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Aquel otoño, unos dos meses después de morir Elliott, estuve una semana en París, camino de Inglaterra. Isabel y Gray, al volver de su melancólico viaje a Italia, regresaron a Bretaña, pero ya estaban de nuevo instalados en la casa de la rue de St. Guillaume. Fue Isabel quien me comunicó los detalles del testamento de Elliott. Dejó cierta cantidad de dinero para misas, que habrían de decirse en la iglesia fundada por él, y otra suma para la conservación del templo. Legó una generosa cantidad al obispo de Niza para obras de caridad. A mí me dejó un equívoco legado: una colección de libros pornográficos del siglo XVIII y un admirable dibujo de Fragonard que representaba a un sátiro y a una ninfa ocupados en algo que suele realizarse en la intimidad. Era demasiado crudo para ser colgado en pared alguna, y nunca he sido capaz de regodearme con la contemplación de lo obsceno a solas. A sus criados les dejó mandas generosas. Cada uno de sus sobrinos heredó diez mil dólares, y el resto de su fortuna lo dejó a Isabel. No me dijo ella a cuánto ascendía, ni yo lo pregunté, pero deduje de su contento que se trataba de una considerable cantidad de dinero.

Ya hacía mucho tiempo, desde que recobró su salud, que Gray tenía impacientes deseos de regresar a América y de empezar a trabajar de nuevo, y aunque Isabel se encontraba muy a gusto en París, la inquietud de su marido la había afectado a ella. Ya llevaba él algún tiempo en negociaciones con sus amigos, pero entre los ofrecimientos que se le habían hecho, el más deseable suponía la inversión de una cantidad considerable de dinero. No lo tenía Gray, mas a la muerte de Elliott, Isabel se encontró en posesión de mucho más del capital preciso, y Gray, con el beneplácito de Isabel, estaba llevando a cabo investigaciones que si daban el resultado apetecido pensaba continuar personalmente, trasladándose a América. Pero antes de que tal cosa fuera posible eran muchas las cosas que había que llevar a cabo. Ya habían llegado a un acuerdo razonable con el fisco francés acerca de los derechos reales de la herencia. Luego tenían que desprenderse de la casa de Antibes y de la de la rue St. Guillaume. Tuvieron que arreglar lo necesario para la venta en subasta, en el «Hotel Drouot», de todos los muebles, cuadros y dibujos de Elliott. Eran éstos de gran valor y parecía conveniente aguardar a la primavera, cuando los grandes coleccionistas se encuentran en París. No pesó a Isabel tener que pasar allí otro invierno; sus hijas hablarían para entonces el francés tan fácilmente como el inglés, y aceptó gustosa la necesidad de que pasaran otro curso en su colegio francés. Habían crecido durante los últimos tres años, y eran unas chiquillas de largas piernas, delgadas y vivarachas, hasta entonces con poca de la belleza de su madre, pero bien educadas y de curiosidad insaciable.

Y nada más tengo que decir sobre esos asuntos.