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—El resto de aquel invierno lo pasé en París. No sabía nada de ciencia y me pareció que ya era hora de adquirir algunos conocimientos, más o menos elementales, sobre el asunto. Leí mucho. Creo que no aprendí nada, salvo que mi ignorancia era profunda. Pero eso no me cogía de nuevas. Cuando llegó la primavera me fui al campo y pasé una temporada en un hotelito junto a un río, cerca de una de esas bellísimas ciudades antiguas de Francia, donde la vida no parece haberse movido desde hace doscientos años.

Supuse que fue éste el verano que Larry pasó con Suzanne Rouvier, pero no le interrumpí.

—Luego fui a España. Quería ver los cuadros de Velázquez y de El Greco. Me pregunté si podría el Arte mostrarme el camino que la Religión no pudo indicarme. Estuve vagando por España hasta llegar a Sevilla. Me gustó, y decidí pasar allí el invierno.

También yo estuve en Sevilla cuando tenía veintitrés años y también la hallé de mi gusto. Me gustaron sus calles blancas y tortuosas, su catedral y la dilatada vega del Guadalquivir; también me gustaron aquellas muchachas andaluzas, graciosas y alegres, de relucientes ojos oscuros, con un clavel en el pelo que subrayaba la negrura de éste y resultaba, por contraste, de más vivido color; me gustó la rica tonalidad de su cutis y la incitante sensualidad de sus labios. Entonces, a la verdad, ser joven era gozo celestial. Cuando Larry fue allá tenía pocos años más que yo, y no pude dejar de preguntarme si habría permanecido indiferente a la magia de aquellos seres encantadores.

Él se encargó de responder a mi pregunta no formulada:

—Allí me encontré con un pintor francés que había conocido en París, un tal Auguste Cottet, de quien había sido amiga Suzanne Rouvier. Había ido a Sevilla para pintar y estaba viviendo con una muchacha que había conocido allí. Una noche me dijo que los acompañara a Eritaña para oír a un cantador de flamenco, y llevaron a una amiga de la muchacha. Era la cosa más bonita del mundo. Tenía dieciocho años. Había tenido un desliz con un muchacho y se vio obligada a irse de su pueblo, pues iba a tener un niño. El muchacho estaba cumpliendo su servicio militar. Cuando dio a luz, buscó un ama para la criatura y se colocó en la «Fábrica de Tabacos». Me la llevé a casa conmigo. Era muy alegre y dulce de carácter, y cuando pasaron unos días le dije que si quería irse a vivir conmigo. Me respondió que sí y tomamos un par de habitaciones en una casa de huéspedes, una alcoba y una salita. Le dije que podía dejar su empleo, pero no quiso, lo cual me vino bien, pues así me dejaba libre la mayor parte del día. Nos dejaban usar la cocina y en ella solía prepararme el desayuno antes de ir a trabajar, y cuando volvía a mediodía guisaba la comida. Por la noche cenábamos en un café y luego íbamos a un cine o algún sitio para bailar. Me creía algo desequilibrado, porque yo tenía un baño de goma y me empeñaba en lavarme con agua fría y una esponja todas las mañanas. Tenía a su hijo en un pueblo a pocos kilómetros de Sevilla, y los domingos íbamos a verle. No me ocultó nunca que estaba viviendo conmigo con miras a reunir el dinero suficiente para amueblar un cuarto en una casa de vecinos, el cual pensaba alquilar tan pronto como su novio fuera licenciado. Era una criatura deliciosa, y estoy seguro de que su Paco la encontraría esposa excelente. Era alegre, tenía buen genio y era cariñosa. Para ella lo que se llama delicadamente ayuntamiento carnal era una función del cuerpo como otra cualquiera. Hallaba gusto en ella y le encantaba dar placer. Claro es que no era más que un animalito simpático, bonito y bien domesticado.

»Una noche me dijo que había tenido carta de Paco desde Marruecos, donde estaba prestando sus servicios, diciéndole que le licenciaban y que llegaría a Cádiz pasados dos días. A la mañana siguiente hizo su equipaje, metió su dinero en una media y yo mismo la acompañé a la estación. Cuando iba a subir al tren me dio un sonoro beso, pero se encontraba demasiado excitada por ir a reunirse con su amor para pensar en mí, y estoy seguro de que antes de que el tren saliera de la estación ya no se acordaba de mi existencia.

»Seguí en Sevilla, y aquel otoño emprendí el viaje que había de conducirme a la India.