5

La comida no resultó demasiado mal. Gray e Isabel llegaron los primeros, y cinco minutos después, Larry y Sophie. Isabel y Sophie se besaron cariñosamente, y Gray la felicitó. Observé la rápida pero escrutadora mirada con que Isabel examinó el aspecto de Sophie. A mí me causó sorpresa. Cuando la vi en el antro de la rue de Lappe, grotescamente pintarrajeada, con el pelo teñido, aunque su aspecto era abominable y estaba borracha, encontré en ella algo provocativo y hasta una vil atracción; mas ahora la vi apagada, y aunque tenía uno o dos años menos que Isabel, parecía mucho más vieja. Conservaba aún aquella gallarda inclinación de cabeza, pero me pareció más patética que otra cosa, sin que pueda decir por qué. Estaba dejando que su pelo recobrara el natural colorido, y tenía el descuidado aspecto del pelo teñido cuyo tratamiento se suprime. A excepción de una mancha roja de carmín en los labios, estaba completamente sin pintar. La tez presentaba áspero aspecto y enfermiza palidez. Recordé el verdísimo color de sus ojos, a la sazón apagados y grises. Llevaba un vestido rojo, evidentemente nuevo, con el que hacían juego el sombrero, el bolso y los zapatos. No tengo la pretensión de entender de vestimenta femenina, pero aquélla me dio la impresión de ser recargada y poco adecuada a la ocasión. Lucía en el pecho un broche falso y llamativo, como los que pueden comprarse en la rue de Rivoli. Junto a Isabel, vestida de seda negra, con un collar de perlas legítimas alrededor del cuello, y un sombrero elegantísimo, presentaba un aspecto vulgar y cursi.

Pedí unos cócteles, pero Sophie y Larry los rechazaron. Llegó Elliott. Su marcha a través del vestíbulo fue interrumpida por las muchas manos que tuvo que estrechar y por las no pocas que le fue preciso besar, según se iba encontrando con personas conocidas. Por su actitud, hubiera podido ser el «Ritz» su casa particular. Parecía estar expresando a sus invitados el placer que le causaba que hubieran podido aceptar su invitación. No sabía nada de Sophie, excepto que había perdido a su marido y a su hijo en un accidente de automóvil, y que ahora iba a casarse con Larry. Cuando por fin llegó junto a nosotros dio a ambos la enhorabuena con aquella florida gracia en que era maestro. Pasamos al comedor, y como éramos cuatro hombres y dos mujeres, coloqué a Isabel y a Sophie la una enfrente de la otra en la mesa redonda que estaba preparada, sentándonos Gray y yo a ambos lados de Sophie; pero la mesa era lo suficientemente pequeña y la conversación se hizo general. Yo había encargado anticipadamente la comida, pero se nos acercó el camarero de los vinos con la lista de éstos.

—Trae, déjame a mí, que tú nunca has entendido nada de vinos —me dijo Elliott—. Albert, déme la carta. —Comenzó a volver las hojas—. Yo no bebo más que agua de Vichy, pero no puedo soportar que la gente beba vino que no sea adecuado.

Albert, el camarero de los vinos y él eran antiguos amigos, y después de una animada discusión llegaron a un acuerdo acerca del vino que yo debía dar a mis invitados. Entonces se volvió hacia Sophie:

—Y, ¿dónde pensáis pasar la luna de miel?

Echó una ojeada al vestido de Sophie, y vi, por un casi imperceptible movimiento de las cejas, que había formado una opinión desfavorable acerca de él.

—Vamos a ir a Grecia.

—Llevo diez años tratando de ir allí, sin lograrlo —dijo Larry.

—Estará delicioso en esta época del año —dijo Isabel casi con entusiasmo.

Se acordaba ella, como me acordaba yo, de que a Grecia quiso llevarla Larry cuando le pidió que se casara con él. Por lo visto, era una idée fixe en él la de pasar la luna de miel en Grecia.

La conversación fluía con dificultad y no sé si yo hubiera logrado salir del apuro sin la ayuda de Isabel. Ésta tenía uno de sus mejores días. En el momento en que amenazaba el silencio, y cuando yo ya me torturaba el cerebro para encontrar algo que decir, ella empezaba a hablar sin dificultad alguna. Se lo agradecí. Sophie apenas habló, salvo para contestar, y hasta entonces parecía hacerlo con esfuerzo. Estaba completamente apagada. Dijérase que algo había muerto dentro de ella, y me pregunté si Larry no le estaba exigiendo un esfuerzo superior a su capacidad. Si, como yo sospechaba, tomaba drogas además de beber, la súbita desaparición de ambos estimulantes forzosamente tuvo que dejarla deshecha. Sorprendí algunas de sus miradas y advertí en las de él ternura y confortación, pero en las de ella patéticas peticiones de socorro. No es imposible que la natural bondad de Gray le hiciera percatarse instintivamente de lo que yo observé, pues comenzó a contar a Sophie cómo Larry le había curado de sus dolores de cabeza, añadiendo luego lo mucho que por él hizo y lo muy en deuda que se hallaba respecto a él.

—Ahora vendo salud, y en cuanto encuentre ocupación volveré a trabajar. Ya he hecho varias gestiones y tengo la esperanza de pescar algo bastante pronto. ¡Y me va a parecer mentira encontrarme otra vez en América!

Fue buena su intención, pero juzgué indiscretas sus palabras, si, como yo suponía, Larry, para curar a Sophie de su aguda dipsomanía, empleó el mismo método de sugestión —pues no era otra cosa, en mi sentir— que tan notorio éxito tuvo en el caso de Gray.

—¿Ya no te duele nunca la cabeza? —preguntó Elliott.

—Hace tres meses que no. Y si siento la amenaza, agarro mi amuleto y se me pasa. —Sacó del bolsillo la vieja moneda que Larry le regalara—. No la vendería por un millón de dólares.

Terminamos de comer y nos sirvieron el café. El escanciador se nos acercó y nos preguntó si deseábamos licores. Todos rehusamos, menos Gray, que pidió coñac. Cuando llevaron la botella, Elliott insistió en examinarla.

—Sí; te lo puedo recomendar. No te hará daño.

—¿Un vasito, Monsieur? —preguntó el camarero.

—¡Ay! Me lo tienen prohibido.

Elliott le explicó con algún detalle que no andaba bien de los ríñones y que el médico no le permitía beber alcohol.

—Una larme de zubrovka no haría daño a Monsieur. Es bien sabido que es muy bueno para los ríñones. Acabamos de recibirlo de Polonia.

—¿De veras? Hoy no es fácil de encontrar. Déjeme que vea la botella.

El camarero, hombre voluminoso y de muy digno porte, con una larga y plateada cadena al cuello, se retiró en busca de la botella, y Elliott nos explicó que se trataba de una especie de vodka de Polonia, pero por todos conceptos muy superior a la rusa.

—Solíamos beberla en casa de los Radziwill cuando me convidaban a su casa de cacería. Tenías que haber visto beberla a aquellos príncipes polacos. No exagero al decir que se la bebían a vasos grandes sin parpadear. Era gente de buena raza, naturalmente, aristócratas de los pies a la cabeza. Deberías probarla, Sophie; y tú también, Isabel. Es un placer que nadie debe despreciar.

Volvió con la botella el camarero. Larry, Sophie y yo resistimos la tentación, pero Isabel dijo que le gustaría probarlo. Me sorprendió, pues era parca en el beber por lo general y ya había tomado dos cócteles y dos o tres vasos de vino. El camarero escanció un vasito del líquido verde pálido, e Isabel lo olió.

—¡Qué delicia! ¡Qué bien huele!

—¿Verdad? —exclamó Elliott—. Son las hierbas que le ponen, y ellas son las que le dan ese sabor tan delicado. Voy a tomar yo un vasito para hacerte compañía. Por una vez no me va a hacer daño.

—Sabe a gloria —dijo Isabel—. Es lo mejor que he tomado en mi vida.

Elliott se llevó el vaso a los labios.

—¡Ah, cómo me recuerda tiempos pasados! Quienes no han sido huéspedes de los Radziwill no saben lo que es vivir. ¡Aquello era vivir en grande! Estilo feudal. Hubiera uno podido creerse trasladado a la Edad Media. En la estación nos esperaba un coche con seis caballos y postillones. Y durante la cena, detrás de la silla de cada invitado había un criado de librea.

Procedió a describir la magnificencia y el lujo de la casa y la brillantez de sus fiestas; y entonces me asaltó la sospecha, seguramente indigna, de que todo ello había sido previamente concertado entre el camarero y Elliott, para brindar a éste ocasión de explayarse acerca de la grandeza de aquella familia y del gran número de aristócratas polacos con quienes él se codeaba en el castillo. No había manera de pararle.

—¿Otra copita, Isabel?

—No me atrevo. Pero es delicioso. Me alegro horrores de haberlo conocido. Gray: tenemos que comprar un poco.

—Yo diré que te lo manden a casa.

—¿De veras, tío? —exclamó Isabel entusiasmada—. ¡Qué bueno eres con nosotros! Tienes que probarlo, Gray; huele a heno recién segado, y a flores primaverales, y a tomillo y a espliego, y es tan suave de gusto y tan agradable, que le hacen pensar a uno en música oída a la luz de la luna.

Eran tan poco propias de Isabel estas desmesuradas alabanzas, que pensé si no se le habría subido a la cabeza el licor. Se deshizo la reunión. Estreché la mano a Sophie.

—¿Cuándo os casáis? —le pregunté.

—Dentro de una semana. Espero que vendrás a la boda.

—Lo siento, pero no estaré en París. Salgo mañana para Londres.

Mientras me despedía de mis demás invitados, Isabel se apartó un trecho con Sophie y habló con ella un minuto, luego dijo a Gray:

—No voy a casa, Gray. Hay un desfile de modelos en «Molineux» y voy a llevar a Sophie. Parece natural que vea lo que hay.

—Sí, sí; vamos —dijo Sophie.

Nos separamos. Aquélla noche convidé a cenar a Suzane Rouvier, y a la mañana siguiente salí para Inglaterra.