Un par de días más tarde, cuando fui a ver a Elliott, le encontré resplandeciente.
—¡Mira! ¡La invitación! Me ha llegado esta mañana.
Sacó la tarjeta de debajo de la almohada y me la enseñó.
—Lo que te dije —comenté—. Como tu nombre empieza con T, la secretaria no habrá llegado a él hasta ahora.
—Aún no he contestado. Lo haré mañana.
Esto me alarmó durante un momento.
—¿Quieres que lo haga yo por ti? Podría echar la carta al correo al salir de aquí.
—No, ¿a santo de qué? Me considero capaz de contestar a las invitaciones que se me hacen.
Afortunadamente, pensé, la carta la abriría Miss Keith, quien tendría el sentido común de hacerla desaparecer. Elliott llamó al timbre.
—Quiero enseñarte el traje.
—No estarás pensando en ir, Elliott.
—Claro que lo estoy. No me lo he puesto desde el baile de los Beaumont.
Acudió Joseph a la llamada, y Elliott le mandó que llevara el traje. Estaba en una gran caja aplastada, envuelta en papel de seda. Lo formaban largas calzas de seda blanca, abultadas trusas acuchilladas de tisú de oro, con fondo de seda blanca, jubón apropiado al resto, capa, gola, aterciopelada gorra plana y una larga y áurea cadena, de la que pendía la Orden del Toisón de Oro. Comprendí que se trataba de una copia del fastuoso atuendo que luce Felipe II en el retrato de Tiziano que está en el «Museo del Prado», y cuando Elliott me explicó que era exactamente el traje que llevó el conde de Lauria a la boda del rey de España con la reina de Inglaterra, no pude reprimir el pensamiento de que estaba dando rienda suelta a su imaginación.
A la mañana siguiente fue interrumpido mi desayuno por una llamada telefónica. Era Joseph, para decirme que Elliott había tenido otro ataque durante la noche y que el médico, llamado urgentemente, dudaba de que sobreviviese al día. Mandé por el coche y me dirigí a Antibes. Encontré a Elliott sin sentido. Se había negado cabezonamente a tomar una enfermera, pero vi a una allí, enviada por el médico desde el hospital inglés que hay entre Niza y Beaulieu, lo cual me alegró. Volví a salir y telegrafié a Isabel, que estaba veraneando con Gray y las niñas en La Baule, lugar poco costoso de vacaciones. El viaje era largo, y temí que no llegaran a tiempo a Antibes. Exceptuando a sus dos sobrinos, a los que Elliott no había visto hacía muchos años, Isabel era la única familia de Elliott.
Pero la voluntad de vivir era en él tan fuerte, o quizá los medicamentos del galeno fueran tan eficaces, que recobró algo las fuerzas durante el día. Aunque destrozado, simuló valor y se dedicó a divertirse haciendo a la enfermera muy desenfadadas e inconvenientes preguntas acerca de su vida íntima. Permanecí con él casi toda la tarde, y al día siguiente, al volver junto a él, le encontré, aunque muy débil, bastante animado. La enfermera no quiso permitirme que estuviera con él más que un rato. Yo estaba preocupado, pues no había recibido respuesta a mi telegrama. Como desconocía la dirección de Isabel en La Baule, envié el telegrama a París y temí que el portero no lo hubiese retransmitido inmediatamente. No recibí contestación hasta dos días más tarde, en la que me decían que se pondrían inmediatamente en camino. Quiso la mala suerte que Gray e Isabel estuvieran haciendo una excursión en automóvil por Bretaña, y mi telegrama les llegó con retraso. Consulté le guía de ferrocarriles y vi que tardarían por lo menos treinta y seis horas en llegar.
A la mañana siguiente, Joseph volvió a llamarme para decirme que Elliott había pasado la noche muy mal y que estaba preguntando por mí. Fui tan aprisa como pude. Cuando llegué, Joseph me llevó aparte.
—Monsieur me perdonará si le hablo de un asunto delicado —me dijo—. Yo soy, naturalmente, librepensador y creo que todas las religiones no son sino una confabulación de los curas para dominar al pueblo, pero Monsieur sabe lo que son las mujeres. Mi esposa y la primera doncella insisten en que el pobre señor reciba los últimos sacramentos, y es evidente que no queda ya mucho tiempo —me miró ligeramente avergonzado—. Y el hecho es que nunca se sabe; quizá si uno va a morirse sea mejor arreglar sus asuntos con la Iglesia.
Le entendí perfectamente. Por muy desenfadadamente que sobre tales asuntos hablen, la mayoría de los franceses, cuando les llega su última hora, prefieren hacer las paces con una fe que llevan en la sangre y en los huesos.
—Si Monsieur tuviera la bondad…
No era encargo muy de mi gusto; pero, después de todo, Elliott fue durante muchos años devoto católico y era oportuno que cumpliese las obligaciones de su fe. Subí a su cuarto. Estaba echado de espaldas, arrugado y sin color, pero con todas sus luces. Le dije a la enfermera que nos dejara solos.
—Mucho me temo, Elliott, que estés grave. Y he pensado, se me ha ocurrido, si no querrías ver a un sacerdote.
Me miró durante un minuto sin hablar.
—¿Quieres decir que me voy a morir?
—Hombre, espero que no. Pero más vale tomar precauciones, aunque resulten innecesarias.
—Te comprendo.
Calló. Es terrible tener que decir a alguien lo que yo acababa de exponer a Elliott. No pude mirarle. Apreté los dientes, pues temí que se me saltasen las lágrimas. Estaba sentado en su cama, de cara a él, apoyándome en un brazo extendido.
Me dio unas palmaditas en la mano.
—No te preocupes, hombre —me dijo—. Noblesse oblige, ¿sabes?
Me eché a reír con histeria femenina.
—¡Qué ridículo eres, Elliott!
—Así me gusta. Ahora llama al señor obispo y dile que quisiera confesarme y recibir la Extremaunción. Le agradaría que me mandase al Abbé Charles. Es amigo mío.
El Abbé Charles era el vicario general del obispo, a quien he tenido ocasión de mencionar antes de ahora. Bajé al teléfono y hablé con el obispo en persona.
—¿Es urgente?
—Mucho.
—Ahora mismo atenderé el asunto.
Llegó el médico y le dije lo que había hecho. Subió con la enfermera a ver a Elliott y yo me quedé en el piso bajo, en el comedor. No hay más de veinte minutos de automóvil desde Niza a Antibes, y al cabo de una media hora se detuvo ante la puerta de la casa un coche negro. Joseph me llamó.
—C’est monseigneur en personne, Monsieur —me dijo excitado—. Es el obispo en persona.
Salí a recibirle. No iba acompañado, como de costumbre, de su vicario general, sino, por razones que ignoro, de un joven sacerdote portador de una arqueta, que supuse contenía lo necesario para administrar el Sacramento. El mecánico iba detrás, con una valija negra muy usada. El obispo me estrechó la mano y me presentó a su acompañante.
—¿Cómo está nuestro pobre amigo?
—Me temo que muy mal monseigneur.
—¿Sería usted tan amable que nos indicara una habitación en la que pudiéramos revestirnos?
—El comedor está aquí abajo, monseigneur, y la sala, en el piso de arriba.
—El comedor servirá muy bien.
Le llevé a él. Joseph y yo aguardamos en el vestíbulo. Pasado un rato, se abrió la puerta y salió el obispo, seguido del sacerdote, que sujetaba con ambas manos el copón, cubierto por una pequeña patena, en la cual descansaba la hostia consagrada. Todo ello iba cubierto por un lienzo de hilo tan fino que era transparente. Nunca había yo visto al obispo, excepto como invitado a una comida o a una cena, y muy buen diente que tenía por cierto; era hombre que hallaba deleite en los manjares delicados o en un vaso de buen vino y excelente narrador de chascarrillos, algo subidos de color ciertas veces. Siempre me pareció un hombre grueso, rechoncho, de altura no superior a la corriente. En aquel momento, con la sobrepelliza y la estola, no sólo parecía alto, sino majestuoso. Su rostro arrebolado, por lo general arrugado por una sonrisa jovial y amable, parecía grave. Nada recordaba ya en él al oficial de caballería que fue antaño; su aspecto correspondía exactamente a lo que era: un alto dignatario de la Iglesia. No me sorprendió ver que Joseph se persignaba. El obispo inclinó ligeramente la cabeza.
—Condúzcame al enfermo —dijo.
Quise dejarle paso para que subiera la escalera antes que yo, pero me indicó que le precediera. Subimos en medio de un silencio solemne. Entré en el cuarto de Elliott.
—El señor obispo ha venido en persona, Elliott.
Elliott se esforzó para sentarse en la cama.
—Monseigneur, es un honor que nunca me hubiera atrevido a esperar.
—No se mueva, amigo mío. —El obispo se volvió hacia la enfermera y hacia mí—. Déjennos. —Y luego al sacerdote le dijo—: Le llamaré cuando le necesite.
El sacerdote miró alrededor y comprendí que estaba buscando sitio en que dejar el copón. Empujé hacia un lado los cepillos de concha del tocador. La enfermera se fue al piso bajo y yo conduje al clérigo a la habitación contigua, que Elliott utilizaba como despacho. Estaban las ventanas abiertas, mirando hacia el cielo azul, y el sacerdote se acercó a una de ellas. Yo me senté. Estaba celebrándose una regata de stars, y sus velas, de cegadora blancura, destacaban contra el fondo azul. Una gran goleta, negra de casco, con sus velas bermejas desplegadas, avanzaba contra la brisa hacia el puerto. La reconocí; se dedicaba a la pesca de langostas, y llevaba su cargamento desde Cerdeña para suministrar el plato de pescado de las cenas de gala en los casinos. A través de la puerta cerrada me llegaba el apagado rumor de voces. Elliott se estaba confesando. Sentí grandes ganas de fumar, pero temí que el sacerdote se escandalizara si encendía un cigarrillo. Permanecía mi acompañante inmóvil, mirando por la ventana. Era un muchacho delgado, cuyo pelo, espeso, negro y ondulado, y también los magníficos ojos oscuros y la tez olivácea, indicaban su origen italiano. Su aspecto todo irradiaba el vehemente fuego del Sur, y me pregunté qué apremiante fe, qué ardoroso deseo le habría impulsado a abandonar los placeres de la vida, las alegrías de su edad y la satisfacción de sus sentidos para consagrarse al servicio de Dios.
Callaron de pronto las voces de la pieza contigua y miré a la puerta. Se abrió y apareció el obispo.
—Venez —dijo al sacerdote.
Me quedé solo. Volví a escuchar la voz del obispo y comprendí que estaba diciendo las oraciones que la Iglesia manda se recen junto a los moribundos. Sobrevino un nuevo silencio y adiviné que Elliott estaba recibiendo a Jesucristo Sacramentado. No sé por qué, quizá por algún impulso heredado de lejanos antepasados, aunque no soy católico, nunca puedo presenciar la Misa sin experimentar cierto trémulo asombroso cuando el ligero tintineo de la campanilla del monaguillo anuncia el momento de alzar. Y también entonces experimenté un escalofrío, como si un viento helado me atravesara el cuerpo; temblé de espanto y de asombro. Volvió a abrirse la puerta.
—Puede usted pasar —dijo el obispo.
Entré. El cura estaba extendiendo el sutil paño sobre el sagrado vaso y la patena que contuvo la hostia. Los ojos le brillaban a Elliott.
—Acompaña a monseigneur a su coche —me dijo.
Bajamos la escalera. Joseph y las criadas aguardaban en el vestíbulo. Las mujeres lloraban. Eran tres, y una tras otra avanzaron hacia nosotros y cayendo de hinojos besaron el anillo del obispo. Éste las bendijo con dos dedos. La mujer de Joseph empujó a éste, avanzó Joseph, cayó de rodillas. El obispo sonrió.
—¿No es usted librepensador, hijo mío?
Vi que Joseph hacía esfuerzos desesperados.
—Sí, monseigneur.
—No permita que eso le atormente. Ha sido usted un criado bueno y fiel para su amo. Dios sabrá perdonarle las limitaciones de su entendimiento.
Salí a la calle y abrí la puerta del coche. Me saludó con una inclinación de cabeza, y ya sentado se sonrió con indulgencia.
—Nuestro pobre amigo está muy mal. Sus defectos eran solamente superficiales. Tenía un corazón generoso y siempre ha sido bueno para con sus semejantes.