarme en la India y le pregunté que debía hacer. Fue larga nuestra conversación, y terminó por decirme que aquella noche saldría él para Benarés y que si me gustaría acompañarle. Acepté sin vacilar. Fuimos en tercera. El departamento iba atestado de gentes que comían, bebían y charlaban, y el calor era espantoso. No pegué los ojos aquella noche, y a la mañana siguiente me encontraba bastante cansado, pero el Swatni estaba como si tal cosa. Le pregunté el motivo y me respondió: “Porque he estado meditando sobre lo informe; he hallado descanso en lo Absoluto”. No supe qué pensar, pero lo que mis propios ojos me mostraban era que el hombre se encontraba tan alerta y despierto como si hubiera disfrutado de una noche de sueño reparador en una buena cama.
»Cuando llegamos por fin a Benarés, un muchacho de mi edad salió a esperar a mi acompañante, y el Swatni le pidió que me buscara alojamiento. Se llamaba Mahendra y era profesor en la Universidad. Era un hombre simpático, amable e inteligente, y parece que yo fui tan de su agrado como él lo fue del mío. Aquélla noche me llevó a dar un paseo en una barca por el Ganges. Me impresionó la belleza de lo que vi; la ciudad llegaba populosa hasta la misma orilla; pero a la mañana siguiente me mostré algo mejor, pues acudió al hotel antes de que amaneciera y volvió a llevarme al río. Y vi miles y más miles de personas tomando su baño lustral. Vi a un hombre delgadísimo y muy alto con una inmensa y enmarañada cabellera y una vasta y descuidada barba, sin otra cosa que cubriera su desnudez que un cinto del que pendía un colgante; aquel hombre, de pie, con los largos brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás rezaba a grandes voces al sol naciente. No puedo decirte la impresión que me hizo. Seis meses permanecí en Benarés, y una y otra vez fui al Ganges al amanecer para ver el extraño espectáculo. Nunca me acostumbré a su maravilla. Aquéllas gentes creían, pero no con tibieza ni reservas o con desasosegadoras dudas, sino con todo su ser.
»Todos se mostraban muy amables conmigo. Así que descubrieron que no había ido para cazar tigres ni para vender o comprar algo, sino sencillamente con objeto de aprender, hicieron todo cuanto pudieron para ayudarme. Les agradó verme dispuesto a estudiar su idioma, y me buscaron maestro y me prestaron libros. Jamás se cansaron de mis preguntas. ¿Sabes algo de filosofía india?
—Muy poco —respondí.
—Hubiera creído que te interesaría. ¿Hay algo más asombroso que la concepción según la cual el universo no tiene principio ni fin, sino que pasa eternamente de un estado de desarrollo a otro de equilibrio, y desde éste a uno de decadencia, y de éste a la disolución y de la disolución al desarrollo, y así sucesivamente, por toda la eternidad?
—¿Y cuál creen ellos que es el objeto de esa sempiterna repetición?
—Creo que te contestarían que tal es la naturaleza de lo Absoluto. Es que ellos creen que el propósito de la creación es servir de etapa de castigo o premio por los actos del alma en existencias anteriores.
—Lo cual presupone la creencia en la transmigración de las almas.
—Ésa creencia la tienen las dos terceras partes del género humano.
—El hecho de que un gran número de personas crean algo no es demostración de su verdad.
—Conformes; pero por lo menos hace que merezca tal creencia ser tenida en consideración. El cristianismo absorbió tanto de las teorías neoplatónicas, que bien pudo adoptar también eso; tanto es así que existió una primitiva secta cristiana que creía en ello, pero fue declarada heterodoxa. A no ser por eso los cristianos creerían en ello tan confiadamente como creen en la resurrección de Cristo.
—¿Estoy en lo cierto al suponer que lo que significa es que el alma pasa de un cuerpo a otro cuerpo, relacionadas con el mérito o los defectos de obras anteriores?
—Creo que sí.
—Pero, escucha, yo no soy únicamente mi espíritu, sino mi cuerpo también, y ¿quién podrá determinar qué proporción de mi personalidad individual está condicionada por el accidente de mi cuerpo? ¿Hubiera Byron sido Byron sin su cojera? ¿O Dostoievski el mismo sin su epilepsia?
—Los indios no lo llamarían accidentes. Responderían que son tus actos en vidas anteriores los que determinan que tu alma habite un cuerpo imperfecto. —Larry tabaleó distraídamente sobre la mesa y dejó vagar su mirada por el vacío perdido en sus pensamientos. Luego, con una ligera sonrisa en los labios y una expresión pensativa en sus ojos, continuó—: ¿Se te ha ocurrido que la transmigración es al mismo tiempo una explicación y una justificación de la existencia del Mal en el mundo? Si los males que sufrimos son consecuencia de pecados cometidos en otras vidas, resulta fácil soportarlos con resignación, y podemos esperar que si durante la actual existencia nos esforzamos en alcanzar la virtud, nuestras vidas futuras sean menos desgraciadas. Pero soportar nuestras desgracias es relativamente fácil en cualquier caso, y para ello únicamente se necesita algo de entereza; lo que es intolerable son las desgracias, con frecuencia aparentemente tan inmerecidas, que caen sobre los demás. Si logras persuadirte de que no es más que el resultado del pasado, puedes sentir piedad, puedes hacer lo que en tu mano esté para consolar, y debes hacerlo, pero no tendrás ningún motivo para indignarte.
—¿Pero por qué no creó Dios en un principio un mundo libre de sufrimientos y de miseria, cuando aún no existían actos meritorios o condenables que determinaran la conducta del individuo?
—Los indios te contestarían a eso que no hubo nunca principio. El alma individual, coetánea del Universo, ha existido durante toda la eternidad y debe su naturaleza a una existencia anterior.
—¿Y tiene la creencia en la transmigración de las almas algún efecto sobre la vidas de quienes creen en ellas? Después de todo, ésa es la prueba importante.
—Creo que sí lo tiene. Puedo hablarte de un hombre a quien conocí personalmente, sobre cuya vida ciertamente tuvo un efecto rápido. Durante los dos o tres primeros años que pasé en la India viví por lo general en hosterías indígenas, pero algunas veces alguien me convidaba a su casa, y un par de veces viví de manera fastuosa como huésped de un maharajá. Una vez, por mediación de uno de mis amigos de Benarés, me invitaron a pasar una temporada en uno de los pequeños Estados del Norte. La capital era encantadora, «una ciudad rosirroja, sólo más joven que el Tiempo». Fui recomendado al ministro de Asuntos Económicos. Se había educado en Europa y cursó estudios en Oxford. Cuando se hablaba con él daba la impresión de ser un hombre moderno, inteligente y culto; y tenía fama de ministro competente y de político avisado y astuto. Vestía a la europea y elegantemente. Era un hombre de buen aspecto, demasiado grueso, como suele ocurrirles a los indios al llegar a cierta edad; llevaba bigote cuidadosamente recortado. Me invitó con frecuencia a su casa. Tenía un amplio jardín y nos sentábamos a la sombra de sus grandes árboles para conversar. Estaba casado y tenía dos hijos. Le hubieras tomado por un indio bastante corriente, de los que han absorbido la civilización inglesa, y me quedé atónito al averiguar que pasado un año iba a dimitir de su lucrativo puesto, a ceder todos sus bienes a su mujer y a sus hijos y a lanzarse al mundo como mendicante sin hogar. Pero lo más asombroso era que sus amigos y el maharajá aceptaban tal determinación como cosa ya decidida y nada extraordinaria, sino muy natural. Un día le dije: «Usted, tan liberal, tan conocedor del mundo, que tanto ha leído, de ciencias, de filosofía, de literatura, ¿cree usted en el fondo de su ser en la reencarnación?». Y toda su cara cambió. Adquirió la expresión de un vidente y me respondió: «Mi querido amigo, si no creyese en ella, la vida carecería para mí de significado».
—Y ¿tú crees en ella, Larry? —le pregunté.
—Eso es muy difícil de contestar. Opino que los occidentales no podemos creer en ella de manera tan absoluta como los orientales. Ellos lo llevan en la sangre y en los huesos. Yo no creo en ella ni dejo de creer.
Hizo una pausa, y descansando la cara sobre una mano miró la mesa. Luego se echó hacia atrás.
—Voy a contarte una cosa muy rara que me pasó una vez. Estaba meditando en mi tabuco del Ashrama, como mis amigos indios me habían enseñado. Tenía una vela encendida y estaba concentrando la atención sobre su llama, cuando al cabo de un rato, a través de la llama, pero con toda claridad, vi una larga hilera de personas, una detrás de otra. La primera era una anciana con una cofia de encajes y rizos grises que le colgaban por encima de las orejas. Llevaba un corpino ceñido y una falda de seda negra con volantes, la ropa que creo que se usó allá por el año mil ochocientos setenta y tantos, y estaba completamente de cara a mí, en una actitud graciosa y tímida, caídos los brazos a lo largo del cuerpo, con las manos abiertas y las palmas vueltas hacia mí. La expresión de su cara, cruzada de arrugas, era bondadosa, dulcísima y amable. Inmediatamente detrás de ella, pero vuelto de tal manera que vi su perfil, con una gran nariz aguileña y gruesos labios, vi a un judío alto y demacrado, con un ropón amarillo y un solideo del mismo color en su cabeza, de espeso pelo negro. Tenía el aspecto estudioso de un erudito y un aire de hosca y al mismo tiempo apasionada austeridad. Más allá, dándome la cara, y tan claro a mis ojos como si nada hubiera entre él y yo, vi a un muchacho de rostro jocundo y arrebolado, que no podía ser más que un inglés del siglo XVI. Estaba bien plantado sobre los pies, con las piernas algo entreabiertas, y tenía un aire de descarada e insolente audacia. Toda su ropa era roja y de cortesana riqueza, y llevaba zapatos de terciopelo con punteras anchas y una gorra de terciopelo en la cabeza. Detrás de estos tres había una interminable cadena de personas, como la cola de la taquilla de un cine, pero todos borrosos, y no pude percibir su aspecto. Únicamente veía sus bultos confusos y el movimiento que los agitaba, parecido al que se observa en un trigal acariciado por las brisas veraniegas. Pasado un rato, no sé si un minuto, o cinco, o diez, todos se desvanecieron en la oscuridad de la noche y nada quedó sino la sosegada llama de la vela.
Larry sonrió ligeramente.
—Naturalmente, quizá fuera que me quedara dormido y soñara. O tal vez mi concentración sobre aquella débil llama me produjera una especie de sueño hipnótico y aquellas tres visiones no fueran más que recuerdos conservados en mi subconsciente. Pero también puede ser que fuera yo mismo en vidas anteriores. Quizá no ha mucho tiempo fuera una vieja de Nueva Inglaterra, y anteriormente un judío levantino, y aun en época más antigua, poco tiempo antes de que Sebastián Cabot zarpara de Bristol, un petimetre, cortesano de Enrique, príncipe de Gales.
—¿Qué fue de tu amigo, el de la ciudad rosirroja?
—Dos años más tarde me encontraba en el Sur, en un lugar llamado Madura. Una noche, en el templo, alguien me tocó en el brazo. Volví la cabeza y vi a un hombre barbudo y desgreñado, sin más ropa que un lienzo a la cintura, con un báculo y el cuenco de limosnas de los santones. No le reconocí hasta que me habló. Era mi amigo. Me quedé tan atónito que no supe qué decir. Me preguntó qué hacía y se lo dije. Luego me preguntó que adónde me dirigía, y le respondí que a Travancore, a lo que él dijo que fuera a visitar a Shri Ganesha. «Él le dirá a usted lo que anda buscando», me dijo. Le pedí que me hablara más acerca de él, pero se sonrió y contestó que cuando le viera sabría todo lo que me era necesario saber de él. Para entonces ya había logrado reponerme de mi sorpresa y le pregunté qué hacía en Madura. Estaba haciendo una peregrinación a pie por todos los lugares sagrados de la India. Le pregunté qué comía y en dónde dormía, y me replicó que cuando alguien le ofrecía alojamiento dormía en las galerías de las casas, y las demás veces, o debajo de un árbol o en el atrio de un templo; en cuanto a la comida, si le ofrecían alimento, lo tomaba, y si no se lo ofrecían se pasaba sin comer. Le miré y le dije: «Está usted más delgado». Y él se echó a reír y comentó que se encontraba mucho mejor. Luego se despidió de mí, y no tienes idea de lo raro que me resultó oír decir a aquel mendigo medio desnudo, con acento de estudiante de Oxford: «Bueno, muchacho, hasta la vista». Se alejó de mí, dirigiéndose directamente a una parte del templo a la cual no podía yo seguirle.
»Permanecí bastante tiempo en Madura. Creo que es el único templo de la India en el que un hombre blanco puede andar libremente de un lado a otro, siempre que se abstenga de penetrar en el sanctasanctórum. Por la noche estaba siempre atestado de gente, hombre, mujeres y niños. Los hombres, con el torso desnudo, vestían dhotis y llevaban la frente, y a menudo el pecho y los brazos, densamente embadurnados con la ceniza blanca de excremento quemado de vaca. Se inclinaban aquí y allá, y algunas veces de bruces, y cuan largos eran, en la postura ritual de postración. Rezaban y salmodiaban letanías. Se hablaban, se gritaban, disputaban y se peleaban apasionadamente. El ruido era tremendo, y, sin embargo, no sé qué extraño fenómeno daba la impresión de que Dios estaba cerca y vivo.
»Se pasa por largas naves, soportados los techos por columnas esculpidas, al pie de cada una de las cuales hay un mendigo. Éstos tienen ante sí un cuenco para las limosnas o una esterilla, en donde los fieles echan de tarde en tarde una moneda. Algunos van vestidos y otros casi en cueros; unos miran abstraídamente al que pasa, otros leen, ya sea para sí o en alta voz, y parecen completamente inconscientes de la multitud que los rodea. Busqué a mi amigo entre ellos, pero no le volví a ver. Supongo que continuó el camino hacia su meta.
—¿Y cuál es ésta?
—La liberación de la esclavitud de la reencarnación. Según las teorías vedantas, el yo, lo que ellos llaman atman y nosotros alma, es algo aparte del cuerpo y de los sentidos de éste; distinto también de la mente y su inteligencia; no es parte de lo Absoluto, pues éste, por ser infinito, no puede tener partes, sino que es el mismo Absoluto. No ha sido creado; ha existido eternamente, y una vez que haya arrojado de sí los siete velos de la ignorancia volverá al infinito de que surgió. Es como una gota de agua que se evapora del mar, cae en forma de lluvia en un charco, pasa a un regato, llega a un torrente y de allí a un río, atraviesa hondas gargantas y llanos dilatados en curso tortuoso, estorbado su camino por rocas y árboles caídos, hasta que, por fin, llega al mar infinito del que salió.
—Pero esa desgraciada gota de agua, una vez que se ha fundido con el mar no cabe duda que pierde su individualidad.
Se sonrió Larry:
—Puede gustarnos saborear el azúcar, pero no deseamos convertirnos en azúcar. ¿Qué es la individualidad sino la expresión de nuestro egoísmo? Mientras el alma no se ha desprendido hasta de su último vestigio no puede fundirse en uno con el Absoluto.
—Hablas con gran familiaridad de lo Absoluto, Larry, y es una palabra imponente. ¿Qué significa para ti?
—La realidad. No es posible decir lo que es: hemos de limitarnos a expresar lo que no es. Es indefinible. Los indios lo llaman Brahma. No está en ninguna parte y se encuentra en todas. Todas las cosas lo implican y dependen de ello. No es una persona, no es una cosa, no es una causa. Carece de cualidades. Está más allá de lo inmutable y de las mutaciones. Es el todo y la parte, es finito e infinito. Es eterno, porque su integridad y perfección no tienen relación con el tiempo. Es la verdad y la libertad.
—¡Caray! —dije para mí; luego a Larry—: ¿Pero cómo puede un concepto puramente intelectual servir de consuelo a la atormentada raza humana? El hombre siempre ha ansiado un Dios personal a quien acudir en su desgracia en busca de ánimos y confortación.
—Quizás en un día aún lejanísimo una más clara visión le mostrará que debe buscar ánimos y confortación en la propia alma. Personalmente, creo que la necesidad de adorar no es más que un vestigio de remotos recuerdos de dioses crueles que tenían que ser propiciados. Creo que, o Dios está dentro de mí o no está en lugar alguno. Si eso es así, ¿a quién he de adorar?, ¿a mí mismo? Cada hombre se encuentra en un nivel distinto de desarrollo espiritual, y esto ha llevado a la imaginación india a desarrollar las manifestaciones de lo Absoluto que son conocidas con el nombre de Brahma, Vichnú, Siva y otras cien designaciones. Lo Absoluto se halla en Isvara, el creador y regulador del mundo, y en el humilde fetiche ante el cual el labriego, en medio de su tierra calcinada por el sol, coloca el ofrecimiento de una flor. Los múltiples dioses de la India no son más que medios que conducen a la comprensión de que el yo es uno con el Yo supremo.
Miré a Larry pensativamente.
—¿Qué te atraería hacia esa austera fe?
Larry sonrió y dijo:
—Sería largo de explicar.