1

Tomé con calma el trabajo que me había llevado a París, agradable en primavera, floridos los castaños de los Champs Elysées y bañadas de alegre luz las calles. Flotaba en el aire el placer, un placer ligero y transitorio, sensual sin grosería, que hacía el andar más elástico y aguzaba la inteligencia. Me sentía feliz con la compañía de mis distintos amigos, y sentía en mi corazón amables recuerdos de tiempos pasados. Al menos en espíritu, recobré algo del vivo calor de la juventud. Juzgué necio permitir que el trabajo estropeara la delicia del momento pasajero, de la cual acaso nunca volviera a disfrutar.

Isabel, Gray, Larry y yo hicimos numerosas excursiones a lugares de interés, situados a cómoda distancia. Fuimos a Chantilly, a Versalles, a Saint Germain y a Fontainebleau. Dondequiera que íbamos, comíamos bien y copiosamente. Gray comía abundantemente para saciar su enorme corpachón, y no era raro que libase con excesiva copiosidad. Su salud, fuera merced al tratamiento de Larry, o simplemente debido al fluir del tiempo, había mejorado sin duda alguna. Ya no sufría aquellos atormentadores dolores de cabeza, y sus ojos iban perdiendo la expresión atónita y desconcertada que encontré tan digna de piedad cuando le vi llegar yo a París. No hablaba mucho si no era para contar, de tarde en tarde, alguna larguísima historia, pero celebraba con muy sonoras carcajadas las bromas de Isabel y mías. Lo pasaba bien. Aunque nada ameno, era tan excelente su humor y disfrutaba con tan poca cosa, que resultaba imposible no encontrarle simpático. Era uno de esos hombres cuya compañía vacilamos en aceptar durante una velada literaria, aunque pensemos gustosamente en ella si de seis meses se trata.

La contemplación del amor que a Isabel profesaba era causa de delicia. Adoraba su belleza y la tenía por la más brillante y fascinadora criatura del mundo; y su devoción a Larry, devoción perruna, era conmovedora. También parecía que Larry lo estaba pasando bien, y nació en mí la idea de que consideraba aquella temporada como una especie de vacaciones en medio de la ejecución de cualesquiera proyectos que tuviera formados, y que estaba disfrutando serenamente de ellas hasta el máximo de sus posibilidades. Tampoco él se mostraba hablador, pero no importaba, pues su mera compañía era ya conversación suficiente. Era tanta su naturalidad, mostraba tan placentera alegría, que no se sentía junto a él necesidad de pedirle más de lo que daba, y yo bien sabía que si los días que pasamos juntos fueron tan felices se debió a estar él entre nosotros. Aunque nunca decía cosas ingeniosas ni graciosos donaires, sé que sin él hubiésemos estado apagados.

Al regreso de una de estas giras presencié una escena sorprendente. Habíamos estado en Chartres y regresábamos hacia París. Gray iba conduciendo, con Larry sentado junto a él; Isabel y yo íbamos detrás. Estábamos cansados después de un día que resultó agotador. Larry llevaba un brazo descansando a todo lo largo del respaldo del asiento delantero. El puño de la camisa, desplazado hacia arriba por la postura, dejaba ver la muñeca, delgada pero vigorosa, y parte del antebrazo, tostado por el sol y tenuemente cubierto de vellos finísimos, dorados por el sol, que brillaba sobre ellos. La inmovilidad de Isabel me llamó la atención y volví hacia ella la mirada. Era tal su estatismo, que pudiera habérsela creído hipnotizada. Respiraba agitadamente. Tenía la vista clavada en el musculoso antebrazo y en sus dorados y finos vellos, y en la mano, larga y delicada, pero poderosa, y jamás he visto en humano semblante la hambrienta concupiscencia que vi expresada por el suyo. Era una máscara de lujuria. Nunca pudiera imaginar que sus bellísimas facciones fueran capaces de asumir una expresión de tan desenfrenada sensualidad. Era más bestial que humana. Vi su rostro desposeído de belleza; aquella expresión lo tornaba odioso y amedrentador. Hacía pensar inevitablemente en una hembra encelada, y sentí asco. No advertía ella mi presencia; no advertía nada, sino aquella mano, que descansaba negligentemente a lo largo del respaldo y que la llenaba de frenético deseo. Entonces, algo como un espasmo tembló en su cara, se estremeció ella toda, y cerrando los ojos dejó caer el cuerpo sobre el rincón del coche.

—Dame un cigarrillo —dijo con una voz tan bronca que apenas la reconocí.

Saqué uno de mi petaca y se lo encendí. Comenzó a fumarlo con avidez. Durante el resto del camino miró por la ventanilla, sin decir nada.

Así que llegamos a su casa, Gray pidió a Larry que me llevase al hotel y guardara luego el coche en el garaje. Larry ocupó el asiento del conductor, y yo el contiguo. Cuando cruzaban la acera, Isabel tomó del brazo a Gray y apretándose contra él, le dirigió una mirada que no pude ver, pero cuyo significado adiviné. Supuse que Gray tendría aquella noche una apasionada compañera, pero que jamás adivinaría los remordimientos causantes de tal ardor.

Se acercaba ya el mes de junio y tenía yo que regresar a la Costa. Unos amigos de Elliott, que se iban a América, habían prestado su casa en Dinard a los Maturin, y allí pensaban dirigirse Isabel y Gray con las niñas tan pronto como cerraran los colegios. Larry pensaba permanecer trabajando en París, pero se iba a comprar un «Citroen» de segunda mano y les había prometido pasar unos días con ellos durante el mes de agosto. La última noche de mi estancia en París, convidé a los tres a cenar conmigo.

Aquélla noche fue cuando nos encontramos con Sophie Macdonald.