7

Encontré al llegar un recado de Joseph, el criado de Elliott, comunicándome que su señor estaba en la cama enfermo y que a Elliott le gustaría verme. Al día siguiente fui en automóvil a Antibes. Antes de conducirme a la alcoba de su amo, Joseph me dijo que Elliott había tenido un ataque de uremia y que el médico consideraba grave su estado. Había logrado vencer la crisis e iba mejorando gradualmente, pero tenía mal los ríñones y era imposible que sanara por completo. Joseph llevaba cuarenta años con Elliott, a quien profesaba mucho cariño; pero aunque el tono de su voz indicaba pena, era imposible no advertir la interna satisfacción que, como es frecuente en los criados, le inspiraba la tragedia casera.

Ce pauvre Monsieur —suspiró—. Evidentemente, tenía sus manías, pero en el fondo era bueno. Algún día hay que morirse.

Hablaba como si Elliott estuviese a punto de exhalar su postrer suspiro.

—Estoy seguro de que se habrá acordado de usted en su testamento, Joseph —le dije.

—Es de esperar —respondió lúgubremente.

Me sorprendió al entrar en la habitación de Elliott encontrarle tan animado. Estaba pálido y muy avejentado, pero alegre. Vi su rostro recién afeitado y su pelo peinado atildadamente. Tenía puesto un pijama de seda azul, en cuyo bolsillo vi sus iniciales debajo de la coronal condal. Las mismas iniciales, de tamaño mucho mayor, y con la corona, eran perceptibles también bordadas sobre el embozo de las sábanas.

Le pregunté qué tal se encontraba.

—Perfectamente bien —respondió alegremente—. No tengo más que una indisposición pasajera. Dentro de unos días ya estaré como si tal cosa. El sábado vendrá a comer el gran duque Dimitri, y ya le he dicho al médico que me tiene que poner bueno para entonces, cueste lo que cueste.

Estuve con él media hora, y al salir le dije a Joseph que no dejara de avisarme si Elliott sufría una recaída. Me quedé atónito cuando una semana más tarde, al ir a comer con una vecina mía, me encontré con Elliott entre los invitados. Vestido para la ocasión, parecía un muerto.

—No debieras salir, Elliott —le dije.

—¡Qué tontería! Frieda espera a la princesa Mafalda. Conozco a la familia real italiana hace no sé cuántos años, desde que la pobre Louisa estuvo en poste en Roma, y no iba a fallarle a la buena de Frieda.

No supe si admirar su indomable valor o si lamentar que a su edad, herido de mortal dolencia, conservase aún su pasión por la vida de sociedad. Nadie hubiera pensado que estaba enfermo. Como un actor agonizante que, cubierta la cara de grasienta pintura, sale a las tablas y olvida momentáneamente suplicios y dolores, Elliott representó su papel de pulido cortesano con su acostumbrada seguridad. Mostróse de amabilidad infinita, atento lisonjeador para con los adecuados personajes, y de agudo ingenio, con aquél su malicioso desenfado en el cual era maestro. Creo que jamás le vi demostrar sus dotes de hombre de salón de tan palmaria manera. Cuando se retiró Su Alteza (y fue digna de ver la gracia con que Elliott se inclinó ante ella, logrando expresar al mismo tiempo respeto por su jerarquía y admiración de anciano por su femenina belleza) no me extrañó escuchar a la señora de la casa que Elliott había sido el alma de la comida.

Unos días más tarde cayó en cama de nuevo, y el médico le prohibió salir de su habitación. Elliott se mostró fuera de sí.

—¡Que esto me haya pasado en este momento! ¡Con lo animada que está la temporada!

Y recitó una larga lista de personas de importancia, todas las cuales estaban veraneando en la Costa Azul.

Yo iba a verle cada tres o cuatro días. Unas veces le encontraba en cama, mas otras estaba en un diván, luciendo una babilónica bata multicolor. Parecía poseer una inagotable variedad de tales prendas, pues no recuerdo haberle visto la misma dos veces. En una de estas ocasiones, comenzaba ya agosto, le hallé inusitadamente callado. Joseph me había dicho, al abrirme la puerta, que estaba algo mejor, y me sorprendió verle tan apagado. Procuré animarle refiriéndole los chismorreos de la Costa que habían llegado a mis oídos, pero su falta de interés me resultó patente. Advertí entre sus ojos un ligero ceño y una hosquedad en su talante poco común.

—¿Vas a ir a la fiesta de Edna Novemali? —me preguntó de repente.

—No; claro que no.

—¿Te ha invitado?

—Ha invitado a toda la Costa Azul.

Era la princesa Novemali una americana de inmensa fortuna, que se había casado con un príncipe romano, pero no un príncipe corriente de tres al cuarto, tan abundantes en Italia, sino el cabeza de una gran familia, descendiente de un condottiero que había ganado con la espada un principado en el siglo XVI. Contaba la princesa sesenta años, era viuda, y como quiera que el régimen fascista pretendiese apropiarse de una parte de sus pingües rentas de origen americano harto elevada para que la princesa lo hallara de su agrado, se fue de Italia y se hizo construir, en una magnífica finca más allá de Cannes, una villa florentina. Había hecho llevar de Italia mármoles con qué cubrir los muros de sus vastos salones, e hizo ir a pintores italianos para decorar sus techos. Sus cuadros y bronces eran de extraordinario mérito, y hasta Elliott, poco aficionado a los muebles italianos, reconocía que los de la princesa eran magníficos. Los jardines eran deliciosos, y la piscina debió de costar una fortuna. Era conocida por su hospitalidad, y nunca sentaba a su mesa a menos de veinte personas. Había anunciado por entonces un baile de disfraces, señalado para la noche de luna llena del mes de agosto, y aun cuando faltaban todavía tres semanas, no se hablaba de otra cosa en la Costa Azul. Iban a quemarse fuegos artificiales y tenía contratadas a una orquesta de negros famosa en París. Los monarcas exiliados andaban comentando entre ellos que la fiesta costaría más de lo que cualquiera de ellos tenía para vivir durante un año.

—Es principesco —decían.

—Es una locura —decían.

—Es de pésimo gusto —decían.

—¿Qué traje te vas a poner? —me preguntó Elliott.

—Pero ¿no te he dicho que no voy a ir? ¿Crees que me voy a poner un disfraz a mis años?

—A mí no me ha convidado —dijo con voz ronca.

Me miró con ojos doloridos.

—Ya te convidará —dije alegremente, para animarle—. Quizá no estén repartidas aún todas las invitaciones.

—No; no piensa convidarme —y le falló la voz—. Es un insulto preconcebido.

—No, hombre, eso no lo puedo creer. Se le habrá pasado.

—No soy yo persona de quien la gente se olvide por descuido.

—De todos modos, no hubieras estado en condiciones de ir.

—Claro que no lo hubiese estado. ¡La fiesta del año! Aunque estuviese postrado en mi lecho de muerte me hubiera levantado para ir. Tenía preparado el traje de mi antepasado el conde de Lauria para ello.

No supe qué decir, y callé.

—Poco antes de venir tú ha estado a verme Paul Barton —dijo Elliott de pronto.

No puedo esperar que el lector recuerde a Barton, ya que yo mismo he tenido que consultar lo ya escrito para ver el nombre que le he dado. Paul Barton era aquel muchacho americano a quien Elliott presentó a la sociedad inglesa, y que había provocado su animosidad al prescindir de su protector tan pronto como no le fue necesario. Se había hablado bastante de él durante los últimos tiempos, primero, por haber adquirido naturaleza británica, y segundo por su matrimonio con la hija de un magnate de la Prensa, elevado recientemente a Par del Reino. Con la ayuda de semejante influencia y con su propia habilidad era evidente que llegaría lejos. Elliott hablaba de él con rabia.

—Cuando me despierto por la noche y oigo a un ratón rascando en la madera, me digo: «Es Paul Barton, subiendo con uñas y dientes». Créeme: acabará en la Cámara de los Lores. Gracias a Dios no estaré yo vivo para verlo.

—¿Qué quería? —le pregunté, pues sabía tan bien como Elliott que Barton no hacía nada desinteresadamente.

—¡Qué quería! —dijo Elliott fuera de sí—. ¡Quería que le prestara mi traje del conde de Lauria!

—¡Qué frescura!

—¿No comprendes lo que eso significa? Que sabe que Edna no me ha invitado y que no piensa hacerlo. Ella misma se lo habrá dicho. ¡La muy bruja! No hubiera llegado a ningún lado sin mi ayuda. Di fiestas en su honor y la presenté a todos los que conoce. Está liada con su chófer, como supongo que sabrás. ¡Asqueroso! Se sentó ahí, en esa silla, y me dijo que Edna va a iluminar todos los jardines y que va a haber fuegos artificiales. Me encantan. Y me dijo que la gente no deja en paz a Edna. Pidiéndole invitaciones, pero que a todos les dice que no, porque quiere que la fiesta sea verdaderamente brillante. Durante todo el tiempo estuvo hablando como si no hubiera que pensar siquiera en que me invitara a mí.

—¿Y le vas a dejar el traje?

—¡Ni aunque de ello dependiera su vida! Será mi mortaja. —Elliott se sentó en la cama y se movió de un lado a otro, como una mujer agobiada—. ¡Es tan grande la maldad! ¡Los odio! ¡Los odio a todos! Todo les parecía poco para halagarme cuando podía yo convidarlos, pero ahora que estoy viejo y enfermo ya no les sirvo para nada. Ni diez personas han venido a preguntar por mí desde que caí en cama, y en lo que va de semanas no he recibido más que un ruin ramo de flores. ¡Yo, que todo lo hice por ellos! Han comido en mi mesa y han bebido mis vinos. Les he hecho regalos. Les he dado fiestas. Ningún sacrificio he regateado para complacerlos. ¿Y qué he sacado de todo ello? ¡Nada, nada y nada! No hay ni uno de todos ellos a quien le importa que me muera o que viva. ¡Qué crueldad! —comenzó a llorar. Las lágrimas, grandes y pesadas, comenzaron a correr por sus arrugadas mejillas—. ¡Ojalá no hubiera salido nunca de América!

Era lamentable ver a aquel anciano, cuya tumba bostezaba ante él, llorar como un niño porque no le han convidado a una fiesta: escandaloso, y al mismo tiempo de un patetismo casi intolerable.

—No te importe, Elliott; a lo mejor llueve la noche de la fiesta.

Se agarró a mis palabras como ese hombre a punto de ahogarse, de quien todos hemos oído hablar, que se agarra a una tabla. Empezó a reír mientras aún corrían sus lágrimas.

—Eso no se me había ocurrido. Voy a rezar a Dios, como jamás he rezado, para que llueva. Tienes razón. Eso echaría a perder la fiesta.

Logré encauzar su frívola mente por otros canales y le dejé, si no alegre, por lo menos algo más tranquilo.

Pero no quise contentarme con eso, y tan pronto como llegué a casa llamé a Edna Novemali, y diciendo que tenía que ir a Cannes al día siguiente, pregunté si podría comer en su casa. Me mandó decir que tendría mucho gusto en verme, pero que no habría nadie. No obstante, cuando llegué encontré allí a diez invitados. Edna, generosa y hospitalaria, no era mala persona, y no tenía más defecto grave que su lengua maliciosa. No podía evitar el decir cosas lamentables hasta de sus más íntimos amigos; pero se debía esto a su estupidez y a que no conocía otro procedimiento de hacer interesante su conversación. Como sus injurias eran repetidas, ocurría que a veces se interrumpían sus relaciones con aquellos acerca de los cuales hablaba, pero como daba fiestas animadas, la mayor parte de los injuriados la perdonaban pasado algún tiempo. No quise exponer a Elliott a la humillación de tener que pedirle que le invitara a su próximo sarao, y aguardé a observar como estaban las cosas. Edna estaba entusiasmada con la fiesta y apenas habló de otra cosa durante la comida.

—A Elliott le encantará tener oportunidad de ponerse su traje del tiempo de Felipe II —dije en el tono más indiferente que pude.

—No le he invitado —dijo ella.

—¿Por qué? —repliqué con aire de fingida sorpresa.

—¿Por qué iba a invitarle? Ya no cuenta socialmente. Es un pesado, un snob y un chismoso.

Como estas acusaciones igual pudieran serle hechas a ella, la cosa me pareció excesiva. Edna era una necia.

—Además —añadió—, quiero que Paul se ponga el traje de Elliott. Estará guapísimo.

No insistí, pero decidí conseguir para Elliott, por las buenas o por las malas, la invitación objeto de sus ansias. Después de comer, Edna salió con sus invitados al jardín, lo cual me ofreció la oportunidad que estaba buscando. Como quiera que en cierta ocasión pasé algunos días convidado en la casa, conocía bien su organización, lo que me hizo suponer que aún quedaría cierto número de invitaciones y que estarían en el despacho de la secretaria. Allí me dirigí con la intención de guardarme una en el bolsillo, escribir más tarde en ella el nombre de Elliott y echarla al correo. No ignoraba que se encontraría demasiado enfermo para asistir a la fiesta, pero al recibir la invitación sería para él gran consuelo. Me desconcertó al abrir la puerta de la habitación ver a la secretaria de Edna trabajando en su mesa, pues creí que estaría comiendo aún. Era una mujer de cierta edad, escocesa, llamada Miss Keith, de pelo rubio rojizo y cara pecosa; usaba lentes y tenía un aire de perseverante doncellez. Me repuse de mi sorpresa.

—La princesa está enseñándoles el jardín a los invitados y se me ha ocurrido venir a fumar un cigarrillo con usted.

—Sea bienvenido.

Hablaba con dejo escocés, y cuando se permitía entregarse al seco humor que reservaba para sus favoritos, aumentaba su acento tan notablemente que resultaban sus comentarios singularmente divertidos; pero cuando quien la oía soltaba la carcajada, ella le miraba con expresión de dolida sorpresa, como si considerara necio encontrar graciosas sus frases.

—Supongo que esta fiesta le estará suponiendo a usted trabajo de lo lindo, Miss Keith —le dije.

—Ya no sé ni dónde tengo la cabeza.

Sabía yo que podía fiarme de ella, y abordé el asunto sin circunloquios:

—¿Por qué no ha convidado a Mr. Templeton?

Miss Keith toleró que una sonrisa cruzase por sus austeras facciones.

—Ya sabe usted cómo es. Le ha tomado manía. Ella misma borró el nombre de la lista.

—Se está muriendo. No volverá a levantarse. Y le ha dolido terriblemente el desaire.

—Si tenía interés en conservar la amistad de la princesa, más le hubiera valido no andar diciendo a todo el mundo que ella tiene que ver con su chófer.

—¿Y no es cierto?

Miss Keith me miró por encima de los lentes.

—Llevo veintiún años de secretaria, Mr. Maugham, y nunca me he apartado de la regla de considerar a quienes me emplean tan puros como la nieve recién caída. Confesaré que cuando una de mis señoras se encontró embarazada de tres meses, cuando hacía seis que Milord estaba cazando leones en África, mi fe sufrió una dura prueba; pero Milady hizo un breve, y carísimo, viaje a París, y todo se arregló. Milady y yo compartimos un gran suspiro de tranquilidad.

—Miss Keith, no he venido a fumar un cigarrillo con usted; he venido a robar una invitación para mandársela yo mismo a Mr. Templeton.

—Lo cual me parecería indicio de una palmaria falta de escrúpulos.

—Concedido. Sea usted buena. Déme una invitación. Mr. Templeton no vendrá a la fiesta, pero se sentirá muy feliz. Usted no tiene nada en contra suya, ¿verdad?

—No. Siempre se ha mostrado muy cortés conmigo. Es un señor, no se puede negar, y eso es más de lo que se puede decir de las gentes que vienen aquí a saciarse a costa de la princesa.

Todas las personas importantes tienen cerca de sí a personas subordinadas, las cuales encuentran numerosas ocasiones de oír lo que se dice de su superior. Éstos dependientes son extremadamente susceptibles a cualquier desaire, y cuando no son tratados de la manera que estiman merecer, pueden, con hábiles insinuaciones, repetidas con pertinacia, predisponer a sus señores contra quien provoca su animosidad. Esto lo sabía Elliott mejor que nadie, y nunca olvidaba dedicar una frase gentil o una cordial sonrisa al pariente pobre, a la antigua doncella o a la amable secretaria. No dudé que había cambiado frecuentemente con Miss Keith bromas amables y que nunca olvidó mandarle en Navidades una caja de bombones, una polvera o un bolso.

—Ande, Miss Keith, compadézcase usted.

Miss Keith se aseguró los lentes en la prominente nariz.

—Estoy segura de que no querrá usted que yo cometa una deslealtad para con mi señora, Mr. Maugham, y además la muy bruja me despediría instantáneamente si se entera de que la había desobedecido. Las invitaciones están dentro de sus sobres encima de la mesa. Yo voy a asomarme a la ventana, en parte para estirar las piernas y además para gozar de la vista. De lo que ocurra en esta habitación mientras estoy vuelta de espaldas, ninguna justicia, divina o humana, puede hacerme responsable.

Cuando Miss Keith volvió a ocupar su silla, la invitación estaba en mi bolsillo.

—Me alegro mucho de haber tenido ocasión de saludarla, Miss Keith —le dije, alargándole la mano—. ¿Qué se va usted a poner para asistir al baile?

—Olvida usted, Mr. Maugham, que soy hija de un pastor protestante —respondió—. Ésas sandeces se las dejo a las clases patricias. Mis obligaciones terminarán una vez que haya dado a los reporteros del Herald y del Mail una buena cena y una botella de champaña de calidad inmediatamente inferior al mejor que tenemos. Y entonces me retiraré a la soledad de mi habitación con una novela policíaca.