He mencionado a Suzanne Rouvier al principio de este libro. Hacía diez o doce años que nos conocíamos, y en la época a que he llegado en mi relato debía de andar rondando los cuarenta. No era ninguna beldad; la verdad es que era bastante fea. Para ser francesa, era alta, con un busto corto y brazos y piernas largos, y desgalichada, como si no supiera qué hacer con sus miembros de tan musitada longitud. El color de su pelo cambiaba de acuerdo con su capricho, pero por lo general presentaba un pigmento castaño rojizo. Tenía la cara pequeña y cuadrada, con pómulos muy marcados y de subido color artificial, y grande la boca, que llevaba muy pintada. No da esto idea de que fuera atractiva su presencia, pero lo era. Verdad es que tenía un cutis magnífico, saludable, y blanquísima dentadura y grandes ojos, de muy vivo color azul. Éstos últimos eran lo mejor que tenía, y procuraba aprovecharse de ello todo lo posible pintándose las pestañas y los párpados. Tenía un aspecto sagaz, inquieto, cordial, y reunía, junto a una gran bondad natural, una deseable proporción de energía. En la vida que llevó le hizo falta abundante entereza. Su madre, viuda de un modesto empleado del Estado, al morir éste se había retirado a su pueblo natal de Anjou a vivir de su viudedad. Al cumplir Suzanne los quince años entró de aprendiza en el taller de una modista de la ciudad vecina, la cual estaba lo bastante próxima para permitirle pasar en casa los domingos. A los diecisiete años, mientras disfrutaba de dos semanas de vacaciones, la sedujo un pintor que estaba pasando el verano en el pueblo, pintando paisajes. Sabía ella de antemano que sus probabilidades de contraer matrimonio, desprovista de dote como estaba, eran más que remotas, y cuando al final del verano el pintor le propuso llevarla consigo a París, Suzanne aceptó sin dudarlo. La llevó a vivir en una casa que dijérase conejera de pintores, tantos estudios tenía, situada en Montmartre, en la cual pasó un año muy agradable acompañada del pintor.
Al cabo de este tiempo, él le dijo que no había vendido ni un cuadro, y que no podía costearse el lujo de sostener una amiga. Ya había estado ella esperando esto durante algún tiempo, y no permitió que la noticia la desconcertara. Cuando él le preguntó si quería regresar al pueblo, replicó que no, oído lo cual él dijo que conocía a otro pintor, habitante de la misma manzana de casas, que la recibiría con gusto. El hombre propuesto ya había mostrado interés por ella, y aunque la muchacha había rechazado sus proposiciones, fue tanta la gracia y el buen humor con que lo hizo, que el pretendiente no se sintió ofendido. No le causaba disgusto a Suzanne el candidato, y aceptó la proposición complacida. Le resultó conveniente no tener que tomar un taxi para la mudanza de su baúl. Su segundo amigo, hombre de bastantes más años que el primero, pero aún presentable, la pintó en todas las posturas imaginables, tanto vestida como desnuda; y pasó con él dos años muy felices. La enorgulleció pensar que el primer éxito de su amigo lo cosechó sirviéndose de ella como modelo, y me mostró una vez la fotografía del cuadro, recortada de un periódico ilustrado. La compró un museo americano. Era un desnudo de tamaño natural, en el que se veía a Suzanne en postura semejante a la de Olimpia, en el cuadro de Manet. El pintor vio agudamente lo que las proporciones de su modelo tenían de modernas y poco corrientes, y había aumentado la delgadez del cuerpo hasta dejarlo escuálido, alargando los brazos y las piernas, acentuando la protuberancia de los pómulos y exagerando sin mesura el ya excesivo tamaño de los grandes ojos azules. No pude juzgar por la reproducción del colorido, pero si advertía la graciosa elegancia del dibujo. Éste cuadro dio a su autor la suficiente notoriedad para permitirle casarse con una admiradora viuda y de dinero, y Suzanne, comprendiendo que su amigo tenía que pensar en el porvenir, aceptó la ruptura sin amargura.
Para entonces ya tenía conciencia de su valer. Gustaba de la vida de los artistas, la divertía servir de modelo, y terminada la tarea encontraba agradable ir a un café y sentarse allí con pintores y con sus esposas y amigas, mientras ellos hablaban de arte, vilipendiaban a los comerciantes en cuadros y contaban chascarrillos de muy subido color. Ésta vez, como previera la ruptura, trazó sus planes de antemano. Escogió a un muchacho sin compromisos, a quien juzgó poseedor de talento. Eligió el momento un día que le encontró solo en el café, le explicó las circunstancias de su situación y sin más preámbulo le ofreció ir a vivir con él.
—Tengo veinte años y soy buena ama de casa. Te ahorraré dinero, y no necesitarás andar buscando modelos. Fíjate en la camisa que llevas. Y el estudio lo tienes hecho una porquería. Necesitas una mujer que te cuide.
El muchacho sabía que Suzanne era buena. Encontró divertida su oferta, y ella vio que se sentía inclinado a aceptarla.
—Nada se pierde por probar —dijo ella—. Si la cosa no resulta, ni el uno ni el otro nos encontraremos en peor situación que ahora.
El muchacho era pintor abstracto, e hizo numerosos retratos de su amiga, compuestos de cuadrados y otros paralelogramos. La pintó en diseños geométricos negros, sepia y grises. La pintó en líneas entrecruzadas, a través de las cuales era posible adivinar algo semejante a una faz humana. Permaneció un año y medio con él y le dejó por su propia voluntad.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿No te gustaba?
—Sí; era un chico muy simpático. Pero me pareció que no progresaba. No evolucionaba; estaba empezando a repetirse.
No halló dificultad en encontrarle sucesor. Continuó fiel a los pintores.
—Siempre he estado con pintores —le dijo—. Una vez estuve seis meses con un escultor; pero, no sé por qué, no me decía nada.
Recordaba con gusto que nunca se había separado de un amante de manera desagradable. No solamente era muy buena modelo, sino una excelente ama de casa. Le gustaba trabajar en el estudio en que se encontraba viviendo por el momento y hallaba placer en conservarlo limpio como una patena. Guisaba bien y sabía preparar sabrosas comidas con el menor dispendio posible. Zurcía los calcetines de sus amantes y les pegaba los botones de las camisas.
—Nunca comprendí por qué un artista no puede presentarse limpio y cuidado.
Solamente tuvo un fracaso. Le ocurrió con un muchacho inglés, que tenía más dinero que todos los que antes había conocido, y era propietario de un automóvil.
—No me duró mucho —me comunicó—. Solía emborracharse, y entonces se ponía muy pesado. No me hubiera importado si hubiera sabido pintar, pero, mon cher, era grotesco. Cuando le dije que le iba a dejar, se puso a llorar. Me dijo que me amaba. «Pobre amigo mío —le dije yo— que me ames o no me ames, no tiene la más mínima importancia. Lo que me importa es que no tienes talento en absoluto. Vuelve a tu país y dedícate al negocio de comestibles. No sirves para otra cosa».
—¿Qué te respondió él? —dije yo.
—Se puso furioso y me dijo que me fuera. Pero te aseguro que el consejo que le di era bueno. Espero que lo siguiera, porque no era mal muchacho, y sí únicamente un pintor abominable.
El sentido común y la bondad pueden ayudar mucho a una mujer ligera en su peregrinación por la vida; pero la profesión que Suzanne había abrazado tiene sus pros y sus contras. Por ejemplo, aquel escandinavo… Suzanne cometió la imprudencia de enamorarse de él.
—Era un semidiós, mon cher —dijo—. Inmensamente alto, tan alto como la torre Eiffel, con unas espaldas así de anchas y un pecho magnífico. Casi se le podía abarcar la cintura con las manos; tenía el vientre sin una onza de grasa, liso como la palma de la mano, y músculos de atleta profesional. El pelo, rizado y rubio, y la piel del color dorado de la miel. Y no pintaba mal. Me gustaba su técnica de modelación con el pincel, valiente y suelta, y su paleta era caliente y rica.
Decidió tener un hijo con él. Él se opuso, pero ella le aseguró que aceptaba todas las responsabilidades.
—Cuando nació, le gustó. ¡Qué criatura más deliciosa, rosada, rubia, con ojos azules, como los de su papá! Fue una niña.
Suzanne vivió con él tres años.
—Era algo estúpido, y algunas veces me aburría; pero era bueno, y tan guapo, que todo podía perdonársele.
Un día le llegó un telegrama de Suecia, con la noticia de que su padre se estaba muriendo, y que tenía que regresar sin perder un minuto. Prometió volver, pero ella presintió que no lo haría. Le dejó a Suzanne todo el dinero de que disponía. No supo de él durante un mes, y entonces recibió una carta diciendo que su padre había fallecido, dejando sus asuntos muy poco claros, y que había considerado su deber quedarse junto a su madre y dedicarse al negocio de maderas. Le enviaba con la carta un cheque bancario de diez mil francos. Suzanne no era mujer que se entregara a la desesperación. Llegó a la conclusión de que una niña estorbaría sus actividades, y se la llevó a su madre, dejándola a su cuidado, junto con los diez mil francos.
—Me destrozó el corazón. Adoraba a la niña. Pero en esta vida hay que ser prácticos.
—¿Qué pasó entonces? —le pregunté.
—¡Ah! Me las arreglé. Encontré un amigo.
Pero entonces cayó enferma con «sus» tifoideas. Siempre se refería a la enfermedad diciendo «mis» tifoideas, como un millonario pudiera hablar de «mi casa en Palm Beach», o de «mi coto en Escocia». Estuvo a la muerte, y permaneció tres meses en el hospital. Cuando salió no tenía más que la piel y los huesos, estaba tan débil como un pajarillo, y tan deprimida que sólo sabía llorar. De nada podía servir a nadie en semejante estado, pues le faltaban las fuerzas para servir de modelo, y tenía muy poco dinero.
—Oh, la, la! —me dijo—. Pasé muchos apuros. Afortunadamente tenía buenos amigos. Pero ya sabes lo que son los pintores. Nunca tienen dinero ni para ellos mismos. Yo nunca fui bonita, aunque algo tenía, pero ya no era una muchacha de veinte años. Un día me encontré con el cubista que fue amigo mío. Se había casado y divorciado desde que vivió conmigo, y había dejado el cubismo para hacerse surrealista. Le pareció que podría serle útil, y además se encontraba muy solo. Me ofreció cama y comida, y puedes creer que acepté con alegría.
Suzanne vivió con él hasta que conoció a su fabricante. Le llevó al estudio un amigo, por si acaso se le ocurría comprar algún cuadro del excubista, y Suzanne, deseosa de venderle algo, se mostró con él todo lo agradable que supo. No se decidió el hombre a comprar nada en aquel momento, pero dijo que volvería para ver los cuadros. Así lo hizo al cabo de dos semanas, y esta vez Suzanne sacó la impresión de que había vuelto más bien para verla a ella que a los cuadros. Cuando se fue, aún sin comprar nada, apretó la mano de la muchacha con innecesario calor. Al día siguiente, el amigo que le había llevado paró a Suzanne en la calle cuando iba camino del mercado para hacer la compra, y le dijo que al fabricante le había resultado muy simpática y quería saber si le gustaría cenar con él la próxima vez que volviera él a París, pues deseaba hacerle una proposición.
—¿Qué crees que ha visto en mí? —preguntó ella.
—Es aficionado al arte moderno. Ha visto retratos tuyos. Y se ha sentido interesado. Es un provinciano, un hombre de negocios. Para él tú representas París, el Arte, el Romanticismo, todo lo que echa de menos en Lille.
—¿Tiene dinero? —preguntó ella muy sensatamente.
—Mucho.
—Pues cenaré con él. No hay daño en escuchar lo que quiera decirme.
El fabricante la llevó a «Maxim’s», lo cual la impresionó. Se había vestido con gran sencillez, y al contemplar a las mujeres que allí había pensó que podía pasar perfectamente por una mujer respetable y casada. Él pidió una botella de champaña, lo que la convenció de que era un caballero. Cuando les sirvieron el café le hizo él su proposición, que Suzanne juzgó muy generosa. Acudía él a París con regularidad, cada dos semanas, para asistir a un consejo de administración, y encontraba triste tener que cenar solo por las noches y verse obligado a recurrir a ciertos establecimientos si se sentía inclinado a disfrutar de compañía femenina. Era casado, tenía dos hijos, y le parecía todo esto poco digno de un hombre de su posición. Su común amigo le había contado todo lo concerniente a Suzanne, por lo que sabía que era una mujer discreta. Él ya no era ningún muchacho y no tenía ningún deseo de buscarse complicaciones con chiquillas alocadas. Era en cierta medida coleccionista de arte moderno y las relaciones de Suzanne con dicho arte le agradaban.
Entonces pasó a hablar de manera más concreta. Estaba dispuesto a ponerle un piso y a pasarle dos mil francos mensuales. A cambio de esto él deseaba gozar de su compañía una noche cada catorce días. Suzanne, que jamás había tenido a su disposición tanto dinero, calculó rápidamente que con semejante suma no sólo podría vivir y vestirse de acuerdo con lo que tal ascenso en su clase social exigía, sino para pagar los gastos de su hija y ahorrar para hacer frente al porvenir. Sin embargo, vaciló. Siempre había estado con pintores, y no tenía ninguna duda de que convertirse en amiga de un hombre de negocios era rebajarse artísticamente hablando.
—C’est a prendre ou à laisser —dijo él—. Lo puedes tomar o dejarlo.
No le era repulsivo, y la insignia de la Legión de Honor que lucía en el ojal demostraba que era persona distinguida. Sonrió ella y dijo:
—Je prends. Acepto.