3

Me encontré con Larry por casualidad. Le había preguntado a Isabel acerca de su paradero, y ella me dijo que desde que volvieron de La Baule apenas le habían visto. Isabel y Gray habían hecho buena cantidad de amigos para esa fecha, gente de su edad, y estaban más ocupados que durante las agradables semanas cuando los cuatro nos vimos con tanta frecuencia. Una noche fui al «Théâtre Français» para ver Berenice. Ya la había leído, pero nunca la había visto representada, y como suelen ponerla en escena raras veces, no quise desaprovechar la oportunidad. No es de las mejores obras de Racine, pues el asunto es demasiado tenue para llenar cinco actos, pero es conmovedora y tiene escenas muy merecidamente famosas. El asunto está sacado de un breve pasaje de Tácito. Tito, enamorado apasionadamente de Berenice, reina de Palestina, a quien se supone que ha solicitado en matrimonio, la envía por razones de Estado a Roma durante los primeros días de su reinado, a pesar de sus deseos y de los de la reina. El motivo es que el Senado y el pueblo de Roma se oponen violentamente al matrimonio de su emperador con una reina extranjera. La obra trata de la lucha entablada en el corazón de Tito entre el amor y el deber, y cuando vacila, es Berenice quien, ya convencida del amor de Tito, acaba por ayudarle en su propósito, separándose de su amador para siempre.

Supongo que únicamente un francés puede apreciar por completo la gracia y la grandiosidad de Racine y la música de sus versos, pero hasta un extranjero, una vez que se ha habituado a la protocolaria formalidad del estilo, se emociona ante la apasionada ternura y la nobleza de los sentimientos del gran autor. Racine sabía, como pocos lo han sabido, todo el valor dramático que la humana voz puede tener. Al menos para mí, la cadencia de sus melifluos versos alejandrinos son satisfactorio sucedáneo de la trama, y encuentro los largos discursos, escritos con habilidad infinita para acabar en el esperado desenlace, tan emocionantes como cualquier sobrecogedora aventura vista en el cine.

Hubo un descanso después del tercer acto y salí a fumar un cigarrillo al foyer, que preside el Voltaire de Houdon con su sonrisa desdentada y sarcástica. Alguien me tocó en un hombro. Me volví mohíno, pues quería permanecer a solas con la exaltación que en mí habían provocado aquellas sonoras estrofas, y vi a Larry. Me alegré de encontrarme con él, como siempre. Ya hacía un año desde que le eché la vista encima por última vez, y le propuse que, terminada la representación, nos reuniéramos para tomar juntos una cerveza. Larry me respondió que tenía hambre, pues no había cenado, y me invitó a acompañarle a Montmartre. Nos encontramos al final de la obra y salimos juntos a la calle. La atmósfera del «Théâtre Francais» suele estar cargada de manera que le es peculiar. Está impregnada del olor de innúmeras generaciones de esas mujeres de cara de vinagre y cuerpos sin lavar que son llamadas ouvreuses, quienes os acompañan hasta vuestra localidad y aguardan con gesto exigente vuestra propina. Fue un alivio salir al aire fresco, y como era la noche grata, fuimos andando. Los arcos voltaicos de la Avenue de l’Opera fulgían con tal insolencia que las estrellas del cielo, como si el orgullo les impidiera competir, recataban su brillo en la oscuridad de su distancia infinita. Según andábamos, fuimos hablando de la representación que acabábamos de presenciar. Larry se mostraba desilusionado. Le hubiera gustado encontrarla más natural, dicho los versos con la sencillez con que la gente habla corrientemente, y desprovistos los gestos de su excesivo artificio teatral. Hallé equivocado tal punto de vista. Aquello era retórica, retórica magnífica, y opinaba yo que había de ser declamada retóricamente. Me gustaba el medido golpear de la rima; y los gestos estilizados, basados en una larga tradición, me parecían singularmente ajustados a aquel arte formal. Dije que me era inevitable pensar que así le hubiera gustado a Racine ver representada su obra y hube de admirar cómo los actores habían logrado mostrarse humanos, apasionados y reales dentro de los límites que los constreñían. El arte triunfa cuando logra usar lo convencional como instrumento de su propósito.

Llegamos a la Avenue de Clichy y entramos en la «Brasserie Graf». Eran poco más de las doce y estaba atestada de gente; pero logramos encontrar una mesa y pedimos huevos fritos con tocino. Le dije a Larry que había visto a Isabel.

—A Gray le gustaría volver a América —dijo—. Aquí se encuentra como el pez fuera del agua. No estará contento hasta que empiece a trabajar otra vez. Quizá haga una gran fortuna.

—Si la gana, a ti te lo deberá. No solamente le curaste el cuerpo, sino el espíritu. Le hiciste recobrar la confianza en sí mismo.

—Poco hice yo. Me limité a mostrarle la manera de curarse a sí mismo.

—¿Cómo aprendiste ese «poco»?

—Por casualidad. Fue estando en la India. Llevaba algún tiempo sufriendo de insomnio y se lo dije por casualidad a un viejo yogui al que conocía, y él me dijo que pronto lo remediaría. Me hizo exactamente lo que me viste hacer con Gray, y aquella noche dormí como ya hacía meses que no lograba hacerlo. Como cosa de un año más tarde, estaba en el Himalaya con un amigo indio, y éste se distendió un tobillo. No había ni que pensar en un médico, y mi amigo estaba sufriendo gran dolor. Entonces se me ocurrió ensayar a hacer lo que hizo conmigo el yogui, y me dio resultado. Lo creerás o no lo creerás, pero se le quitó por completo el dolor. —Larry se echó a reír—. Te aseguro que yo fui el primer sorprendido. Pero la cosa no tienen ningún misterio; no hay más que sugerirle la idea al que sufre.

—Eso se dice más fácilmente de lo que se hace.

—¿Te sorprendería que tu brazo se levantase de la mesa por sí solo, sin ningún acto de tu voluntad?

—Mucho.

—Pues se levantará. Cuando volvimos al mundo civilizado, mi amigo contó a la gente lo que yo había hecho y me llevó a otros para que los curara. Me molestaban tales cosas, porque no las entendía, pero ellos insistían. Sea por lo que sea, generalmente se iban aliviados. Pronto descubrí que no solamente podía aliviar el dolor, sino el miedo. Es extraño la cantidad de gente que tiene miedo. No me refiero a la angustia de los espacios cerrados, o al vértigo de las alturas, sino al miedo a la muerte y, lo que es mucho peor, al miedo de la vida. Muy a menudo son personas que parecen gozar de excelente salud, prósperas, sin preocupaciones, y, sin embargo, el miedo las tortura. He pensado algunas veces que es el estado de ánimo más frecuente de los hombres, y hubo un tiempo en que me pregunté si sería debido a algún hondo instinto animal heredado por el hombre de aquel rudimentario algo que fue el primero en sentir la temblorosa emoción vital.

Estaba yo escuchando a Larry con expectación, pues no hablaba frecuentemente de tan larga manera, y porque me daba la sensación de que por una vez se encontraba de humor comunicativo. Acaso la obra que acabábamos de ver había aflojado alguna inhibición y el ritmo de sus sonoras cadencias, como ocurre con la música, había vencido su reserva instintiva. De repente percibí que algo le ocurría a mi mano. No había vuelto a pensar en la pregunta que Larry me hizo medio en broma. Advertí ya que mi mano no descansaba sobre la mesa, sino que estaba como a una pulgada de ella, sin que yo lo hubiera deseado. Me dejó sorprendido. La miré y vi que temblaba ligerísimamente. Sentí un extraño cosquilleo en los nervios del brazo, una pequeña sacudida, y mano y antebrazo se levantaron por sí solos sin que yo, al menos de manera consciente, procurara impedirlo o hacerlo, hasta que ambos estuvieron como a cinco pulgadas de la mesa. Entonces sentí que todo el brazo comenzaba a subir, girando sobre la articulación del hombro.

—Esto es muy extraño —dije.

Larry se rió. Hice un ligerísimo esfuerzo de la voluntad y la mano cayó sobre la mesa.

—No es nada —dijo—. No le des importancia.

—¿Te enseñó esto también el yogui de quien nos hablaste cuando volviste de la India?

—¡Oh, no! No tenía tiempo que perder con estas tonterías. No sé si se creía dotado de los poderes que algunos yoguis dicen poseer, pero desde luego le hubiera parecido pueril ejercitarlos.

Llegaron los huevos, y comenzamos a comer con gran apetito. Nos bebimos la cerveza. Ambos callábamos. Larry estaba pensando en lo que no me dijo; yo pensaba en él. Terminamos. Yo encendí un cigarrillo y él su pipa.

—¿Qué te hizo ir a la India?

—Una casualidad. Al menos así lo creí entonces. Hoy me inclino a creer que fue el resultado inevitable de mis años en Europa. A casi todas las personas que han ejercido más influencia sobre mí parece que las he conocido por casualidad, pero recordando las circunstancias de cada caso, casi resulta inevitable que las conociera. Es algo así como si estuvieran todas aguardando a venir en mi ayuda cuando yo las necesite. Fui a la India porque necesitaba descansar. Había estado trabajando mucho y me hacía falta tiempo para poner mis ideas en orden. Encontré trabajo como camarero en uno de esos barcos de lujo que dan la vuelta al mundo. Iba a Oriente y luego, por el Canal de Panamá, a Nueva York. Llevaba cinco años ausente de América, y ya tenía ganas de volver. Me encontraba deprimido. Ya sabes lo ignorante que era cuando nos encontramos en Chicago hace tantos años. En Europa había leído muy extensamente y había visto bastante, pero no por eso me encontraba más cerca de lo que estaba buscando que cuando empecé.

Quise preguntarle qué era lo que buscaba, pero supuse que se encogería de hombros con una sonrisa, y que me diría que era cosa de poca importancia.

—Pero ¿por qué fuiste de camarero? ¿No tenías dinero?

—Me atraía el experimento. Siempre que he llegado a un punto muerto, espiritualmente hablando; siempre que he asimilado todo lo posible en un momento dado, he encontrado de suma utilidad hacer algo atrevido. El invierno aquel en que Isabel y yo terminamos nuestro noviazgo estuve trabajando seis meses en una mina de carbón en Lens.

Fue en esta coyuntura cuando me narró los incidentes que he relatado en un capítulo anterior.

—¿Te dolió que Isabel te dejara?

Antes de responder estuvo mirándome con aquellos ojos de extraña negrura que más parecían mirar hacia dentro que hacia fuera.

—Sí. Era yo muy joven. Me había hecho a la idea de que nos casaríamos. Ya tenía planeada la vida que haríamos juntos. Y pensaba en ella convencido de que sería muy feliz. —Se rió ligeramente—. Pero si para pelearse hacen falta dos voluntades, para casarse son precisas otras tantas. Jamás se me había ocurrido pensar que la vida que yo le ofrecía a Isabel la aterraba. Si yo hubiera tenido más sentido común no se la habría ofrecido. Ella era demasiado joven y ardiente. No pude culparla. Pero tampoco pude ceder.

Es posible que el lector recuerde que cuando Larry escapó de la granja, luego de su grotesco encuentro con la viuda nuera del granjero, se dirigió a Bonn. Ardía yo en deseos de oírle proseguir su relato, pero no se me ocultaba que tenía que ahorrar la mayor cantidad de preguntas concretas que me fuera posible.

—No he estado nunca en Bonn —dije—. De muchacho pasé algún tiempo estudiando en Heidelberg. Creo que aquélla fue la época más feliz de mi vida.

—A mí me gustó Bonn. Estuve allí un año. Encontré alojamiento en casa de la viuda de un profesor de la Universidad que tenía dos huéspedes. Ella y sus dos hijas, las dos mujeres de cierta edad, guisaban y hacía todo el trabajo de la casa. Mi compañero de hospedaje resultó ser francés, lo que en un principio me desilusionó, pues era mi intención no hablar más que alemán; pero era alsaciano y hablaba alemán, si no con más facilidad que el francés, desde luego con mejor acento. Se vestía como un pastor alemán, y pasados unos días me sorprendió averiguar que era fraile benedictino. Le habían dado permiso para ausentarse de su monasterio con objeto de hacer ciertas investigaciones en la biblioteca de la Universidad. Era un hombre de enorme cultura, pero no lo parecía, como tampoco se ajustaba su aspecto en absoluto a la idea que yo tenía de un fraile. Era alto, fornido, con pelo rojizo, saltones ojos azules y cara roja y redonda. Hombre tímido y reservado, no parecía muy deseoso de tener nada que ver conmigo, aunque se mostraba cortés de manera bastante ceremoniosa y siempre tomaba parte discretamente en la conversación durante las comidas. Únicamente le veía en esas ocasiones, pues en acabando de comer se volvía a trabajar en la biblioteca, y después de cenar se retiraba a su habitación, mientras yo me quedaba en el comedor practicando el alemán con la hija que no estuviera lavando los cacharros en la cocina.

»Una tarde, cuando ya llevaba por allí por lo menos un mes, me sorprendió al preguntarme si me gustaría dar un paseo con él. Me dijo que podría llevarme a lugares de los alrededores que era poco probable que yo encontrara por mí mismo. Soy un buen andarín, pero él hubiera podido agotarme sin cansarse. Aquél primer paseo anduvimos unos veinte kilómetros. Me preguntó que para qué había ido a Bonn, a lo que le contesté que para aprender alemán y algo de literatura alemana. Hablaba con gran discreción. Me dijo que tendría mucho gusto en ayudarme en todo lo que pudiera. Desde aquel día solíamos salir juntos a paseo dos o tres veces todas las semanas. Pronto descubrí que había estado enseñando Filosofía algunos años. Durante mi estancia en París había leído yo algo: Spinoza, Platón y Descartes, pero no había tocado a ninguno de los grandes filósofos alemanes, y le escuchaba de muy buen grado cuando me hablaba de ellos. Un día, durante una excursión que hicimos por la orilla opuesta del Rhin, estábamos sentados en un merendero bebiendo cerveza, cuando me preguntó si era yo protestante.

»—Supongo que sí.

»Me miró rápidamente y me pareció percibir en sus ojos el fulgor momentáneo de una sonrisa. Comenzó a hablar de Esquilo; ya sabes que yo había estado estudiando griego, pero el fraile conocía a los grandes trágicos mucho más a fondo de lo que yo pude soñar nunca llegar a conocerlos. Oírle hablar era inspirador. Me dije qué le habría impulsado a hacerme aquella pregunta. Mi tutor, mi tío Bob Nelson, era agnóstico, pero iba a la iglesia con regularidad porque sus clientes lo esperaban de él, y por el mismo motivo me mandó a mí a la escuela dominical. Martha, nuestra ama de llaves, era muy severa bautista y acostumbraba aterrarme cuando yo era niño hablándome del fuego del infierno al que serían condenados para toda la eternidad los pecadores. Gozaba verdaderamente describiéndome los tormentos que tendrían que soportar las diversas personas a las cuales ella tenía ojeriza por uno u otro motivo.

»Cuando llegó el invierno ya conocía yo muy bien al padre Ensheim. Creo que era un hombre verdaderamente notable. Jamás le vi de mal talante. Era de buen natural, amable, de manga mucho más ancha de lo que yo hubiera esperado y de admirable tolerancia. Su erudición era prodigiosa, y no se le ocultaría mi ignorancia a buen seguro, pero me hablaba como si mis conocimientos fueran iguales que los suyos. Se mostraba muy paciente conmigo. Dijérase que nada deseaba sino serme de alguna utilidad. Un día, no sé por qué, me dio un ataque de lumbago, y Frau Grabau, mi patrona, se empeñó en que me acostara con abundancia de botellas de agua caliente. Al saber el padre Ensheim que estaba yo enfermo fue a verme después de la cena. Excepto por los fuertes dolores que sentía, yo me encontraba perfectamente. Ya sabes lo que son los aficionados a leer; no pueden dejar de mirar con curiosidad cualquier libro que encuentran, y cuando yo dejé al entrar él el libro que estaba leyendo, lo cogió y miró el título. Era un libro acerca de Meister Eckhart, que había encontrado en una librería de lance de la ciudad. Me preguntó por qué lo estaba leyendo, a lo que respondí que últimamente había estado leyendo buen número de obras de misticismo, y le conté lo de Kosti, que había despertado mi interés en tal asunto. Me contempló con sus saltones ojos azules, y vi en ellos algo que solamente puedo describir como una ternura guasona. Experimenté la sensación de que el padre me encontraba ridículo, pero que sentía tanto cariño por mí que no le gustaba menos por eso. Y en cualquier caso nunca me ha importado gran cosa que la gente me crea un poco loco.

»—¿Qué anda usted buscando en esos libros?

»—Si lo supiera —respondí—, al menos me encontraría en camino de dar con ello.

»—¿Se acuerda usted que le pregunté si era protestante? Me respondió que suponía que sí. ¿Qué quiso usted decir con eso?

»—Que fui educado como tal.

»—¿Cree usted en Dios? —me preguntó.

»No me gustan las preguntas de índole personal, y mi primer impulso fue responder que el asunto no le importaba. Pero era tanta la bondad que todo él respiraba, que no me fue imposible ofenderle. No sabía qué decirle. No quería responder que sí y no quería responder que no. Quizá fuera el dolor que sentía lo que me permitió hablarle, o puede que fuera algo en él lo que me animó. Fuera lo que fuera, el caso es que le hablé de todo lo que me concernía con absoluta franqueza.

Hizo Larry una breve pausa, y cuando continuó hablando comprendí que no se dirigía a mí, sino al fraile benedictino. De mí se había olvidado. No sé qué fue lo que en aquel momento ni en aquel lugar le impulsó a hablarme, sin necesidad de que a ello le animara, acerca de lo que su reserva natural ocultó durante tanto tiempo.

—Mi tío Bob era hombre profundamente democrático y me envió al colegio público de Marvin, únicamente más tarde, a fuerza de insistirle Louisa Bradley, cuando yo tenía ya catorce años, me mandó al colegio de St. Paul. No sobresalí en nada, ni en mis estudios ni en los deportes, pero encajé bien allí. Creo que era un muchacho completamente normal. Estaba loco por la aviación. Eran aquéllos los primeros tiempos, y tío Bob estaba tan entusiasmado como yo con eso de poder volar. Conocía a algunos de los aviadores de por aquel entonces, y cuando le dije que quería aprender a volar me contestó que él se cuidaría de arreglarlo. Yo era alto para mi edad, y a los dieciséis años podía pasar por tener dieciocho. Tío Bob me hizo prometer que guardaría el secreto, pues si llegaba a saberse todos arremeterían contra él, por haberme dejado ir, pero la verdad es que él mismo me ayudó a llegar al Canadá y me dio una carta para un conocido suyo, el resultado de todo lo cual fue que a los diecisiete años estaba volando sobre Francia.

»Por entonces los aeroplanos que usábamos eran detestables, y cada vez que subía uno se jugaba la vida. Las alturas que alcanzábamos eran ridículas, si se comparan con las que hoy son normales; pero entonces no se podía volar más alto, y a nosotros todo ello nos parecía maravilloso. Me encantaba volar. No podría describir mis impresiones y sólo sé que me encontraba orgulloso y feliz. Allá arriba me sentía parte de un todo inmenso y bellísimo. No sabía explicármelo, pero comprendía que ya no estaba solo, aunque lo estaba, según volaba a ochocientos metros de altura, sino que yo era de todo aquello. Cuando volaba por encima de las nubes y las veía allá abajo, me encontraba sumido en el infinito. Larry hizo una pausa. Me miraron sus ojos impenetrables desde sus cavernas, pero no sé si me vio.

—Sabía yo que habían muerto centenares de millares de hombres, pero no los había visto. No quería decir gran cosa para mí tal conocimiento. Pero un día vi a un hombre muerto. Aquello me llenó de vergüenza.

—¿De vergüenza?

—De vergüenza, porque aquel muchacho, que tendría tres o cuatro años más que yo, que había tenido tanta energía y tanto valor, que un momento antes rebosaba vitalidad, que tan bueno había sido, ya no era más que carne destrozada que tenía aspecto de jamás haber estado viva.

No dije nada. Había yo visto muertos en mis tiempos de estudiante de Medicina, y muchos más durante la guerra. Lo que me había sorprendido desagradablemente acerca de todos fue siempre su aspecto de cosa insignificante. Eran fantoches que el titiritero había arrojado al montón de la basura.

—Aquella noche no dormí. Lloré. No es que sintiera miedo por mí; lo que sentía era indignación; la maldad que en todo ello descubría me destrozó. Terminó la guerra y volví a casa. Siempre había sentido afición por la mecánica, y si no encontraba trabajo en cuestiones de aviación estaba dispuesto a entrar en una fábrica de automóviles. La herida que había sufrido me obligó a tomarme una temporada de descanso. Al cabo de algún tiempo empezaron a esperar de mí que comenzara a trabajar. Pero yo no podía trabajar en lo que ellos esperaban. Me pareció fútil. Tuve mucho tiempo para pensar y sin cesar me preguntaba a mí mismo cuál era la finalidad de la vida. Después de todo, si estaba vivo, únicamente a la suerte lo debía; y yo quería hacer algo con mi vida, aunque no sabía el qué. Nunca había pensado mucho acerca de Dios, pero entonces comencé a hacerlo. No podía comprender por qué existía la maldad en el mundo. Comprendí que era un ignorante, y como no tuviera a nadie a quien acudir y quería aprender, empecé a leer al azar.

»Cuando dije al padre Ensheim todo esto, me preguntó:

»—Entonces lleva usted leyendo cuatro años. ¿Qué ha sacado usted en limpio?

»—Nada —le respondí.

»Me miró con un aire de tan radiante benignidad que me dejó confuso. No sabía yo lo que había hecho para despertar en él tan fuertes sentimientos. El fraile tabaleó en la mesa, como si estuviera pensando en un problema.

»—Nuestra Santa Iglesia, milenaria y sabia —me dijo—, ha descubierto que si uno se conduce como si tuviera fe, la fe es concedida; que si se reza al sentir una duda, si se reza con sinceridad, la duda desaparece; que si se rinde uno a la belleza de esa liturgia cuya eficacia sobre el espíritu humano la ha probado la experiencia de muchos siglos, la paz desciende sobre el hombre. Dentro de poco tiempo me vuelvo a mi convento. ¿Por qué no viene usted y pasa allí unas cuantas semanas con nosotros? Podrá usted trabajar en el campo con los legos; podrá usted estudiar en nuestra biblioteca. Será una experiencia, no inferior en interés a la adquirida trabajando en una mina de carbón y en una granja alemana.

»—¿Por qué me propone eso?

»—Llevo tres meses observándole. Quizá le conozca yo mejor de lo que usted se conoce. La distancia que le separa de la fe es más pequeña que el espesor de un papel de fumar.

»A eso no respondí nada. Me hizo experimentar una sensación extraña, como si alguien me hubiera cogido el corazón y lo retorciera. Por fin le dije que lo pensaría. Y él cambió la conversación. Durante el resto del tiempo que el padre Ensheim permaneció en Bonn no volvimos a hablar de religión; pero cuando se disponía a partir me dio la dirección de su monasterio y me dijo que, si me decidía a ir, no tenía más que escribirle unas líneas y él lo arreglaría todo. Eché de menos su compañía más de lo que me había figurado. Fueron pasando los meses y ya el verano estaba avanzando. Bonn me gustaba. Allí leí a Goethe, a Schiller, a Heine, a Hölderlin y a Rilke. Pero continuaba sin sacar nada en limpio. Pensaba a menudo en las palabras del padre Ensheim y acabé por aceptar su oferta.

»Fue a esperarme a la estación. El monasterio estaba en Alsacia y sus alrededores eran agradables. El padre Ensheim me presentó al abad, y luego me llevó a la celda que me había sido destinada. Tenía una estrecha cama de hierro, un crucifijo en la pared y estaba amueblada con lo que era estrictamente indispensable: nada más. Sonó la campana de la comida y me dirigí al refectorio. Era una cámara inmensa y abovedada. El abad estaba a la puerta con dos frailes, uno de los cuales sostenía una palangana y el otro una toalla. Según iban entrando los huéspedes, el abad les echaba unas gotas de agua en las manos, como símbolo del lavatorio, secándoselas luego con la toalla que le alargaba uno de los frailes. Había tres invitados además de mí, dos sacerdotes que pasaban por allí y se habían detenido en el monasterio para comer, y un francés, hombre gruñón y de edad, que estaba en retiro.

»El abad y los dos priores, de diferente categoría, se sentaron a la cabecera del comedor, cada uno a una mesa individual; los padres lo hicieron a lo larga de las paredes, y los novicios, los legos y los invitados, a mesas situadas en medio del refectorio. Se rezó la bendición y comenzamos a comer. Un novicio se situó junto a la puerta y comenzó a leer con voz monótona un libro piadoso. Así que acabamos se rezó la acción de gracias. El abad, el padre Ensheim, los convidados y el fraile que los tenía a su cargo pasamos a un cuarto más pequeño en donde nos sirvieron café y allí estuvimos hablando de una porción de asuntos. Luego volví a mi celda.

»Permanecí allí tres meses. Fui muy feliz. Aquélla vida me gustaba. La biblioteca era buena y leí mucho. Ninguno de los frailes procuró influir en mí lo más mínimo. Su educación, su piedad y su desprendimiento de todo lo mundano me impresionaron profundamente. No te creas que llevaban una vida de holganza. Jamás estaban ociosos. Explotaban ellos mismos las tierras del monasterio, y ellos las labraban, en lo que los ayudé, con gran contento por ambas partes. El esplendor de sus servicios religiosos me encantaba, pero el que prefería era el de maitines. Se celebraba a las cuatro de la madrugada. Era profundamente impresionante sentarse en la iglesia, rodeado por la noche, mientras los frailes, recatados en sus hábitos, caladas las capuchas, cantaban con sus recias y varoniles voces el canto llano de la liturgia. La invariable regularidad de aquella vida apaciguada consolaba el ánimo, y a pesar de la gran actividad evidente, y no obstante el ambiente de trabajo intelectual, experimentaba uno allí una duradera sensación de sosiego.

Larry sonrió con ligera melancolía.

—Como Rolla, he venido demasiado tarde a un mundo demasiado viejo. Debí nacer en la Edad Media, cuando la fe se sentía sin pensar sobre ello; en esa época hubiera sabido lo qué hacer y hubiera profesado en la Orden. Pero el don de la fe no me fue concedido. Quería creer, pero no podía hacerlo. Me decían los frailes que Dios creó el mundo para Su gloria. Tal finalidad no me parecía digna. ¿Compuso Beethoven sus sinfonías para su gloria? No lo creo. Creo que las compuso porque la música de su alma exigía ser expresada, y lo único que él procuró fue hacerlas todo lo perfectas que pudo.

—Mi querido Larry —le dije—, creo que más te vale no haber nacido en la Edad Media. No te quepa ninguna duda de que hubieras muerto en la hoguera.

Se sonrió.

—Vamos a ver —dijo—; tú has tenido gran éxito. ¿Te gusta que te alaben por ello?

—Me azora.

—Eso es lo que yo pensaría. Y no podía creer que Dios desease las alabanzas. En el Ejército no nos merecía muy buena opinión el que a fuerza de halagos y adulaciones conseguía del coronel un enchufe. Y me resultaba duro creer que Dios tenga buena opinión de quienes procuran alcanzar la salvación con halagos pertinaces. Ya hubiese imaginado que el culto más grato que podría hacérsele sería obrar todo lo mejor que uno pudiera de acuerdo con sus luces.

»Pero no era eso lo que más me preocupaba. Con lo que no podía reconciliarme era con la obsesión acerca del pecado, la cual, por lo que pude observar, nunca dejaba de ocupar la mente de los frailes. En Aviación conocí a muchos hombres. Naturalmente, se emborrachaban cuando se les presentaba la ocasión, no desaprovechaban ninguna chica que se les ponía al alcance y soltaban obscenidades repelentes; también había entre nosotros uno o dos verdaderamente lamentables. Uno fue detenido por dar cheques falsos, y le mandaron seis meses a la cárcel; realmente la culpa no fue suya por completo: nunca había tenido dinero, y cuando se encontró manejando cantidades con las que jamás había soñado, perdió la cabeza. En París conocí gente malvada, pero por lo general su maldad era heredada y no podían evitarla, o debida a una educación y un ambiente que ellos no habían escogido. No estoy seguro de que no sea la sociedad más culpable de sus crímenes que ellos mismos. Si yo hubiera sido Dios no habría podido decidirme a condenarlos, ni siquiera a los más viles, a la perdición eterna. El padre Ensheim era hombre de ideas amplias; creía que el infierno no era más que verse privado de la presencia de Dios. Pero si este constituye un castigo tan insufrible que merece ser llamado infernal, ¿puede uno imaginarse a un Dios bondadoso que lo inflija?

»Aquéllos santos frailes no me ofrecían respuestas satisfactorias para mi inteligencia ni para mi corazón a las preguntas que me tenían perplejo. No podía quedarme entre ellos. Cuando fui a despedirme del padre Ensheim no me preguntó si había salido beneficiado de mi experiencia en el sentido que el previo. Me miró con bondad indescriptible.

»—Mucho me temo, padre, que se haya llevado usted una desilusión conmigo. Perdóneme.

»—No —respondió—. Es usted un hombre profundamente religioso que no cree en Dios. Dios le buscará. Volverá usted. Si ha de volver aquí, o si hallará a Dios en algún otro lugar, sólo Dios puede saberlo.