Quince días más tarde, Elliott llegó al «Claridge», y poco después fui a verle. Se había encargado varios trajes y estuvo explicándome durante un espacio de tiempo que se me antojó excesivo, y con todo detalle, la ropa que se estaba haciendo y por qué. Cuando logré meter baza le pregunté qué tal había resultado la boda.
—No resultó ni bien ni mal.
—¿Qué estás diciendo?
—Tres días antes de la fecha fijada, Sophie desapareció. Larry la estuvo buscando por todas partes.
—¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Tuvieron algún disgusto?
—No. Nada de eso. Ya estaba todo arreglado. Yo iba a ser el padrino. Tenían pensado tomar el Expreso de Oriente inmediatamente después de la ceremonia. Si quieres que te diga la verdad, yo creo que Larry está de enhorabuena.
Supuse que Isabel se lo había contado todo.
—Pero ¿qué pasó?
—Te acordarás del día que comimos contigo en el «Ritz». Isabel la llevó a «Molineux». ¿Te acuerdas del vestido que llevaba Sophie? ¡Deplorable! ¿Te fijaste en los hombros? Naturalmente, la pobre no podía pagar los precios de «Molineux», pero ya sabes lo generosa que es Isabel, y como después de todo se han conocido desde niñas, le ofreció regalarle un vestido para que por lo menos tuviera algo decente que ponerse el día de la boda. Y Sophie, claro está, aceptó sin dudarlo. Para abreviar: Isabel le dijo que pasara un día por mi casa a las tres para ir juntas a la prueba final. Sophie fue, pero desgraciadamente Isabel tuvo que llevar a una de las niñas al dentista y no volvió a casa hasta las cuatro, y para entonces Sophie ya no estaba. Isabel supuso que se había cansado de esperar y que habría ido sola a «Molineux», y allí fue ella inmediatamente, pero le dijeron que no había ido. Terminó por desistir en encontrarla y se volvió a casa. Todos ellos iban a cenar juntos aquella noche, y Larry llegó a la hora convenida. Lo primero que Isabel hizo fue preguntarle por Sophie.
»Larry, extrañado, llamó inmediatamente a casa de ella, pero no contestó nadie, por lo que decidió ir él mismo. Estuvieron esperando todo el tiempo que les fue posible, pero ni Larry ni ella aparecieron, y tuvieron que cenar solos. Claro es que ya sabes la clase de vida que llevaba Sophie cuando os encontrasteis con ella en la rue de Lappe. Tu idea de llevarlos allí fue muy poco feliz. Larry se pasó la noche recorriendo los sitios que ella solía frecuentar antes, pero no la encontró en ninguno. Volvió varias veces al piso de ella durante la noche, pero la portera le dijo que Sophie no había vuelto. Estuvo tres días buscándola por todas partes. Al cuarto, la portera le dijo que había estado allí unos momentos y que se había vuelto a marchar en un taxi llevando una maleta.
—¿Estaba Larry muy disgustado?
—No le vi. Isabel dice que bastante.
—¿Y ella no escribió ni nada?
—Nada.
Pensé sobre lo ocurrido.
—¿Qué crees que pasó? —le dije.
—Pues qué voy a creer. Lo que tú. Que Sophie no pudo aguantar y que ha empezado a beber otra vez.
Era evidente, y, sin embargo, extraño. No comprendía yo por qué eligió tal coyuntura para escaparse.
—¿Qué dice Isabel?
—Pues, naturalmente, lo ha lamentado, pero es una muchacha de sentido común y me dijo que siempre le había parecido que sería un desastre que Larry se casara con una mujer así.
—¿Y Larry?
—Isabel se ha portado muy bien con él. Me dijo que lo que hace más difícil consolarle es que él se niega a hablar del asunto. No creo que le pase nada. Isabel asegura que nunca estuvo enamorado de Sophie y que se iba a casar con ella empujado por un impulso caballeroso equivocado.
Me imaginé a Isabel sobrellevando valerosamente lo que indudablemente le había causado gran satisfacción. Comprendí que la próxima vez que nos viéramos me diría indefectiblemente que ella siempre supuso lo que iba a pasar.
Pero no volví a verla hasta casi un año más tarde, y aunque para esa fecha hubiese yo podido decirle algo acerca de Sophie que la hubiera hecho pensar, las circunstancias eran tales que no sentí inclinación hacia ello. Permanecí en Londres casi hasta Navidad, y entonces, ya deseoso de llegar a mi casa, fui directamente a la Costa Azul sin detenerme en París. Empecé una novela y durante aquellos meses llevé una vida de aislamiento. A Elliott le veía de vez en cuando. Era obvio que su salud iba empeorando, y me daba pena ver que él insistía, sin embargo, en hacer vida de sociedad. Se molestó conmigo porque yo no acepté hacer un recorrido de cuarenta y pico de kilómetros para asistir a las cenas y comidas que él continuaba dando en abundancia. Le parecía vanidad en mí que yo prefiriera quedarme sentado en mi casa trabajando.
—Está siendo una temporada de brillantez poco corriente —me dijo—. Es un crimen que te quedes encerrado en casa y te lo pierdas todo. Y jamás comprenderé, aunque viva cien años, por qué has elegido para vivir una parte de la Costa que ha pasado de moda por completo.
¡Pobre Elliott, bueno y tonto! Bien claro estaba que no llegaría a tal edad.
Para junio tuve terminado el borrador de mi novela, por lo que hice la maleta y embarqué en el cúter que utilizábamos para bañarnos durante el verano en la Baie des Fosses, y desplegamos velas, costeando con rumbo a Marsella. Soplaba únicamente una leve brisa de tarde en tarde, y la mayor parte del tiempo fuimos empleando el motor auxiliar. Estuvimos una noche en el puerto de Cannes, otra en Saint Maxime y una tercera en Sanary. Al fin llegamos a Tolón, puerto por el que siempre he sentido afecto. Los barcos de la flota francesa le dan un aire a la vez romántico y cordial, y jamás me canso de vagar por sus antiguas calles. Puedo permanecer sin tedio varias horas en sus muelles, contemplando a los marineros con permiso paseando de dos en dos con las muchachas, y a los paisanos que van sosegadamente de un lado a otro como si no tuvieran otra cosa que hacer sino disfrutar del sol. Éstos barcos y los transbordadores que llevan a la bulliciosa multitud a los distintos puntos del vasto puerto, hacen que Tolón cause el efecto de una estación en la que convergen todos los caminos del globo; y cuando se sienta uno en un café le deslumbra lo rutilante del mar y de la atmósfera, mientras que la fantasía emprende áureos viajes a las más remotas partes del globo. Y desembarca en una playa coralina de cocoteros bordeada en el Pacífico; o baja por la pasarela del muelle de Rangún y sube a un jinriki–sha; u observa desde cubierta la bulliciosa y gesticulante muchedumbre de negros mientras el barco atraca al muelle de Port au Prince.
Llegamos ya avanzada la mañana, y a media tarde desembarqué y fui andando por el muelle, mirando los escaparates y a las gentes que conmigo se cruzaban, y a las sentadas bajo los toldos de los cafés. De repente vi a Sophie en el mismo momento en que ella me vio a mí. Me saludó y me dedicó una sonrisa.
Me detuve y nos dimos la mano. Estaba sola, sentada a una mesa pequeña en la que había un vaso vacío.
—Te convido yo —le contesté sentándome.
Llevaba el jersey a rayas blancas y azules característico de los marineros franceses, amplios pantalones de color rojo y sandalias, de las que sobresalían las pintadas uñas de los dedos gordos. Iba destocada, y su pelo, muy corto y rizado, era de tan pálida tonalidad de oro que pudiera tomárselo por plata. Tan excesiva era la cantidad de afeites que le cubrían la cara como cuando la encontramos en la rue de Lappe. A juzgar por los platos que había en la mesa, ya había bebido varias copas, pero estaba serena. No pareció desagradarle el verme.
—¿Cómo están todos por París? —me preguntó.
—Creo que bien. No he visto a ninguno desde el día en que comimos juntos en el «Ritz».
Echó una bocanada de humo por las narices y empezó a reír.
—Al fin, no me casé con Larry.
—Ya lo sé. ¿Por qué?
—Pues mira, según se acercaba el momento, cada vez me gustaba menos el papelito de mujer arrepentida en contraste con el suyo de redentor. Pero ni pizca.
—¿Por qué cambiaste de opinión en el último momento?
Me miró burlonamente. Con aquella audaz inclinación de la cabeza, su pecho poco desarrollado y sus estrechas caderas, parecía un muchacho vicioso; pero he de confesar que era su aspecto mucho más atractivo que vestida con aquel traje colorado, de provinciana elegancia, con el cual la vi la última vez. Tenía cara y cuello muy quemado por el sol, y aunque el atezamiento de su piel hacía aún más llamativo el rojo artificial de sus mejillas y el negro de las cejas, el efecto de todo ello, aunque vulgar, no dejaba de tener cierto aliciente.
—¿Quieres que te lo diga?
Afirmé con un gesto. El camarero sirvió la cerveza que para mí había pedido y el coñac con sifón destinado a ella. Encendí un caporal con la colilla del que estaba fumando.
—Ya hacía tres semanas que no bebía nada y que no fumaba.
Vio mi gesto de extrañeza y se rió.
—No quiero decir cigarrillos; opio. Me encontraba deshecha. Algunas veces, cuando estaba sola casi echaba la casa abajo a fuerza de gritar y me parecía imposible continuar así. Cuando estaba con Larry, menos mal; pero a solas, era un tormento.
Cuando mencionó el opio la miré detenidamente y vi las pupilas como puntas de alfiler, lo que me indicó que había estado fumándolo. Tenía los ojos de un color verde sorprendente.
—Isabel me iba a regalar un traje de boda. ¿Qué habrá sido de él? Era precioso. Quedamos en que yo pasaría a recogerla para ir juntas a «Molineux». Hay que confesar que lo que Isabel no sepa de trajes, no vale la pena saberlo. Cuando llegué, el criado me dijo que Isabel había tenido que llevar a Joan al dentista y que había dejado recado para mí diciendo que volvería en seguida. Pasé al cuarto de estar. Las cosas del café estaban aún en la mesa, y le dije al criado que si me podría dar una taza. El café era lo único que me entonaba. Dijo que me lo serviría, y se llevó la cafetera y las tazas vacías, pero dejó en la bandeja una botella. La miré y vi que era de esa bebida polaca acerca de la cual habíais estado hablando en el «Ritz».
—Zubrovka. Elliott dijo que le iba a mandar unas botellas a Isabel.
—Todos habías estado comentando lo deliciosamente que olía, lo que despertó mi curiosidad. Saqué el corcho y lo olí. Teníais razón. Olía a gloria. Encendí un cigarrillo, y pasados unos minutos volvió el criado con el café. Estaba muy bueno. Se habla mucho del café francés; por mí, se lo pueden guardar; a mí que me den café americano. Es lo único que echo de menos aquí. Pero el café de Isabel era bueno; yo me encontraba destrozada, pero después de una taza me sentí mejor. Estuve mirando la botella. La tentación era terrible, pero me resistí, procuré no pensar en ello, y encendí otro cigarrillo. Supuse que Isabel llegaría en cualquier momento, pero no apareció; me puse nerviosa como un gato; me molesta horrores que me hagan esperar y no había nada que leer en la habitación. Empecé a pasear y a mirar los cuadros, pero seguí viendo la maldita botella. Entonces decidí llenar un vasito y mirarlo. Tenía un color muy bonito.
—Verde pálido.
—Eso es. Es curioso: tiene el color como el aroma. Es como ese matiz verde que se ve algunas veces en el corazón de una rosa blanca. Tuve que probarlo, para ver si también el sabor era así, pues me dije que probarlo no podía hacerme daño. Pensaba mojarme los labios nada más, pero en aquel momento oí un ruido, creí que era Isabel y me bebí todo el vaso de un trago, porque no quise que me cogiera bebiendo. Pero no era Isabel. ¡Qué bien me sentí! Mejor que nunca desde que había dejado de beber. Comencé a vivir de nuevo. Supongo que si Isabel hubiese llegado en aquel preciso momento, a estas horas estaría yo casada con Larry. Ni sé qué tal hubiese salido la cosa.
—Pero no llegó…
—No. Estaba furiosa con ella. ¿Qué se habría creído, para hacerme esperar así? Entonces vi que el vaso estaba lleno otra vez. Supongo que lo llené sin pensar; pero, me creas o no me creas, no me acordaba de haberlo hecho. Me pareció una tontería echarlo otra vez en la botella, y me lo bebí. No se puede negar que es delicioso. Me sentí otra. Tenía ganas de reír, y ya hacía tres meses que no me pasaba nada parecido. ¿Te acuerdas de Elliott, que dijo que había visto a algunos polacos beberlo en vasos de agua sin pestañear? Bueno, pues yo me dije que lo que podía hacer un polaco lo podía hacer yo también, así que vacié los posos del café en la chimenea, y llené la taza hasta el borde. ¡Qué maravilla! Luego ya no sé lo que pasó; pero no creo que quedara mucho en la botella cuando yo acabé. Decidí desaparecer antes de que volviera Isabel. Casi me pescó. En el mismo momento en que salía a la calle oí la voz de Joan. Volví a subir la escalera, me escondí, pasaron, bajé a la calle volando y me metí en un taxi. Le dije al chófer que fuera aprisa, y cuando me preguntó que adónde íbamos solté la carcajada. Me encontraba feliz a más no poder.
—¿Volviste a tu piso? —le pregunté, aunque sabía que no lo hizo.
—¿Crees que soy idiota? Comprendí que Larry me buscaría, y no me atreví a ir a ninguno de los sitios de costumbre, así que me fui a casa de Hakim. Allí, me dije, no me encontrará Larry. Además, quería fumar.
—¿Quién es Hakim?
—Un argelino que sabe darle a una opio siempre que lo pague. Era gran amigo mío. Hakim te busca lo que quieras… Siempre tiene media docena de argelinos a mano. Estuve allí tres días. ¡Y qué tres días! Me desquité del tiempo perdido —empezó a reír—; pero tenía miedo. No me encontraba segura en París. Además se me acabó el dinero, pues esos argelinos son caros, los muy tal, así que me fui a casa, di a la portera cien francos y le dije que si alguien preguntaba por mí le contestara que me había ido fuera; hice el equipaje y aquella noche tomé el tren para Tolón. Hasta que no llegué aquí no me encontré a salvo.
—¿Y has estado aquí desde entonces?
—¡A ver! Y aquí me voy a quedar. Aquí hay todo el opio que quieras, porque los marineros lo traen de Oriente, y es bueno; no la porquería que te venden en París. Tengo una habitación en un hotel. El «Commerce et la Marine»; ya lo conocerás, supongo. Cuando entras allí de noche, los pasillos apestan a opio —aspiró voluptuosamente—. Dulzón y acre; y comprendes que están fumando en las habitaciones, lo que te da la sensación de estar en casa. Y no hacen preguntas en el hotel. A las cinco de la mañana llaman a golpes en la puerta, para que los marineros lleguen a tiempo al barco, de manera que tampoco hay que preocuparse de eso. —Y añadió sin parar—: El otro día vi un libro tuyo en un escaparate; de haber sabido que iba a verte lo hubiera comprado y traído para que lo firmaras.
Al pasar por una librería me había parado a mirar el escaparate, en donde vi, entre otros libros nuevos, la traducción de una novela mía que hacía poco se había publicado.
—No creo que pueda divertirte gran cosa —le dije.
—No sé por qué no. Te advierto que sé leer.
—Y tengo entendido que escribir también.
Me miró rápidamente y se echó a reír.
—Sí; escribía versos cuando era niña. Supongo que eran terribles, pero a mí me parecían magníficos. Te lo habrá contado Larry, ¿no? —Vaciló durante unos instantes—. Ésta vida es un asco, eso no tiene duda; pero de vez en cuando se presenta una ocasión de pasarlo bien, y si no te aprovechas eres un memo. —Echó hacia atrás la cabeza en señal de reto—. Si compro ese libro, ¿me lo dedicarás?
—Me voy mañana. Si de verdad lo quieres, yo compraré uno y te lo dejaré en el hotel.
—¡Ah!, pues muy bien.
Atracó en aquel momento una lancha de la Marina y saltó a tierra un nutrido grupo de marineros. Sophie les pasó revista con una mirada.
—Ése que viene ahí es mi amigo. —Hizo señas con la mano—. Convídale a beber algo y desaparece. Es corso, y celoso como un demonio.
Vino hacia nosotros un muchacho, vaciló al verme a mí, pero al hacerle Sophie una seña llamándole se acercó. Era alto, moreno, iba afeitado y tenía magníficos ojos negros, nariz aguileña y pelo rizado y negro como ala de cuervo. No representaba más de veinte años. Sophie me presentó como un amigo de su infancia.
—Es imbécil, pero maravilloso —me dijo.
—Te gustan montaraces, ¿eh?
—Cuanto más, mejor.
—Uno de estos días te cortarán el cuello.
—No me extrañaría —sonrió—. No se perderá nada bueno.
—¿Vamos a hablar francés, o qué? —dijo el marinero hoscamente.
Sophie se volvió hacia él con una sonrisa en la que advertí cierta burla. Hablaba el francés con soltura, usando muchas palabras de argot con pronunciado acento inglés, el cual daba a los viles y obscenos vulgarismos que salpicaban su discurso una fuerza cómica que obligaba a reír.
—Estaba diciéndole lo guapo que eres, pero para no herir tu modestia se lo he dicho en inglés. —Se dirigió a mí—. Y es fuerte. Tiene músculos de boxeador. Tócaselos.
Éstas lisonjas disiparon el enfado del marinero, quien, sonriendo complaciente, dobló su brazo para destacar el bíceps.
—Toque —dijo—, toque.
Así lo hice, y expresé pertinente admiración. Charlamos durante unos minutos. Pagué las consumiciones y me levanté.
—Me tengo que ir.
—Me alegro de haberte visto. No te olvides del libro.
—Descuida.
Estreché la mano a ambos y me alejé. Al pasar por una librería me detuve, compré el libro y escribí en él el nombre de Sophie y el mío. Luego, porque se me ocurrió de repente, y porque no pude pensar en otra cosa, escribí el primer verso del encantador poemita de Ronsard que está en todas las antologías:
Mignonne, allons voir si la rose…
Lo dejé en el hotel. Está éste junto al muelle, y he dormido allí a menudo, porque cuando al romper el alba despierta a los viajeros el clarín que llama a sus deberes a los marineros que disfrutan permiso para una noche, el sol se alza brumoso sobre el agua apacible del puerto y presta a los barcos fantasmales una velada belleza. Al día siguiente zarpamos para Cassis, en donde yo quería comprar vino, y después fuimos a Marsella para recoger una cangreja nueva que teníamos encargada. Una semana más tarde volví a casa.