Una semana, poco más o menos, después de mi inesperado encuentro con Larry, estábamos Suzanne y yo, después de haber cenado juntos y de haber visto una película, sentados en un café del Boulevard Montparnasse, tomando una cerveza, cuando entró Larry. Suzanne reprimió una exclamación de asombro, y con gran sorpresa por mi parte, le llamó. Se acercó él, besó a Suzanne y me dio a mí la mano. Comprendí que a duras penas creía lo que veían sus ojos.
—¿Me puedo sentar? —dijo Larry—. No he cenado aún y voy a tomar algo.
—¡Oh! Pero qué alegría volver a verte, mon petit —dijo ella, brillándole los ojos—. ¿De dónde has salido? ¿Y por qué no has dado señales de vida durante todos estos años? ¡Dios mío!, ¡qué delgado estás! Por las noticias que he tenido tuyas, igual pudieras haberte muerto.
—Pues todavía no me he muerto —dijo él con ojos rebosantes de buen humor—. ¿Cómo está Odette?
Así se llamaba la hija de Suzanne.
—Está convirtiéndose en una mujer. Y es bonita. Todavía se acuerda de ti.
—Nunca me has dicho que conocieras a Larry —dije yo.
—¿Y por qué iba a decírtelo? No sabía que tú le conocías. Somos antiguos amigos.
Larry encargó unos huevos con jamón. Suzanne le contó todo lo referente a su hija, y después lo concerniente a ella misma. Mientras charlaba, Larry estuvo escuchándola con aquella característica y encantadora sonrisa. Le dijo que llevaba una vida tranquila, que se había dedicado a pintar, y volviéndose hacia mí añadió:
—¿No crees que estoy progresando? No me creo ningún genio, pero tengo talento como muchos pintores que he conocido.
—¿Vendes algún cuadro? —preguntó Larry.
—No lo necesito —respondió ella alegremente—. Tengo ingresos particulares.
—Una chica con suerte.
—No, con suerte no; lista. Tienes que venir a ver mis cuadros.
Anotó su dirección en un trozo de papel y le hizo prometer que iría. Suzanne, muy excitada, continuó charlando por los codos. Larry pidió su cuenta.
Pagó, y luego de saludarnos con la mano nos dejó. Me eché a reír. Tenía una habilidad especial para desaparecer inopinadamente y sin ninguna explicación. Siempre desaparecía como si se esfumara.
—¿Por qué se ha ido tan de repente? —dijo Suzanne, mohína.
—Quizá le esté esperando alguna muchacha —respondí en broma.
—¡Qué idea! —Sacó su polvera del bolso y se dio polvos—. Me da lástima cualquier mujer que se enamore de él. Oh, la la!
—¿Por qué lo dices?
Me miró durante un minuto con una seriedad que no era frecuente en ella.
—Una vez estuve a punto de enamorarme de él. Igual podría una enamorarse de una imagen reflejada en el agua, o de un rayo de sol o de una nube del cielo. Escapé por muy poco. Aún tiemblo cuando pienso en ello.
Al diablo la discreción. No hubiera sido humano si no hubiese querido saber lo ocurrido. Me alegré de que Suzanne fuera un ser absolutamente desprovisto de reserva.
—¿Cómo diablos le conociste? —pregunté.
—¡Oh! Fue hace años. Seis, siete años. No me acuerdo. Odette tenía cinco. Larry conocía a Marcel, con quien yo estaba viviendo entonces. Solía ir al estudio y allí se sentaba mientras yo posaba. Algunos días nos llevaba a cenar. Nunca sabíamos cuándo aparecería por allí. Había veces que se pasaba varias semanas sin presentarse, y luego le veíamos dos o tres días seguidos. A Marcel le gustaba tenerle allí, y decía que cuando estaba en el estudio pintaba mejor. Entonces cogí mis tifoideas. Cuando salí del hospital lo pasé mal. —Se encogió de hombros—. Pero todo eso ya te lo he contado. Un día, había estado recorriendo los estudios tratando de encontrar trabajo, pero nadie me quiso de modelo; no había tomado en todo el día más que un vaso de leche y un croissant, ni sabía cómo me las iba arreglar para pagar el cuarto, cuando me di de manos a boca con Larry en el Boulevard Clichy. Me paró y me preguntó cómo me iba, y yo le contesté lo de mis tifoideas, y entonces él me dijo: «Tienes cara de hambre». Y algo que vi en su cara y en sus ojos acabó con los ánimos que me quedaban y me eché a llorar.
»Estábamos al lado de “La Mère Mariette”, y cogiéndome de un brazo me llevó allí y me hizo sentarme a una mesa. Tenía tanta hambre que estaba dispuesta a comerme aunque fuese una bota, pero cuando me sirvieron la tortilla vi que no podía pasar bocado. Me obligó a tomar un poquito y me dio un vaso de borgoña. Entonces me sentí algo mejor y comí unos espárragos. Le conté todas mis desgracias. Estaba demasiado débil para estarme en la misma postura mucho tiempo seguido y no servía para modelo. Además, estaba en los huesos, y horrorosa. No podía esperar encontrar un amigo. Le pregunté si me quería prestar dinero para volverme a mi pueblo. Allí, al menos, tendría a mi hija. Él me dijo que si me hacía ilusión volver allí, y yo le respondí negativamente. Mamá no me quería allí, pues a ellas apenas le llegaba su pensión para vivir, con lo caro que estaba todo, y del dinero que yo mandé a Odette ya no quedaba nada; pero, naturalmente, si me presentaba yo allí no me iba a cerrar la puerta, pues vería que estaba mala. Larry me estuvo mirando un buen rato, y cuando yo creía que iba a decirme que no podía prestarme el dinero, me dijo:
»—¿Te gustaría venir conmigo a un sitio que conozco, en la mitad del campo? Podrías traer a Odette. Tengo ganas de unas vacaciones.
»Apenas pude dar crédito a mis oídos. Ya hacía años que le conocía y nunca se me había insinuado.
»—¿En este estado? —le dije. No pude reprimir la risa—. Mi pobre amigo —le dije—, en estos momentos no puedo ser de ninguna utilidad para ningún hombre.
»Él se sonrió. ¿Has notado qué sonrisa más maravillosa tiene? Dulce como la miel.
»—No seas boba —me dijo—. No estaba pensando en eso.
»Para entonces yo estaba llorando ya de tal manera que no pude hablar. Me dio dinero para que fuera a buscar a la niña y nos marchamos los tres juntos al campo. ¡Y a qué sitio tan encantador nos llevó!
Suzanne me lo describió. Estaba a tres millas de una pequeña ciudad, cuyo nombre he olvidado, y desde allí hasta la hostería fueron en automóvil. Era un edificio destartalado, a la orilla de un río, con un jardincillo que bajaba hasta éste. Crecían en él árboles de sombra, debajo de los cuales acostumbraban comer. En verano frecuentaban el lugar los pintores, pero estaba aún poco avanzada la estación y se hallaban solos en la hostería. La cocina del establecimiento tenía fama y los domingos llegaban allí gentes de muy diversos lugares en automóviles para gozar de las rústicas suculencias; pero entre semana rara vez se veía perturbada la profunda paz. El descanso, la buena comida y el vino fortalecieron a Suzanne, quien se encontraba feliz por tener consigo a la niña.
—Estuvo todo el tiempo muy cariñoso con Odette, que le adoraba, y yo tenía que intervenir constantemente para que no le aburriera, aunque a él parecía no importarle, por mucho que la niña le molestara. Me hacían reír; parecían dos criaturas cuando jugaban juntos.
—¿Y qué hacíais? —le pregunté.
—No nos faltaba qué hacer. Solíamos ir de pesca en un bote, y algunas veces el patrón nos prestaba su «Citroen» e íbamos a la ciudad. A Larry le gustaban, sobre todo, sus casas antiguas y la plaza. Era tan grande el silencio, que no oíamos más que nuestros pasos sobre los adoquines. Había un hôtel de ville Luis XIV y una iglesia antigua, y en un extremo de la ciudad, un castillo con un jardín de Le Nôtre. Cuando nos sentábamos en el café de la plaza, era como si el tiempo hubiera retrocedido tres siglos, y el «Citroen», parado junto a la acera, no parecía pertenecer a aquel mundo.
Fue durante una de esas excursiones cuando Larry le contó lo referente al muchacho aviador, que he narrado en los comienzos de este libro.
—¿Por qué te lo diría? —pregunté.
—No tengo idea. En la ciudad hubo un hospital durante la guerra, y en su cementerio vimos filas y más filas de crucecitas. Fuimos allá, y aunque estuvimos poco tiempo, me impresionó: todos aquellos muchachos enterrados allí… Larry fue muy callado mientras regresábamos. Nunca comía gran cosa, pero aquella noche casi no probó la cena. Me acuerdo muy bien. Hacía una noche magnífica, estrellada, y nos sentamos a la orilla del río. Estaba delicioso, con los álamos silueteados contra la oscuridad. Larry encendió su pipa, y de repente, à propos de bottes, empezó a hablarme de su amigo y de cómo murió por salvarle a él la vida. —Suzanne tomó un sorbo de cerveza—. Es un hombre extraño. Nunca le entenderé. Le gustaba leerme en voz alta. Unas veces durante el día, mientras yo cosía ropa de la niña, y otras de noche, después de haberla yo acostado.
—¿Qué te leía?
—Toda clase de cosas. Las cartas de Madame de Sévigné y trozos de Saint–Simon. Imagine toi, yo que nunca había leído más que el periódico, y una novela de tarde en tarde, cuando oía hablar de ella en los estudios y no quería que me tuvieran por tonta. No tenía ni idea de que el leer pudiera ser tan interesante. Ésos escritores no eran tan necios como pudiera creerse.
—¿Como pudiera creer quién? —dije riendo.
—Otras veces me hacía leer con él. Así leímos Phèdre y Bérénice. Él leía los papeles de hombre y yo los de mujer. No tienes idea de lo divertido que resultaba —añadió ingenuamente—. Cuando yo lloraba en las escenas más dramáticas, Larry me miraba con una mirada de lo más extraña. Naturalmente, es que estaba muy débil. ¿Sabes que aún conservo los libros? Aún hoy no puedo leer algunas de las cartas de Madame de Sévigné, que él me leyó, sin oír su voz maravillosa, y sin ver el río que corría tan mansamente, y los álamos de la otra orilla; a veces no puedo seguir leyendo, porque me duele el corazón. Ahora sé que aquéllas fueron las semanas más felices de mi vida. Ése hombre es un ángel de dulcísima bondad.
Suzanne vio que estaba poniéndose sentimental, y temió erróneamente que me riera de ella. Se encogió de hombros sonriendo.
—Siempre he pensado que cuando llegue a la edad en que ya no encuentre ningún hombre que quiera entretenerse conmigo, me reconciliaré con la Iglesia y me arrepentiré de mis pecados. Pero por nada del mundo me arrepentiré nunca de los que cometí con Larry. ¡Nunca! ¡Jamás!
—Pero, por lo que me has contado hasta ahora, no veo nada de que sea posible que te arrepientas.
—Aún no te he contado más que la mitad. Tengo buena naturaleza, y dado el mucho tiempo que pasaba al aire libre, con la buena comida y el sueño abundante, sin tener la más mínima preocupación, al cabo de tres o cuatro semanas me encontraba más fuerte que nunca. Y mejoró mi aspecto; tenía buen color, mi pelo había recobrado su brillo, y me sentía como si tuviese veinte años. Larry solía nadar todas las mañanas en el río, y yo le contemplaba. Tiene un cuerpo magnífico, no de atleta como mi escandinavo, pero fuerte y de gracia infinita.
»Había tenido mucha paciencia conmigo mientras estuve enferma; pero como ya me encontraba perfectamente bien, no vi ninguna razón para hacerle esperar más. Le insinué una o dos veces que ya me encontraba dispuesta a cualquier cosa, pero creo que no me entendió. Naturalmente, vosotros los anglosajones sois raros, unos brutos, y al mismo tiempo unos sentimentales; no se puede negar que no sois buenos amantes. Me dije que quizá después de haber hecho tanto por mí, y de dejarme que llevara a la niña, su delicadeza no le dejaba pedirme aquello a que tenía derecho.
Empecé a reír.
—Me alegro ver que lo encuentras divertido —dijo, algo mohína; pero se rindió a su sentido de lo cómico y unió su risa a la mía—. Pronto descubrí que si esperaba a que él me dijera algo, podía aguardar indefinidamente, y, por lo tanto, cuando me parecía bien iba sencillamente a su cuarto y me metía en la cama. Siempre estuvo muy simpático. Tenía los instintos normales y corrientes; le pasaba lo que al hombre muy atareado, que se olvida de comer, pero que cuando se le sirve una buena cena come con apetito de persona sana. Sé perfectamente cuándo está un hombre enamorado de mí y hubiera sido una estúpida creyéndole enamorado; pero lo que sí pensé fue que acabaría por acostumbrarse a mí. Una tiene que ser práctica, y se me ocurrió que sería una magnífica solución para mí que a nuestro regreso a París me llevara a vivir con él. Sabía que me dejaría tener a la niña conmigo, lo cual me hacía ilusión. Mi instinto me dijo que cometería una tontería si me enamoraba de él, pues las mujeres son desgraciadas, y muy a menudo, cuando se enamoran, dejan de ser dignas de amor; por lo cual decidí tener cuidado.
Dio Suzanne una chupada a su cigarrillo, se tragó el humo y lo echó por la nariz. Iba haciéndose tarde, y muchas mesas estaban ya desocupadas, aunque junto al mostrador aún había un grupo de personas.
—Una mañana, después del desayuno, estaba yo sentada a la orilla del río, mientras Odette jugaba con unas construcciones que Larry le había regalado, cuando vino éste hacia mí.
»—Vengo a decirte adiós —me dijo.
»—¿Te vas a algún sitio? —le dije, sorprendida.
»—Sí.
»—Pero ¿no para siempre?
»—Ahora estás repuesta. Aquí tienes el suficiente dinero para pasar el resto del verano y para empezar a vivir cuando vuelvas a París.
»—¿He hecho algo que te haya molestado?
»—Nada. No pienses ni por un momento semejante cosa. Pero tengo que trabajar. Lo hemos pasado admirablemente aquí. Odette, ven aquí y di adiós a tu tío.
»Odette era demasiado pequeña para entender. Larry la cogió en brazos y le dio un beso. Luego me besó a mí y se fue hacia el hotel. Al cabo de un minuto oí el coche que arrancaba. Miré los billetes de Banco que tenía en la mano. Doce mil francos.
Todo ocurrió tan aprisa que no tuve tiempo de hacer nada. Zut alors, me dije, al menos debo de estar contenta por no haberme enamorado. Pero no pude comprender nada.
Me vi obligado a reír.
—Mira, durante cierto tiempo logré cierta fama de humorista por el sencillo procedimiento de decir la verdad. Esto sorprendía tanto a la gente, que la mayor parte de ella creía que yo estaba diciendo cosas graciosas.
—No veo qué tiene eso que ver con…
—Verás. Larry es, me parece, la única persona que he conocido completamente desinteresada. Esto hace que su conducta parezca estrambótica. Y es que no estamos acostumbrados a ver personas que hacen cosas sencillamente por amor a un Dios en que no creen.
Suzanne me miró, asombrada.
—Mi pobre amigo, has bebido demasiado.