2

Isabel concibió el deseo de recorrer los lugares de reunión nocturna de más baja estofa, y como no me fueran desconocidos, me pidió que les sirviera de guía. No me agradó la idea, porque en los lugares de esa índole que hay en París no es raro que den muy evidentes y poco agradables muestras de la escasa complacencia con que ven llegar a ellos turistas procedentes de otro mundo. Pero Isabel insistió. Le advertí que resultaría tedioso y le supliqué que se vistiese con sencillez. Cenamos tarde, pasamos una hora en el «Folies–Bergère» y nos pusimos en marcha. Los llevé ante todo a una bodega cercana a Notre Dame, frecuentada por chulos y rameras. Yo conocía al propietario, y él mismo nos hizo sitio en una larga mesa a la cual estaban sentados muy indeseables personajes; pero pedí yo vino para todos, y brindamos los unos por los otros. Hacía calor, estaba cargado de humo el aire y no era grande la limpieza. Los llevé a las «Sphynx», donde unas mujeres, sin más ropa que sus ricos pero deslucidos trajes de noche, exhibiendo los pechos completamente desnudos, se sientan en dos bancos enfrente el uno del otro, y cuando la música toca bailan juntas melancólicamente, avizorando ansiosamente hacia los hombres, que se sientan ante mesas de mármol alrededor del salón. Algunas de las mujeres guiñaron a Isabel al pasar cerca de nosotros, y yo me pregunté si ésta sabría lo que querían decir. Desde allí nos dirigimos a la rue de Lappe. Es una calle sucia, estrecha, y nada más que entrar en ella se recibe una impresión de sórdida lujuria. Entramos en un café. Allí, el acostumbrado muchacho, pálido y enfermizo, tocaba el piano, mientras otro hombre de más edad rascaba un violín y un tercero hacía ruidos discordes con un saxófono. Estaba abarrotado y no parecía haber ninguna mesa disponible; pero el patrón, al ver que éramos clientes con dinero que gastar, hizo levantarse sin ninguna ceremonia a una pareja, obligándolos a sentarse a una mesa ya ocupada, y nos acomodó. Las dos personas desalojadas no lo tomaron de buen grado, y comenzaron a hacer comentarios que no podrían tomarse como halagüeños. Muchos de los presentes bailaban; marineros con un rojo pompón en las gorras, hombres por lo general sin destocar, y con pañuelo al cuello; mujeres de edad madura y muchachas de pocos años pintadas y repintadas, sin sombrero, con faldas cortas y blusas de colores. Algunos hombres bailaban con muchachos carnosos, de ojos pintados; mujeres flacas, de duras facciones, bailaban con otras gruesas y de pintado pelo; otras eran parejas mixtas. La atmósfera estaba cargada de humo y de los efluvios del alcohol y de los cuerpos sudorosos. La música tocaba interminablemente, y la desagradable chusma seguía dando vueltas, brillantes de sudor las caras, con una solemne intensidad que resultaba horrible. Había algunos hombretones de aspecto brutal, pero por lo general eran los presentes entecos y flacos. Miré a los tres que tocaban. Hubieran podido ser fantoches mecánicos, tan automática era su ejecución, y me pregunté si era posible oue en otros tiempos, cuando comenzaron sus carreras, habrían pensado que iban a ser músicos a quienes acudiría la gente a escuchar y aplaudir desde muy lejos. Hasta para tocar mal el violín es necesario tomar lecciones y practicar. ¿Era plausible pensar que aquel violinista se tomara tanta molestia para tocar fox-trots hasta altas horas de la madrugada en aquel apestoso y vil ambiente? Cesó la música, y el pianista se enjugó el rostro con un pañuelo sucio. Los bailarines fueron acercándose a sus mesas, arrastrando los pies, o contoneándose. Y en aquel momento llegó a nuestros oídos una procaz exclamación puramente norteamericana.

Se levantó una mujer de una de las mesas del otro extremo del café. El hombre que la acompañaba intentó detenerla, pero ella le apartó de un empujón y atravesó la pista con paso inseguro. Estaba muy borracha. Se acercó a nuestra mesa y se detuvo ante ella, vacilante y sonriendo estúpidamente. Dijérase que encontraba nuestra contemplación profundamente divertida. Miré a mis compañeros. Los ojos de Isabel, clavados en la mujer, carecían de expresión. Gray tenía la cara arrugada por una mueca hosca. Larry la miraba como si no pudiera dar crédito a sus ojos.

—¡Hola! —dijo la mujer.

—¡Sophie! —exclamó Isabel.

—¿Pues quién demonios creíais que era? —dijo con voz que parecía un gorgoteo. Agarró a un camarero que pasaba—: Vincent, tráeme una silla.

—Tráetela tú —replicó él, zafándose.

Salaud! —chilló ella escupiéndole.

T’en fais pas, Sophie —dijo un hombre corpulento y grandón, de abundante y muy grasiento pelo, que estaba sentado junto a nosotros en mangas de camisa—: Aquí tienes una silla.

—¡Mira que encontraros a todos así! —dijo ella aún tambaleándose—. ¿Qué hay, Larry?

¡Hola, Gray! —Se dejó caer en la silla que el hombre que le había hablado colocó detrás de ella—. Vamos a beber todos algo. ¡Patrón! —gritó.

Ya había advertido que el propietario nos estaba vigilando. Se aproximó a nuestra mesa.

—¿Conoces a estos señores, Sophie? —preguntó tuteándola.

Ta gueule —respondió ella con risa de borracha—. ¡Son amigos de mi infancia! Y los voy a convidar a una botella de champaña. Y no nos traigas urine de cheval. Tráeme algo que pueda beberse sin vomitar.

—Estás borracha, ma pauvre Sophie.

—Vete al diablo.

El hombre se alejó, complacido de poder vender una botella de champaña (nosotros, por miedo, estábamos bebiendo coñac con sifón), y Sophie me miró inexpresivamente un momento.

—¿Y quién es éste?

Isabel le dijo mi nombre.

—¡Ah! Ya me acuerdo. Una vez fuiste a Chicago. Eres un tío estirado, ¿no?

—Puede ser —respondí sonriendo.

No la recordaba en absoluto, pero no me sorprendió, pues hacía más de diez años que no había estado en Chicago, y conocía allí a mucha gente, y aún más desde entonces.

Era una mujer alta, y de pie parecía serlo más, pues era muy delgada. Vestía una blusa de seda verde brillante, arrugada y con manchas, y una falda negra y corta. El pelo, muy corto, de amplia ondulación, pero revuelto, lo tenía teñido de un rubio llamativo. Estaba grotescamente pintada, con las mejillas cubiertas de colorete hasta los ojos; los párpados superiores e inferiores, casi ocultos bajo una capa azul. Cejas y pestañas desaparecían bajo la pintura, y la boca era escarlata gracias a la barra de los labios. Las manos, de pintadas uñas, no pecaban de limpias. Parecía la más vil de todas las mujerzuelas allí congregadas, y tuve la sospecha de que no solamente estaba borracha, sino bajo la influencia de algún estupefaciente. Mas sería inútil negar que poseía cierto vicioso atractivo; la arrogante inclinación de su cabeza y la pintura del rostro acentuaban el sorprendente color verde de sus ojos. Aun en su estado de embriaguez, era perceptible en ella una descarada impudicia que muy comprensiblemente atraería a cuanto de vil encierra el hombre. Nos abarcó a todos con una mirada sarcástica.

—No parece que estéis demasiado encantados de verme.

—Ya había oído decir que estabas en París —dijo Isabel con una sonrisa helada.

—Pues ya podías haberme llamado. Estoy en la lista de teléfonos.

—No llevamos aquí mucho tiempo.

Gray acudió en su socorro.

—¿Te diviertes en París, Sophie?

—¡Vaya! Tú te quedaste sin un centavo, ¿no, Gray?

—Sí.

—¡Mala pata! Supongo que Chicago estará ahora terrible. Yo tuve suerte yéndome a tiempo. ¿Qué tal y cuál está haciendo ese hijo de mala madre que no nos trae de beber?

—Ya viene —dije yo, al ver al camarero avanzando en zigzag por entre las mesas, con vasos y una botella en una bandeja.

Mi respuesta atrajo su atención sobre mí.

—Mi encantadora familia política me echó a patadas de Chicago. Dijeron que estaba echando a perder sus f… reputaciones. —Soltó una carcajada bestial—. Ahora me pasan una renta.

Llegó el champaña y fue servido. Sophie se llevó una copa a los labios con mano temblona.

—Al diablo los tíos estirados —dijo; y luego de vaciar la copa, miró a Larry—: No parece que tengas mucho que decir, Larry.

Larry había estado contemplándola con cara compasiva. No le había quitado de encima los ojos desde que se aproximó a nosotros. Sonrió cordialmente.

—No soy hablador.

Empezó a tocar la música de nuevo y se acercó a nuestra mesa un hombre. Era alto, bien formado, de gran nariz aguileña, abundante pelo negro cubierto de brillantina y gruesos labios sensuales. Parecía un avieso Savonarola. Como la mayoría de los presentes, no llevaba cuello, y conservaba abrochada la muy ceñida chaqueta para exhibir el talle.

—Venga, Sophie. Vamos a bailar.

—Déjame. Estoy ocupada. ¿No ves que estoy con unos amigos?

J’m en fous de tes amis. A bailar he dicho.

La agarró de un brazo, pero ella se libró de un tirón.

Fous–moi la paix —gritó ella con repentina violencia, añadiendo una obscenidad, a la que él contestó con otra parecida. Pero la última la dijo Sophie.

Gray no entendía lo que estaban diciendo, pero percibí que Isabel, con ese extraño conocimiento que las mujeres más virtuosas parecen tener de lo obsceno, comprendía perfectamente, y una mueca de asco endureció su expresión. Alzó el hombre el brazo, abierta la mano, mano callosa de trabajador, e iba a abofetear a Sophie cuando Gray medio se levantó de su silla y le gritó con su execrable acento:

Allaiz vous ong.

Se detuvo el hombre y dirigió a Gray una mirada de furia.

—Cuidado, Coco —dijo Sophie con una risa de hiel—. Éste te puede.

El hombre se dio cuenta de la enorme corpulencia de Gray, de su peso y aparente vigor. Se encogió de hombros malhumoradamente y arrojándonos una palabrota, se alejó mohíno. Sophie rió sonoramente. Los demás callamos. Yo le volví a llenar el vaso.

—¿Vives en París, Larry? —preguntó, después de apurarlo.

—Por el momento sí.

Siempre es arduo conversar con un borracho, y de nada sirve negar que el que no lo está se encuentra en muy notoria desventaja. Continuamos hablando durante unos minutos, forzados, violentos. Entonces Sophie retiró su silla de la mesa.

—Si no vuelvo con él, mi amigo se va a poner hecho una furia. Tiene malas pulgas, but Christ, he’s a good screw. —Se puso de pie—. Hasta la vista, chicos. Volved por aquí. Yo vengo todas las noches.

Se abrió camino a empujones y desapareció entre los que bailaban. El helado desprecio retratado en la cara de Isabel casi me hizo reír. Todos callamos.

—Esto es asqueroso —dijo Isabel de pronto—. Vámonos.

Pagué lo que habíamos bebido y el champaña de Sophie, y salimos todos juntos. Casi todos los presentes estaban bailando y nuestra marcha no provocó comentarios. Eran más de las dos, y buena hora, en mi sentir, de irnos a acostar; pero Gray dijo que tenía hambre, lo que me hizo proponer que fuéramos al «Graf», en Montmartre, para comer algo. Según subíamos hacia allá en el coche, fuimos en silencio. Yo iba sentado junto a Gray para indicarle el camino. Llegamos al ostentoso establecimiento, entramos y pedimos huevos con tocino y cerveza. Isabel, al menos en apariencia, había recobrado la serenidad. Me felicitó, quizá con un dejo de ironía, acerca de mi conocimiento de los lugares más infames de París.

—Tú lo quisiste —le dije.

—Y me he divertido en grande. He pasado una noche magnífica.

—Vamos, Isabel —dijo Gray—. Ha sido repugnante. Y encima, Sophie.

Isabel se encogió de hombros con visible indiferencia.

—¿No te acuerdas de ella en absoluto? —me preguntó—. Estuvo sentada a tu lado la primera vez que cenaste con nosotros. Entonces no tenía ese terrible pelo colorado. Su color natural es rubio sucio.

Traté de recordar. Me presentó la memoria la imagen de una muchacha muy joven, de ojos azules, tirando a verdes, y de gallarda cabeza. No era bonita, pero sí de grata lozanía, e ingenua, con una mezcla de timidez y descaro que encontré divertida.

—Claro que me acuerdo. Me gustó su nombre. Una tía mía se llamaba Sophie.

—Se casó con un chico amigo de casa: Bob Macdonald.

—Buen muchacho —dijo Gray.

—Uno de los más guapos que he conocido. Nunca comprendí lo que pudo ver en Sophie. Se casaron casi al mismo tiempo que nosotros. Los padres de Sophie se divorciaron, y su madre se volvió a casar con uno de la «Standard Oil» destinado en China. Ella vivía con la familia de su padre, en Marvin, y la veíamos mucho; pero cuando se casó, se apartó de nuestra pandilla no sé por qué. Bob Macdonald era abogado, pero no ganaba mucho, y vivían en un pisito de North Side. Pero no fue por eso. No querían tratarse con nadie. Jamás he conocido a una pareja más enamorada. Cuando llevaban dos o tres años casados, y tenían un niño y todo, iban al cine y él se sentaba rodeándole la cintura a Sophie con un brazo, y ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Eran la diversión de Chicago.

Larry escuchaba a Isabel sin hacer ningún comentario, y con expresión inescrutable.

—¿Y qué pasó? —pregunté.

—Una noche volvían ellos y el niño hacia Chicago en un cochecito abierto que tenían. Le tenían que llevar a todas partes, por no tener criados. Sophie hacía todo el trabajo de la casa. Además estaban chiflados con el niño. Unos borrachos en un coche cerrado y muy grande, se estrellaron contra ellos de frente, a 130 kilómetros por hora. Bob y el niño murieron instantáneamente, pero Sophie escapó conmocionada y con un par de costillas rotas. Le ocultaron todo el tiempo posible que Bob y el niño se habían matado, pero llegó un momento en que se lo tuvieron que decir. Parece que fue horrible. Casi perdió la razón. Estuvo dando aullidos no sé cuánto tiempo. La tenían que vigilar noche y día, y una vez casi consiguió tirarse por la ventana. Naturalmente, todos hicimos lo que pudimos, pero parecía como si nos odiara. Cuando salió del hospital la metieron en un sanatorio, y estuvo allí bastantes meses.

—¡Pobrecilla!

—Cuando la dejaron salir empezó a beber, y cuando estaba borracha se iba a la cama con el primero que se lo decía. Fue un calvario para la familia de su marido, que era gente buena y tranquila y odiaban el escándalo. Al principio todos procuramos ayudarla, pero no se podía hacer nada. La convidabas a cenar y se presentaba con una borrachera, y generalmente se caía al suelo sin sentido antes de acabar la noche. Luego empezó a tratar a gente indeseable y tuvimos que dejar de verla. Una vez la detuvieron por conducir embriagada. Iba con un italiano al que acababa de conocer en un bar clandestino, y resultó que la policía andaba detrás de él.

—Pero ¿tenía dinero? —pregunté.

—El seguro de Bob. Los dueños del automóvil causa del accidente estaban asegurados, y algo les sacó. Pero no le duró mucho tiempo. Se lo gastó como un marinero borrachín, y al cabo de dos años no tenía un centavo. Su abuela no quiso tenerla en Marvin. Entonces su familia política le dijo que si se iba a vivir al extranjero le pasarían una renta mensual. Y supongo que de ella vive.

—La rueda ha dado la vuelta completa —comenté—. Hubo un tiempo en que cuando en una familia surgía un calavera o algo así, si era de mi país, le mandaban a América. Ahora parece que le mandan desde América a Europa.

—Yo no puedo dejar de sentir lástima de ella —dijo Gray.

—¿No? —dijo Isabel tranquilamente—. Yo sí. Claro que cuando empezó la cosa fue para mí un golpe, y nadie puede tenerle más lástima de la que yo sentí por ella. Nos habíamos conocido toda la vida. Pero una persona normal se sobrepone a esas cosas. Si ella no ha podido y se ha entregado, es señal de que siempre tuvo malas intenciones ocultas. Era una desequilibrada; hasta su amor por Bob era exagerado. Si hubiera tenido carácter habría podido hacer algo con su vida.

—¿No crees que eres muy dura, Isabel? —murmuré.

—Nada de dura; lo que pasa es que tengo sentido común y no veo ningún motivo para ponerse sentimental hablando de Sophie. Dios sabe que no es posible querer a nadie más de lo que yo quiero a Gray y a las niñas, y si se mataran en un accidente de automóvil creo que perdería la cabeza, pero antes o después recobraría el dominio de mis nervios. ¿No es eso lo que te gustaría que hiciera, Gray, o preferirías que me cogiese una borrachera todas las noches y tuviese que ver con todos los apaches de París?

Gray hizo entonces el comentario más cercano al humorismo que nunca le oí:

—Claro es que yo preferiría que te arrojases a mi pira funeraria con un traje nuevo de «Molyneux», pero como eso ya ha pasado de moda, supongo que lo mejor que podías hacer sería dedicarte al bridge. Y me gustaría también que no olvidaras jamás que no se debe abrir con un triunfo sin tener, por lo menos, de tres y media a cuatro bazas seguras.

No era propicia la coyuntura para decirle yo a Isabel que el amor que profesaba a su marido y a sus hijas, aunque verdadero, poco tenía de apasionado. Quizás intuyera el pensamiento que me cruzaba por la cabeza, pues volviéndose hacia mí me interrogó casi con truculencia:

—¿Qué ibas a decir?

—Me pasa lo que a Gray. Me da lástima la chica.

—No es una chica; tiene treinta años.

—Supongo que cuando se mataron su marido y su hijo, para ella fue como si el mundo se hubiera acabado. Supongo que dejó de importarle lo que pudiera ocurrirle y que se arrojó a esa vida de beber y de viles amores para vengarse de la fatalidad, que tan cruelmente la trató. Había estado viviendo en el paraíso, y cuando lo perdió no pudo soportar la vulgar tierra de la humanidad vulgar, y se arrojó de cabeza al infierno. Digo yo que, privada del néctar de los dioses, decidió que igual le daría beber ginebra adulterada.

—Ésas son las cosas que decís en las novelas. Pero no son más que bobadas, y tú lo sabes. Sophie se revuelve en el muladar porque le gusta. Hay otras mujeres que han perdido a sus maridos y a sus hijos. No fue eso lo que la empujó al vicio. El vicio no nace nunca de la bondad. El vicio estuvo siempre latente en ella. Cuando aquel accidente de automóvil rompió el dique, quedó ella libre para conducirse naturalmente. No necesitas desperdiciar tu piedad con ella: es ahora lo que siempre fue en el fondo.

Larry había permanecido silencioso todo el tiempo. Parecía estar sumido en sus propios pensamientos y creí que ni siquiera había escuchado nuestras palabras. Cuando acabó de hablar Isabel, sobrevino un corto silencio. Y entonces comenzó él a hablar, pero en un tono extraño, desprovisto de matices, como si en lugar de dirigirse a nosotros estuviera pensando en voz alta; sus ojos parecían mirar a un tiempo pasado a través de las nubes de los años.

—La recuerdo cuando tenía catorce años, con el pelo peinado hacia atrás, que dejaba al descubierto la frente, y recogido con un gran lazo negro a la espalda, y aquella cara seria y pecosa. Era una niña modesta, de elevados pensamientos e idealista. Leía todo lo que caía en sus manos, y solíamos hablar de libros.

—¿Cuándo? —preguntó Isabel, frunciendo ligeramente el entrecejo.

—Mientras tú te dedicabas con tu madre a ir de visitas. Yo solía acudir a casa de su abuelo y nos sentábamos debajo de un gran olmo que allí había y leíamos en voz alta. Le gustaban los versos, y escribía no pocos.

—Muchas chicas lo hacen a esa edad. Y suelen ser muy malos.

—Es verdad que hace de eso mucho tiempo, y puede ser que no fuera yo buen juez.

—Como que no podías tener diecisiete años.

—Sus versos eran, naturalmente, imitados. Tenían mucho de la poesía de Robert Frost. Pero conservo la impresión de que eran muy notables para una niña de su edad. Tenía excelente oído y el sentido del ritmo. Observaba muy agudamente los rumores del campo, la dulzura del aire al comenzar la primavera y el aroma que de la tierra reseca hace brotar la lluvia.

—No sabía que escribiera versos —dijo Isabel.

—Lo callaba. Tenía miedo de que os rierais de ella. Era muy tímida.

—Ahora, no.

—Cuando volví de la guerra estaba hecha casi una mujer. Había leído extensamente acerca de las condiciones de vida de las clases obreras y las había observado en cierta medida con los propios ojos cuando estaba en Chicago. Conocía ya a Carl Sandburg y escribía apasionadamente en verso libre acerca de la miseria de los pobres y de la explotación de las clases trabajadoras. Quizá todo ello fuera mediocre, pero no me cabe duda de que era sincero e inspirado por una gran piedad y sueños de mejora. Por aquel entonces tenía el proyecto de dedicarse a obras sociales. Su ansia de sacrificarse era enternecedora. Y creo que era muy capaz. No era tonta ni sentimental, sino que daba la impresión de una amabilísima pureza y de una extraña exaltación espiritual. Aquél año nos tratamos mucho.

Percibí que Isabel le escuchaba con creciente exasperación. Larry no tenía idea de que estaba hiriéndole el corazón con una daga, y que cada una de sus tranquilas palabras era como remover el arma dentro de la herida. Pero cuando habló lo hizo con una sonrisa en los labios.

—¿Cómo te eligió para sus confidencias?

Larry la miró con sus sinceros ojos.

—No lo sé. Ella era pobre entre todos vosotros, que teníais dinero sobrado, y yo no era de allí. Si estaba entre vosotros era únicamente porque tío Bob ejercía en Marvin. Supongo que eso la hizo pensar que teníamos alguna afinidad.

Larry no tenía parientes. La mayor parte de nosotros tenemos, al menos, primos, a quienes quizá ni conocemos, pero que nos dan la sensación de pertenecer a la familia humana. El padre de Larry fue hijo único, y su madre única hija. Uno de sus abuelos, el cuáquero, murió aún joven en un naufragio, y el otro no tuvo ni hermanos ni hermanas. No era posible estar más solo en el mundo que Larry.

—¿No se te ocurrió pensar que Sophie estaba enamorada de ti? —le preguntó Isabel.

—Nunca —respondió con una sonrisa.

—Pues lo estaba.

—Cuando volvió de la guerra —dijo Gray con su habitual espontaneidad—, la mitad de las muchachas de Chicago suspiraban por Larry.

—Sophie hacía algo más que suspirar. Te adoraba, mi pobre Larry. ¿De verdad no te diste cuenta?

—De verdad, y no lo creo.

—Supongo que te parecería que sus pensamientos eran demasiado elevados.

—Aún me parece estar viendo a aquella niña flaca, con su lazo en el pelo y una cara muy seria, cuya voz temblaba de emoción al leer aquella oda de Keats, porque era tan hermosa. ¿Qué habrá sido de ella?

Isabel hizo un ligero pero brusco movimiento y miró a Larry con mezcla de suspicacia e interés.

—Es tardísimo, y estoy rendida. Vámonos.