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Iba haciéndose tarde. La gente se había ido en su mayoría y ya tan sólo se veían ocupadas unas cuantas mesas. Todos los que antes estaban allí sentados por no tener nada mejor que hacer habían desaparecido. Los llegados de un cine o de un teatro para tomar algo antes de acostarse también se habían ido. De tarde en tarde llegaba algún rezagado. Vi a un hombre de gran estatura, sin duda un inglés, entrar acompañado de un muchacho de aspecto rufianesco. Tenía el rostro alargado y feble y el pelo ralo y ondulado de los intelectuales británicos, y padecía evidentemente el error común a muchos de que nadie puede reconocer a quien se encuentra en el extranjero. El muchacho comenzó a comer glotonamente de un copioso plato de emparedados mientras su acompañante le contemplaba con expresión de divertida benevolencia. ¡Qué apetito! Vi a un sujeto a quien conocía de vista, por ir al mismo barbero que me servía en Niza. Era grueso, entrado en años, de pelo gris, con el rostro abotagado y rojo y grandes bolsas debajo de los ojos. Se trataba de un banquero del Oeste Central, que abandonó su ciudad natal después de la catástrofe económica por no querer asistir a las investigaciones. No sé si era responsable de algún acto delictivo; si lo había cometido, quizá se tratase de un pez demasiado pequeño para compensar a las autoridades la molestia de pedir su extradición. Aunque de pomposos ademanes y poseedor de la falsa cordialidad de los politicastros, su mirada era temerosa y desgraciada. Nunca estaba completamente borracho ni completamente sereno. Siempre se le veía acompañado por alguna prostituta, evidentemente atareada en sacarle todo lo posible, y en aquel momento estaban con él dos mujeres nada jóvenes y muy pintadas, que le trataban con no disimulada zumba, mientras él, que sólo a medias comprendía lo que decían, reía estúpidamente. ¡La vida alegre! Me pregunté si no le hubiera valido más quedarse en su ciudad natal y afrontar las consecuencias. Un buen día terminaría por verse estrujado del último centavo por sus hetairas, y nada le quedaría sino el río o una dosis mortífera de veronal.

Entre las dos y las tres de la madrugada aumentó algo la afluencia de público, y supuse que los cabarets estaban cerrando sus puertas. No lejos de nosotros, dos mujeres, gordas y sombrías, apretadas sus carnes por prendas varoniles y sentada la una junto a la obra, bebían whisky con soda en medio de un adusto silencio. Apareció un grupo de gente vestida de etiqueta, seres a quienes llaman los franceses gens du monde, llegados sin duda alguna de una peregrinación de los lugares de diversión en busca de cena antes de retirarse a sus casas. Llegaron y se fueron. Había despertado mi curiosidad cierto hombrecillo, modosamente vestido, que llevaba más de una hora, con un vaso de cerveza delante, leyendo el periódico. Tenía atildada barbita negra y usaba lentes. Por fin, entró una mujer y se sentó junto a él. El hombre la saludó con una seca inclinación de cabeza, y supuse que estaba molesto por la larga espera. Era ella joven e iba mal vestida, aunque muy pintada, y observé su aspecto, de extremado cansancio. Al poco rato vi que sacaba algo de su bolso y que se lo daba al hombre. Dinero. Lo miró él, y se le ensombreció el semblante. Habló entonces, y aunque no podía yo oír sus palabras comprendí por la cara de la mujer que eran denuestos lo que pronunciaba. De pronto, el hombre se inclinó hacia ella y le dio una sonora bofetada. Ella dio un grito y comenzó a llorar. Atraído el encargado por el ruido, se acercó para ver lo qué ocurría, y me pareció que estaba diciéndoles que si no sabían conducirse decentemente que se fueran de allí. La muchacha se volvió contra él, y en voz chillona, lo que a todos nos permitió escuchar sus frases, le dijo con viles palabras que se metiera en lo que le importaba.

—Si me ha pegado, es porque me lo he merecido —gritó.

¡Las mujeres! Siempre había yo supuesto que para vivir de las ganancias deshonestas de una mujer era preciso ser mozo, garrido y jayán, de aspecto incitante y diestro en el manejo de la pistola o el cuchillo; resultaba asombroso que tan enteca personilla, con aspecto de pasante de abogado, pudiera ganarse la vida ejerciendo una profesión en la que la competencia es tan enconada.