Llegó el otoño, y Elliott decidió trasladarse a París, en parte para ver qué tal les iba a Isabel, a Gray y a las niñas, y en parte para hacer lo que él llamaba acte de présence en la capital. Tenía el propósito de ir a Londres para hacerse alguna ropa y, de paso, ver a algunos antiguos amigos. Mi plan era ir directamente a Londres, pero me pidió que hiciera el viaje por carretera en su compañía, y como esto es cosa de mi agrado, consentí. Hecho lo cual no vi razón alguna para no quedarme yo también una semana en París. Hicimos el viaje en etapas cortas, deteniéndonos en aquellos lugares en donde la comida era buena. Elliott padecía de los riñones y no bebía más que agua de Vichy, pero siempre insistió en ser él quien eligiera mi media botella de vino. Su bondad no le permitía envidiarme el placer que a él le estaba prohibido y tenía muy verdadero gusto en verme disfrutar con un vino de buena cosecha. Tanta era su generosidad, que hallé difícil persuadirle a que me dejara pagar mi parte en los gastos. Y aunque me resultaron algo tediosas sus historias acerca de los exaltados personajes que había conocido, fue el viaje sumamente placentero. Gran parte de la campiña que recorrimos en el coche, afectada amablemente por la proximidad del otoño, presentaba un aspecto bellísimo. Comimos en Fontainebleau y llegamos a París por la tarde.
Elliott me dejó en mi modesto y anticuado hotel y se dirigió al «Ritz», doblando la esquina.
Habíamos avisado a Isabel nuestra llegada, por lo que no me sorprendió encontrarme una nota su›á en el hotel, pero sí me sorprendió su contenido.
Ven en cuanto llegues. Ha ocurrido algo terrible. No traigas a tío Elliott. Por lo que más quieras, ven lo antes que te sea posible.
Soy tan curioso como cualquiera, pero tuve que lavarme y ponerme una camisa limpia. Así que lo hice tomé un taxi y fui a la rue St. Guillaume. Me condujo el criado al salón. Isabel se puso en pie de un salto.
—¿Dónde has estado metido? Llevo horas esperándote.
Eran las cinco, y antes de que pudiera responder entró el mayordomo con el té. Isabel, apretados los puños, le miró con impaciencia. No comprendía yo qué había ocurrido.
—Acabamos de llegar. Nos paramos para comer en Fontainebleau.
—¿No acabará nunca ese hombre? —dijo Isabel.
El criado dejó la bandeja con la tetera, el azucarero y las tazas en la mesa, y con calma realmente exasperante empezó a ordenar platos con dulces, bizcochos y pan con mantequilla. Salió y cerró la puerta.
—Larry se va a casar con Sophie Macdonald.
—¿Y quién es Sophie Macdonald?
—No seas estúpido —dijo Isabel, con los ojos brillando de ira—. La mujerzuela borracha que vimos en aquel repugnante café a que nos llevaste. Y la verdad, no comprendo cómo se te ocurrió llevarnos allí. Gray salió asqueado.
—¡Ah!, quieres decir tu amiga de Chicago —dije, sin hacer caso del injusto reproche—. ¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Él mismo vino ayer tarde y me lo dijo. Estoy frenética desde entonces.
—Vamos a suponer que te sientas y que me das una taza de té y me lo cuentas todo.
—Sírvetela tú.
Se sentó detrás de la mesa del té, contemplándome irritadamente mientras yo me servía una taza de té. Yo me acomodé agradablemente en un pequeño sofá junto a la chimenea.
—No le hemos visto mucho últimamente. Quiero decir desde que volvimos a Dinard. Fue allí a pasar unos días, pero no quiso quedarse en casa. Se fue a un hotel. Solía bajar a la playa y jugaba con las niñas, que están locas con él. Fuimos varías veces a jugar al golf a St. Briac. Un día, Gray le preguntó si había vuelto a ver a Sophie.
»—Sí; le he visto varias veces —dijo.
»—¿Por qué? —le pregunté yo.
»—Es una antigua amiga.
»—Yo en tu lugar no perdería el tiempo con ella —le dije.
»Se sonrió. Ya sabes esa manera que tiene de sonreír, como si le pareciera gracioso lo que le dice una, aunque no tenga ninguna gracia.
»—Pero no estás en mi lugar —me dijo.
»Yo me encogí de hombros y cambié de conversación. Y no volví a pensar en el asunto. Imagínate mi horror cuando vino el otro día y me dijo que se van a casar.
»—Pero no puedes hacerlo, Larry; es imposible —le dije.
»—Lo voy a hacer —dijo tan tranquilamente como si estuviera diciendo que se iba a servir más patatas—. Y quiero que estés simpática con ella, Isabel.
»—Eso es pedirme demasiado —le respondí—. Estás loco, Larry. Es mala; mala.
—¿Por qué dices eso? —interrumpí entonces yo a Isabel.
—Está borracha desde por la mañana hasta por la noche. Y se va con el primer chulo que se lo pide.
—Eso no quiere decir que sea mala. Son muchos los respetables ciudadanos que se emborrachan a quienes les gusta la gente un poco brusca. Ambas cosas son costumbres deplorables, como el morderse las uñas, pero no mucho peor. Yo llamo malo a quien miente y engaña y es cruel.
—Si te pones de parte suya, te mato.
—¿Cómo se encontró Larry con ella otra vez?
—Buscó su dirección en la lista de teléfonos y fue a verla. Estaba enferma, lo cual no es de extrañar con la vida que lleva. Larry llamó a un médico y buscó a alguien para que la cuidara. Así empezó la cosa. Ahora dice que ha dejado de beber, y el muy estúpido se cree que esta curada.
—¿Te has olvidado de lo que Larry hizo con Gray? ¿No lo curó a él?
—Es muy distinto. Gray quería que le curaran. Ella, no.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque conozco a las mujeres. Cuando una mujer llega a tales extremos, se acabó; no tiene remedio. Si Sophie es lo que es, la razón es que siempre lo fue. ¿Crees tú que se quedará con Larry? ¡Claro que no! Antes o después se irá. Lo lleva en la sangre. Lo que le gusta es un hombre bestial: eso es lo que la excita. E irá a buscarlo. Le hará la vida imposible a Larry.
—Me parece muy probable, pero no sé qué puedes hacer tú para evitarlo. Él sabe perfectamente lo que hace.
—Yo no puedo hacer nada; pero tú sí.
—¿Yo?
—Le eres simpático a Larry y te hace caso. Eres la única persona que tiene alguna influencia sobre él. Conoces el mundo. Ve y dile que no puede cometer semejante locura. Dile que será su desgracia.
—Me dirá que no es asunto mío, y tendrá mucha razón.
—Pero también te es simpático; por lo menos, te interesa. ¿Vas a dejar que eche a perder su vida sin mover un dedo?
—Gray es su mejor y más antiguo amigo. No creo que consiga nada, pero yo diría que Gray es, quizá, la persona más indicada para hablarle del asunto.
—¡Gray! ¡Bah! —dijo con impaciencia.
—A lo mejor no resulta la cosa tan mal como, tú te piensas. He conocido a tres hombres, uno en España y dos en Oriente, que se casaron con mujeres de mala vida, y las tres han resultado muy buenas esposas. Les están agradecidas a sus maridos por la seguridad que les han dado, y, naturalmente, saben cómo agradar a los hombres.
—Acabas con mi paciencia. ¿Tú crees que yo me sacrifiqué para dejar que Larry caiga en las garras de una ninfomaníaca?
—¿Tú te sacrificaste? ¿Cómo?
—Al renunciar a Larry por la exclusiva razón de que no quise estorbarle en el camino que se había trazado.
—Vamos, vamos, Isabel. Renunciaste a Larry por un magnífico brillante y un abrigo de marta.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando vi volar hacia mi cabeza un plato de pan con mantequilla. Cogi el plato en el aire por pura suerte, pero las rebanadas de pan quedaron todas desperdigadas en el suelo. Me levanté y dejé el plato en la mesa.
—A tu tío Elliott no le hubiera gustado en absoluto que le hubieras roto uno de sus platos de porcelana de Crown Derby. Pertenecieron a una vajilla que se mandó hacer el tercer duque de Dorset, y casi no tienen precio.
—Coge el pan del suelo —dijo secamente.
—Cógelo tú —repliqué, y volví a sentarme en el sofá.
Se levantó casi fuera de sí y cogió los pedazos de pan.
—Y te llamas un gentleman inglés —dijo furiosa.
—No; en mi vida he dicho tal cosa.
—Sal de aquí. No quiero volver a verte. Me das asco.
—Lo siento; porque a mí me causa gran placer verte a ti. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes la nariz exactamente igual a la de la estatua de Psiquis que hay en el Museo de Nápoles, la más bella representación de la belleza virginal que jamás ha existido? Tienes las piernas admirables, largas y bien formadas, y nunca dejan de sorprenderme, porque cuando eras muchacha las tenías rollizas y sin forma. No comprendo cómo te las has arreglado.
—Con una voluntad de hierro y la gracia de Dios —respondió airadamente.
—Pero lo mejor que tienes son las manos, tan finas y elegantes.
—Creí que te parecían grandes.
—Para tu altura y tamaño, no. Siempre me ha maravillado la gracia infinita con que las mueves. Ya sea de manera natural, o gracias al arte, nunca haces un ademán sin adornarlo de belleza. Algunas veces son como flores; otras como pájaros en vuelo. Son más expresivas que cuantas palabras puedas decir. Son como las manos de los retratos pintados por El Greco. Tanto es así, que cuando las miro me siento inclinado a creer en la profundamente improbable historia de tu tío Elliott, según la cual uno de tus antepasados fue un grande de España.
—¿Qué estás diciendo? Es la primera vez que lo oigo.
Le conté lo referente al conde de Lauria y a la dama de honor de la reina María, de quienes Elliott se creía descendiente por línea materna. Isabel me escuchó contemplándose los largos dedos y sus barnizadas uñas, con gran interés y complacencia.
—De alguien tiene uno que descender —dijo. Y luego, con una risa casi imperceptible, y lanzándome una mirada traviesa, en la que ya no se advertía rastro alguno de rencor, añadió—: Eres un asqueroso.
Así de fácil es hacer entrar en razón a una mujer, diciéndole la verdad.
—Hay momentos en que no te odio de manera positiva —dijo Isabel.
Se levantó y tomó asiento en el sofá, junto a mí, y enlazando su brazo con el mío se inclinó para besarme. Retiré la cara.
—Me niego a que me embadurnes la cara de carmín. Si quieres besarme, bésame en los labios, que para eso son.
Se echó a reír, y volviéndome la cabeza hacia ella con una mano, dejó sobre mis labios una finísima película de pintura. La sensación no tuvo nada de agradable.
—Ahora que has hecho eso, quizá quieras decirme lo que deseas.
—Consejo.
—Eso estoy dispuesto a dártelo, aunque supongo que no lo seguirás. Lo único que puedes hacer es aceptar lo inevitable, que no es grato, y mejorarlo en la medida de lo posible.
Renació su ira, se separó violentamente de mí, y levantándose bruscamente se dejó caer en el sillón que había al otro lado de la chimenea.
—No voy a estarme quieta mientras Larry se destroza la vida. No me detendré ante nada con tal de impedir que se case con esa… mujerzuela.
—Fracasarás. Debes comprender que está dominado por una de las emociones más fuertes que pueden apoderarse del corazón humano.
—¿Quieres decir que está enamorado de ella?
—No; eso, por comparación, tendría poca importancia.
—¿Entonces?
—El propio sacrificio es una pasión tan arrebatadora, que junto a ella hasta el hambre y la lujuria pierden importancia. Arrastra a su víctima a la destrucción mediante la más alta afirmación de la personalidad. El objeto del sacrificio puede carecer en absoluto de valor. Eso no importa. No hay vino tan embriagador, amor más demente, ni vicio que de tal manera domine. Cuando el hombre se sacrifica a sí mismo supera durante unos momentos al mismo Dios; pues, ¿cómo puede un Dios, infinito y omnipotente, sacrificarse? Lo más que puede hacer es sacrificar a su único Hijo.
—Me aburres; cállate.
No le hice caso.
—¿Cómo puedes suponer que ni el sentido común ni la prudencia puedan tener el más mínimo efecto sobre Larry cuando se encuentra bajo el influjo de tan tremenda pasión? No sabes lo que ha estado buscando durante todos estos años. Tampoco yo lo sé; únicamente lo sospecho. Todos estos años de trabajar, todas las experiencias que ha recogido, no pesan nada en la balanza contra su deseo…; pero es más que deseo, es una necesidad imperiosa, que quiere ser satisfecha, de salvar el alma de una mujer perdida a quien conoció cuando era una niña inocente. Yo creo que es imposible; con su aguda sensibilidad va a sufrir las torturas del infierno; y la obra de su vida, sea lo que sea, quedará por hacer. El innoble París dio muerte a Aquiles disparando una flecha contra su talón. Larry carece de ese atisbo de dureza que hasta el santo ha de menester para ganar su corona.
—Le quiero —dijo Isabel—. Dios sabe que nada pido de Larry. Nada espero. Nadie puede amar más desinteresadamente. Y va a ser muy desgraciado.
Comenzó a llorar, por suponer que ello pudiera aliviarla. La dejé.
Pasado un rato. Isabel sacó su pañuelo y un espejo, y se enjugó cuidadosamente las lágrimas.
—Te pintas solo para consolar, ¿verdad? —me dijo.
La miré pensativamente, pero no respondí. Se dio polvos y se pintó la boca.
—Acabas de decir que sospechas lo que ha andado buscando durante todos estos años. ¿Qué has querido decir?
—Únicamente puedo adivinarlo, y bien fácil será que me equivoque. Pero creo que ha estado buscando una filosofía, acaso una religión, y una regla de vida que satisfaga su inteligencia y también su corazón.
Pensó Isabel unos instantes acerca de esto. Luego suspiró.
—¿No te parece raro que un muchacho nacido en el campo, un muchacho de Marvin, en el Estado de Illinois, tenga una idea así?
—No me parece más extraño que el hecho de que Luther Burbank, nacido en una granja de Massachusetts, descubriera la manera de cultivar una naranja sin pepitas, o que Henry Ford, venido al mundo en una alquería de Michigan, inventase el Fotingo.
—Pero ésas son cosas prácticas las dos. Y de acuerdo con la tradición americana.
Me eché a reír.
—¿Puede haber nada más práctico que aprender a vivir de la mejor manera posible?
Isabel hizo un gesto de tedio.
—¿Qué me aconsejas que haga?
—No quieres perder a Larry por completo, ¿no es así?
Dijo que no con la cabeza.
—Conoces su gran lealtad. Si te niegas a tratar a su mujer, él se negará a tener nada que ver contigo. Si tienes una pizca de sentido común, procurarás hacerte amiga de Sophie. Te olvidarás de todo lo pasado y estarás con ella todo lo amable que puedas. Como se va a casar, supongo que querrá comprarse alguna ropa. ¿Por qué no te ofreces a ir de compras con ella? Creo que aceptaría sin dudarlo.
Isabel me escuchó con los ojos medio cerrados. Parecía oírme con gran atención. Quedó pensativa durante unos segundos, pero no pude adivinar lo que pasaba por su cabeza. Lo que dijo me sorprendió.
—¿Quieres convidarla a comer? Para mí sería algo violento, después de lo que le dije ayer a Larry.
—¿Te portarás como es debido si lo hago?
—Como un ángel —respondió, con una de sus más cautivadoras sonrisas.
—Pues lo voy a hacer ahora mismo.
Había un teléfono en la habitación. Pronto encontré el número de Sophie, y después de la espera acostumbrada, que quienes usan los teléfonos franceses pronto aprenden a soportar con paciencia, se puso ella al aparato. Le di mi nombre.
—Acabo de llegar a París —le dije— y me he enterado de que Larry y tú os vais a casar. Quiero darte la enhorabuena. Espero que seáis muy felices. —Reprimí un grito cuando Isabel, que estaba junto a mí, me dio un terrible pellizco en un brazo—. Voy a estar aquí muy poco tiempo, y me gustaría saber si Larry y tú querríais venir a comer conmigo en el «Ritz» pasado mañana. Voy a invitar también a Gray, a Isabel y a Elliott Templeton.
—Se lo preguntaré a Larry. Está aquí. —Hubo una pausa—. Dice que sí, que encantados.
Fijé la hora, hice un comentario cortés y colgué el auricular. Algo vi en los ojos de Isabel que me infundió sospechas.
—¿Qué estás tramando? —le pregunté—. No me gusta esa mirada.
—Lo siento; creí que la mirada era una de las cosas que te gustaban de mí.
—¿Estás planeando alguna maldad?
Abrió los ojos exageradamente.
—Te prometo que no. Si quieres que te diga la verdad, lo que tengo es una curiosidad enorme de ver qué aspecto tiene Sophie, ahora que Larry la ha regenerado. Lo que espero es que no se presente en el «Ritz» pintada como una máscara.