A la noche siguiente tomé el «Tren Azul» hacia la Costa, y pasados dos o tres días fui a Antibes para ver a Elliott y darle noticias de París. No me gustó nada su aspecto. La cura de aguas en Montecatini no le había sentado todo lo bien que esperaba, y los subsecuentes viajes le habían agotado. Encontró en Venecia una pila bautismal y fue luego a Florencia para comprar el tríptico acerca del cual había estado negociando. Deseoso de ver instaladas ambas cosas, alargó su viaje y se alojó en una miserable posada, en la que el calor se hacía muy duro de sobrellevar. Sus preciosas compras tardaron mucho en llegar, pero, determinado a no irse hasta después de ejecutado su propósito, permaneció en la posada. Grande fue su delicia cuando todo quedó terminado al observar el efecto, y me mostró con orgullo las fotografías que había hecho. La iglesia, aunque pequeña, tenía dignidad, y la ponderada riqueza de su interior era prueba del buen gusto de Elliott.
—Vi en Roma un sarcófago cristiano primitivo, con el que me encapriché, y estuve pensando mucho tiempo en comprarlo; pero acabé por abandonar la idea.
—¿Y qué diablos pensabas hacer con un sarcófago de los primeros tiempos del cristianismo, me quieres decir?
—Meterme dentro, mi querido Maugham. Era de muy agradable diseño y me pareció que haría buen efecto enfrente de la pila bautismal, al otro lado de la entrada. Pero aquellos primeros cristianos eran gente desmedrada y no hubiera yo cabido dentro. Como comprenderás, no iba a estarme allí dentro hasta que resuenen las trompetas convocándonos al Juicio Final, con las piernas dobladas y las rodillas pegadas al mentón como un feto. Hubiera sido extremadamente incómodo.
Me eché a reír, pero Elliott hablaba completamente en serio.
—Tuve una idea mejor. Ya lo tengo todo arreglado, aunque me ha costado bastante trabajo, lo cual era de esperar, para que me entierren delante del altar, al pie de las gradas del prebisterio, y así, cuando los labriegos de la región vayan a comulgar harán resonar sus botas claveteadas encima de mis huesos. ¿No te parece una idea agradable? Una sencilla lápida de piedra, con mi nombre, dos fechas y unas palabras: Si monumentum quaeris, circumspice: Si buscas su monumento, mira alrededor. ¿Comprendes?
—Hombre, sé el suficiente latín para entender una cita manida —le dije, algo molesto.
—Perdóname. Estoy tan acostumbrado a la terrible ignorancia de las clases altas, que olvidé durante un momento que eres escritor.
Hizo una mueca.
—Pero a lo que iba —continuó—. He dejado en mi testamento instrucciones concretas, pero quiero que te encargues de que se cumplan. Me niego rotundamente a que me entierren en la Costa Azul, entre innumerables coroneles retirados y franceses de la clase media.
—Naturalmente, cuenta conmigo para lo que quieras, Elliott; pero me parece que no es necesario hacer esa clase de proyectos hasta dentro de muchos años.
—Ya voy siendo viejo, y si quieres que te diga la verdad, no me importará descansar. ¿Cómo son esos versos de Landor? «La vida con su ardor bastó a mi frío…».
Aunque tengo mala memoria para esas cosas, el poema es muy corto y pude repetirlo:
Con nadie yo luché; no fue preciso;
Natura fue mi amor, el Arte luego,
La vida con su ardor bastó a mi frío;
Sus llamas ya decaen, heme pues presto.
—Eso es —dijo.
No pude evitar la reflexión de que únicamente mediante un violento esfuerzo imaginativo podría Elliott aplicarse el rimado epigrama.
—Expresa mis sentimientos exactamente —dijo—. Lo único que pudiera añadir es que siempre me he tratado con la gente más distinguida de Europa.
—Eso sería difícil expresarlo en cuatro versos.
—Ya no hay sociedad. Hubo un tiempo en que me animó la esperanza de que los Estados Unidos remplazaran a Europa, creando una aristocracia respetada por el populacho, pero la catástrofe económica la ha hecho imposible. Mi pobre país va a la deriva hacia el irremediable predominio de la clase media. Puede que no lo creas, pero la última vez que estuve en América el mecánico de un taxi me llamó «hermano».
Pero aunque la Costa Azul, aún afectada por la crisis del año 1929, no era lo que había sido. Elliott continuaba dando fiestas y asistiendo a ellas. Nunca se había tratado con judíos, excepto con los Rothschild, pero entonces las fiestas más fastuosas las ofrecían miembros de la raza elegida, y cuando había una fiesta Elliott no podía soportar la idea de perdérsela. Deambulaba por los salones durante ella, estrechando graciosamente una mano, besando otra, pero con una especie de melancólica superioridad, como si fuera un rey desterrado que se encontrara algo embarazado al hallarse en semejante compañía. Por contraste, los monarcas desterrados lo pasaban divinamente en esas fiestas, y pudiera creerse que el límite de su ambición era conocer a determinadas estrellas del cine. Tampoco había aceptado Elliott nunca con gusto la moderna costumbre de considerar a la gente de teatro como personas admisibles en sociedad; más como quiera que cierta actriz retirada se hubiese construido una suntuosa residencia vecina a la de Elliott, lugar de continuos festejos y muy frecuentada por miembros del Gobierno, duques y egregias damas que pasaban largas temporadas convidados por la actriz. Elliott se convirtió en su asiduo visitante.
—Es una sociedad muy mezclada, naturalmente —me dijo una vez—, pero no necesita uno hablar con quien no apetece. Ella es compatriota mía, y creo que debe de ser un alivio para sus convidados encontrar a alguien que sabe hablar su mismo idioma.
Algunas veces era su aspecto tan enfermizo que yo le preguntaba por qué no hacía una vida más sosegada.
—¡Ah! Cuando se tiene mis años no se puede. Supongo que comprenderás que no he frecuentado la mejor sociedad del mundo durante cincuenta años para no saber que si no le ven a uno en todas partes pronto le olvidan.
No sé si comprendía la lamentable confusión implícita en estas palabras. Ya no me sentía yo capaz de reírme de él, pues me inspiraba una profunda piedad. No vivía más que para la vida de sociedad, una fiesta era su ambición, no ser convidado a cualquiera lo consideraba una afrenta, y estar solo le mortificaba. Y, ya anciano, tenía miedo, un miedo atormentador.
Transcurrió el verano. Elliott lo pasó yendo de un extremo al otro de la costa, comiendo en Cannes, cenando en Montecarlo, y haciendo milagros para poder asistir a un té aquí y a un cóctel allá y por muy cansado que estuviera, se esforzaba siempre en mostrarse afable, buen conversador e ingenioso. Conocía gran cantidad de chismorreos, y se enteraba invariablemente antes que nadie de todos los detalles del más reciente escándalo, con excepción de las personas a que atañía directamente. Si alguien le hubiera dicho que su vida era fútil, le hubiera contemplado atónito. Y habría juzgado a dicho observador de lamentable plebeyez.