6

A partir de aquel día vimos a Larry con frecuencia. Durante la semana siguiente fue a casa de Gray diariamente y permanecía encerrado media hora con él en la biblioteca. Parece ser que estaba tratando de persuadirle —así lo dijo él con su sonrisa— para que le dejara de doler la cabeza, y Gray llegó a tener una pueril y absoluta confianza en él. Por lo poco que Gray me dijo, saqué la impresión que Larry estaba procurando al mismo tiempo hacer que Gray recuperara la fe en sí mismo. Unos diez días más tarde, Gray volvió a sufrir otro dolor de cabeza. No esperaba a Larry hasta la tarde. No fue uno de los peores, pero Gray tenía por entonces tan absoluta confianza en el extraño poder de Larry, que nos dijo que si lográbamos dar con él, le quitaría el dolor en unos minutos. Pero ni yo, cuando Isabel me llamó por teléfono, ni ellos, sabíamos en dónde vivía Larry. Cuando éste llegó y alivió a Gray de su dolor, Gray le pidió sus señas, para poderle llamar en su socorro con urgencia. Larry sonrió:

—Llama al «American Express» y deja un recado. Yo les telefonearé todas las mañanas.

Isabel me preguntó más tarde por qué Larry se empeñaba en convertir en un secreto su dirección. Otra vez que lo hizo, resultó que estaba viviendo sin ningún misterio en un hotel de tercera clase del Barrio Latino.

—No tengo ni idea —repliqué—. Lo único que se me ocurre es algo fantástico, y probablemente una bobada. Quizás algún extraño instinto le obligue a conservar en su domicilio algo privado de su espíritu.

—¿Qué demonios quieres decir con eso? —exclamó irritada.

—¿No te has fijado que cuando está con nosotros, aunque sea fácil llevarse con él y se muestre cordial y animado, se advierte en él una especie de desligamiento, como si no ofreciera todo lo que lleva dentro, sino que guardara para sí parte de su espíritu, o algo semejante? No sé lo qué será, una tensión, un secreto, una aspiración, una sabiduría, que le hace distinto.

—He conocido a Larry toda la vida —replicó impaciente conmigo.

—Hay veces en que me hace pensar en un gran actor que desempeñe maravillosamente su papel en una obra mediocre. Algo así como la Duse en La Locandiera.

Isabel reflexionó unos momentos.

—Supongo que sé lo que quieres decir. Está una pasándolo bien, y se cree que él es como los demás, cuando de repente se tiene la sensación de que se ha escapado como una voluta de humo por entre los dedos. ¿Qué opinas que es lo que le hace tan raro?

—Tal vez una cosa tan corriente que no la advierte uno.

—¿Por ejemplo…?

—Pues, por ejemplo, la bondad.

Isabel frunció el ceño.

—No digas cosas así. Me dan una sensación rara en la boca del estómago.

—¿No será un poco de dolor en lo profundo de tu corazón?

Isabel me miró largamente, como si estuviera procurando leer mis pensamientos. Cogió un cigarrillo de la mesa que tenía junto a ella y lo encendió. Estuvo contemplando el humo enroscarse en el aire.

—¿Quieres que me vaya? —le pregunté.

—No.

Callé unos instantes, observándola, gozando con la contemplación de su bien formada nariz y de la línea exquisita de su mandíbula.

—Estás muy enamorada de Larry. ¿No es verdad?

—¡Maldito seas! No he querido nunca a nadie sino a él.

—¿Por qué te casaste con Gray?

—Con alguien tenía que hacerlo. Estaba loco por mí, y mamá quería que me casara con él. Todos me dijeron que debía dar gracias por haberme librado de Larry. Y a Gray le tenía mucho cariño. Y sigo teniéndoselo. No tienes idea de lo buena persona que es. No hay nadie en el mundo más amable ni más considerado que él. Parece que tiene mal genio, ¿verdad? Pues conmigo ha sido siempre un ángel. Cuando teníamos dinero, siempre estaba deseando que tuviera yo algún capricho por el gusto que tenía él en regalarme cosas. Una vez le dije que sería divertido dar la vuelta al mundo en un yate propio, y si no hubiera ocurrido lo que ocurrió me lo habría comprado.

—Me parece demasiado bueno para que sea posible —murmuré.

—Lo pasamos muy bien. Siempre se lo agradeceré. Me hizo feliz.

La miré, pero no dije nada.

—Supongo que no le quería de verdad, pero uno puede dárselas bastante bien sin amor. En el fondo de mi corazón, siempre eché de menos a Larry, pero mientras no le vi, no me importó. ¿Te acuerdas que un día me dijiste que, cuando hay tres mil millas de océano por medio, los tormentos del amor resultan bastante soportables? Creí que era un epigrama cínico; pero es verdad.

—Si te duele ver a Larry, ¿no crees que sería más cuerdo dejar de verle?

—Pero aun siendo un dolor es para mí un placer inmenso. Además, ya le conoces; un buen día de éstos desaparecerá como una sombra al ponerse el sol, y quizá no volvamos a verle en años.

—¿Se te ha ocurrido divorciarte de Gray?

—No tengo motivo para hacerlo.

—Eso no impide a tus compatriotas divorciarle de sus maridos cuando quieren hacerlo.

Se echó a reír.

—¿Sí? ¿Sabes por qué lo hacen?

—¿No lo sabes tú? Porque las mujeres americanas esperan encontrar en sus maridos una perfección que las inglesas únicamente esperan de sus mayordomos.

Hizo Isabel un gesto de enojo tan violento que me extrañó que no se torciera un músculo del cuello.

—Crees que porque Gray es callado no tiene nada dentro.

—Te equivocas —interrumpí rápidamente—. Le encuentro conmovedor. Tiene una maravillosa capacidad de amar. Basta observarle cuando te está mirando para comprender lo profundamente que te quiere. Y tiene a sus hijas mucho más cariño que tú.

—Supongo que ahora vas a salir diciendo que soy una mala madre.

—Antes al contrario, creo que lo eres muy buena. Te preocupas de que tus hijas estén bien y sean felices. Cuidas su régimen de alimentación y vigilas que su vientre funcione con regularidad. Les enseñas a conducirse bien, les lees en voz alta y haces que digan sus oraciones. Si están enfermas, llamas inmediatamente al médico y las cuidas con solicitud. Pero no estás embobada con ellas, como Gray.

—Ni falta que hace. Yo soy un ser humano, y como a seres humanos trato a mis hijas. Una madre que no piensa más que en sus hijos les hace más mal que bien.

—Creo que tienes razón.

—Y no negarás que me adoran.

—Ya lo he notado. Eres su ideal de todo cuanto es amable, y bello y maravilloso. Pero no se encuentran contigo tan a gusto como con Gray. A ti es cierto que te adoran; a él le quieren.

—Es muy digno de amor.

Me gustó oírle eso. Una de sus características más amables era que jamás la ofendía la verdad desnuda.

—Después de arruinarnos, Gray quedó deshecho. Estuvo trabajando en la oficina durante semanas y semanas hasta medianoche. Yo me quedaba en casa, aterrada. Tuve miedo de que se pegara un tiro, empujado por la vergüenza que sentía. Estaban su padre y él tan orgullosos de su integridad y de la seguridad de su juicio… Lo que les preocupaba no era realmente que nosotros nos hubiésemos arruinado, sino la ruina de todos aquellos clientes que confiaron en ellos. Gray estaba empeñado en que debió preverlo. No logré convencerle de que no había sido suya la culpa.

Sacó Isabel de su bolso la barrita de los labios y se pintó la boca.

—Pero no es eso lo que quería decirte. Lo único que nos quedó fue aquella finca del Sur, y como yo creyera que lo único que resultaba aconsejable hacer era llevarme a Gray de Chicago, mandé las niñas a casa de mamá y nos fuimos a la finca. Siempre le había gustado aquello a Gray, pero nunca habíamos ido allí solos; siempre fuimos en pandilla y lo solíamos pasar muy bien. Gray tira bien, pero no se encontraba con ánimos de cazar. Solía meterse en una lancha y alejarse por aquellas aguas pantanosas, completamente solo y allí se pasaba las horas muertas, contemplando los patos. Recorría los canalillos, bordeados de juncos azulados, con el cielo azul encima. Algunos días, el agua de los canales está tan azul como la del Mediterráneo. Cuando volvía no acostumbraba a decir gran cosa. Que lo había pasado muy bien; nada más. Pero yo comprendía lo que sentía. Yo sabía que le conmovía e impresionaba profundamente aquella belleza, aquella vastedad, aquella paz. Hay allí un momento, poco antes de ponerse el sol, en que la luz de los pantanos es maravillosa. Él solía contemplarla de pie, y aquello parecía llenarle de intensa felicidad. Daba largos paseos a caballo por aquellos bosques solitarios y misteriosos; son como los de esa obra de Maeterlinck, tan grises, tan callados, que no parecen de este mundo. Luego, en primavera, durante unos catorce días nada más, cuando florecen los cornejos y los árboles se cubren de retoños, mostrando su tierno color verde contra el tinte grisáceo del musgo negro, aquello parece una canción muda y maravillosa; todo el suelo se cubre de inmensos lirios blancos y de azalea silvestre. Gray no podía explicar la sensación que todo ello le producía, pero estaba extasiado. Estaba ebrio de belleza. Ya, ya sé que no lo explico bien, y es que no sé expresar lo profundamente conmovedor que resultaba contemplar a aquel gigantón, enajenado por una emoción tan pura y tan maravillosa, pero yo sentía ganas de llorar. Si hay un Dios en el cielo, nunca como entonces me he encontrado tan próxima a Él.

Isabel se había puesto algo sentimental mientras me decía esto, y sacando un diminuto pañuelo, se enjugó cuidadosamente sendas lágrimas que brillaban en sus ojos.

—¿No crees que estás dejándote arrastrar por el romanticismo? —le dije sonriendo—. Me parece que estás adjudicando a Gray pensamientos y emociones que te hubiera gustado que tuviera.

—¿Cómo iba a advertirlas yo en él si no las hubiera experimentado? Demasiado me conoces. Yo no me siento verdaderamente feliz a no ser que encuentre bajo mis pies el cemento de una acera, y cuando hay escaparates de lunas inmensas a todo lo largo de la calle, donde se exhiben sombreros y abrigos de pieles y pulseras de diamantes y maletines con servicios de tocador de oro.

Me eché a reír y quedamos callados por un momento. Luego Isabel volvió al asunto de que ya habíamos hablado.

—No me divorciaré jamás de Gray. Es demasiado lo que hemos pasado juntos. Depende de mí por completo. Eso halaga a cualquier mujer, y le da un sentido de la responsabilidad. Además…

—Además, ¿qué?

Me miró de reojo, y vi en su mirada un reflejo de picardía. Me dio la impresión de estar pensando cómo tomaría lo que estaba a punto de decirme.

—Además…, es un marido admirable. Llevamos casados diez años, y sigue siendo tan apasionado como al principio. ¿No has dicho tú en una de tus comedias que ningún hombre desea a la misma mujer durante más de cinco años? Bueno, pues no sabías lo que estabas diciendo. Yo le gusto a Gray tanto como el día en que nos casamos.

La miré atentamente.

—¿Sientes no haberte casado con Larry hace diez años?

—No. Hubiera sido una locura. Pero, naturalmente, de haber tenido entonces la experiencia que tengo ahora, me hubiese ido a vivir con él tres meses, después de lo cual le hubiera olvidado por completo, sin dificultad.

—Creo que tuviste suerte no ensayando ese experimento, pues quizá te hubieras encontrado atada a él por ligaduras que no hubieses podido romper.

—No lo creo. Aquello no era más que atracción física, pura y simple. Y muy a menudo la mejor manera de vencer un deseo es satisfacerlo.

—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que eres una mujer con tendencia fuertemente dominadora? Me has dicho que Gray tiene una honda vena de poesía en él, y me has dicho que es un amante apasionado; y puedo creer sin esfuerzo que ambas cosas tienen para ti gran importancia; pero no me has dicho algo que tiene para ti bastante más importancia que las dos cosas juntas: la sensación que te da de tenerle en el hueco de esa preciosa pero nada pequeña mano tuya. Larry se te hubiera escapado continuamente. ¿Te acuerdas de aquella oda de Keats: «Audaz amante, besar nunca podrás aunque la ansiada meta casi alcances»?

—Tú crees muchas veces saber mucho más de lo que sabes —dijo algo agriamente—. Una mujer solamente tiene una manera de sujetar a un hombre, y lo sabes. Y déjame que te diga algo: la que cuenta no es la primera vez, sino la segunda. Si entonces ella se apodera de él, lo hace para siempre.

—Verdaderamente, te las arreglas para hacer acopio de informaciones de lo más extraordinarias.

—Me muevo, y procuro conservar abiertos los ojos y atentos los oídos.

—¿Me permites preguntarte de dónde has sacado ese trozo de sabiduría?

Me sonrió de la manera más encantadora.

—De una mujer, a quien conocí en un desfile de modelos. La vendeuse me dijo que era la mujer más elegante de París, y decidí conocerla. Adrienne de Troye. ¿Has oído hablar de ella?

—Nunca.

—¡Cómo descuidas tu cultura! Tiene cuarenta y cinco años, y ni siquiera es bonita; pero tiene un aspecto mucho más distinguido que todas las duquesas de tío Elliott. Me senté junto a ella, y adopté el papel de una muchacha americana ingenua e impulsiva. Le dije que no tenía más remedio que hablarle porque jamás había visto una mujer tan deliciosa. Le dije que tenía la perfección de un camafeo griego.

—¡Qué frescura tienes!

—Al principio estuvo algo tiesa y reservada, pero yo continué atacándola con mi ingenuidad y acabó por derretirse. Entonces sostuvimos una conversación de lo más simpática. Cuando terminó la presentación de modelos, le dije que si aceptaría comer en el «Ritz» conmigo, y añadí que siempre había admirado enormemente su maravillosa elegancia.

—¿La habías visto antes alguna vez?

—Jamás. No quiso aceptar; dijo que en París hay lenguas muy maliciosas, y que me comprometería; pero le gustó que la hubiese invitado, y cuando vio que me temblaba la boca de desilusión, me convidó a comer en su casa. Cuando me mostré abrumada por su afabilidad, me dio unas palmaditas en la mano.

—¿Y fuiste?

—Pues claro que sí. Tiene una casita deliciosa en una bocacalle de la Avenue Foch, y nos sirvió un mayordomo que era el vivo retrato de George Washington. Me quedé hasta las cuatro. Nos soltamos el pelo, nos quitamos las fajas y estuvimos disfrutando horrores, charlando como dos muchachas. Aquélla tarde aprendí lo bastante para escribir un libro.

—¿Por qué no lo escribes? Sería muy a propósito para el Ladies Home Journal.

—¡Estúpido! —dijo riendo.

Callé durante unos segundos. Estaba pensando.

—¿Estaría Larry verdaderamente enamorado de ti?

Se incorporó en la butaca. Su expresión había perdido la jovialidad. Tenía los ojos airados.

—¿Qué estás diciendo? ¡Claro que estaba enamorado de mí! ¿Tú crees que una muchacha no sabe cuándo un hombre está enamorado de ella?

—Bueno, supongo que estaba, desde luego, enamorado de ti de cierta manera. No conocía a ninguna otra muchacha tan íntimamente como a ti. Habíais ido juntos a todas partes desde que erais niños. A él tenía que parecerle natural estar enamorado de ti. Su instinto sexual era normal. Era la cosa más natural del mundo que os casarais. Al hacerlo, apenas cambiarían vuestras relaciones, excepto en vivir bajo el mismo techo y dormir en la misma cama.

Isabel, algo apaciguada, esperó a que continuara, y conocedor de que las mujeres siempre escuchan con agrado a quien habla del amor, proseguí:

—Los moralistas pretenden convencernos de que el instinto sexual no tiene mucho que ver con el amor. Tienden a hablar de tal instinto como si fuera un epifenómeno.

—¡Válgame Dios! ¿Y qué es eso?

—Pues, verás; hay psicólogos que creen que la conciencia acompaña a las funciones cerebrales y es por ellas determinada, pero que no ejerce influencia alguna sobre ellas. Algo así como lo que ocurre con la imagen de un árbol reflejada por el agua; no podría existir sin el árbol, pero no afecta al árbol ni poco ni mucho. A mí me parece una tontería decir que puede existir el amor sin pasión; cuando dice la gente que puede perdurar el amor después de muerta la pasión, están pensando en algo distinto del amor: cariño, simpatía, comunidad de gustos e intereses, costumbre… Sobre todo, costumbre. Dos personas pueden continuar teniendo relaciones sexuales por la fuerza de la costumbre, exactamente igual que sienten hambre a la hora en que están habituados a comer. Claro es que puede existir el deseo sin amor. Pero el deseo no es igual que la pasión. El deseo es la consecuencia natural del instinto sexual, y no tiene mayor importancia que cualquier otra función del animal humano. Por eso cometen un error las mujeres que se ponen por las nubes si sus maridos se entregan a una aventurilla casual cuando el momento y el lugar les son propicios.

—¿Y es eso aplicable sólo a los hombres?

Sonreí.

—Si me apuras, confesaré que, lógicamente, también debiera poder aplicarse a las mujeres. La única objeción sería que, mientras las emociones del hombre no resultan afectadas por una unión pasajera de esa índole, las de la mujer, sí.

—Depende de la mujer.

No iba yo a dejar que me interrumpiera.

—Si un amor no es pasión, no es amor, sino otra cosa; y la pasión no prospera siendo satisfecha, sino estorbada. ¿Qué supones que quiso dar a entender Keats al decir al amante representado en su urna griega que no sufriese? «Por siempre tú amarás, y eterna es su belleza». ¿Por qué? Porque jamás podría hacer suya a su amada, y por desatentadamente que la persiguiera, ella escaparía siempre. Porque ambos estaban plasmados en el inmóvil mármol de la que sospecho que era una obra de arte bastante mediocre. Vuestro amor, el tuyo por Larry y el que Larry te profesaba, era tan natural y sencillo como el de Paolo y Francesca, o el de Romeo y Julieta. Afortunadamente para vosotros, no acabó tan mal. Te casaste con un hombre rico, y Larry se dedicó a recorrer el mundo para escuchar los cánticos de las sirenas. Pero no hubo pasión alguna entre vosotros.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la pasión no piensa en las consecuencias. Dice Pascal que el corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta. Si quiso decir lo que yo supongo, opinaba que cuando la pasión se apodera del corazón, inventa razones que no solamente parecen plausibles, sino convincentes, para demostrar que vale la pena perder el mundo por salvar un amor. Y nos convence de que vale la pena sacrificar el honor y de que no es precio caro el sentir oprobio y vergüenza. La pasión es destructora. Destrozó a Marco Antonio y Cleopatra, a Tristán e Isolda, a Parnell y a Kitty O’Shea. Y cuando nos destroza, muere ella. Y entonces quizá se encuentre uno enfrentado con el desolador descubrimiento de haber malgastado los mejores años de la vida, de que se ha deshonrado uno con su conducta, soportando los terribles dolores de los celos, tragado las más amargas mortificaciones, que ha gastado toda su ternura, y vaciado todo el precioso contenido de la propia alma sobre una pobre ramera, un necio o un fantoche al cual buscamos vestir con nuestros ensueños, y que no valía ni lo que una pastilla de goma de mascar.

Apenas terminada esta arenga, comprendí perfectamente que Isabel no me estaba escuchando, por estar ocupada en sus propios pensamientos. Pero la pregunta que me hizo a continuación me sorprendió.

—¿Crees que Larry es puro?

—¡Mujer, tiene treinta y dos años!

—Yo estoy segura de que lo es.

—¿Cómo puedes estarlo?

—Éstas cosas las sabemos por instinto.

—Una vez conocí a un muchacho que logró nada escasa prosperidad durante bastantes años convenciendo a una mujer bonita tras otra de que jamás había tenido comercio carnal. Me dijo que tenía efectos mágicos.

—Puedes decir lo que quieras. Creo en mi intuición.

Iba haciéndose tarde; Gray e Isabel cenaban con unos amigos, y ella tenía aún que vestirse. Yo no tenía nada que hacer, y fui andando Boulevard Raspail arriba, disfrutando de la agradable tarde de primavera. Nunca me he fiado gran cosa de la intuición femenina; suele ajustar con excesiva perfección a lo que quieren persuadirse a creer que es digno de fe; y al pensar en el final de mi larga conversación con Isabel, no pude contener la risa. Me trajo a las mientes a Suzanne Rouvier, y me di cuenta de que ya hacía varios días que no la veía. Se me ocurrió que, si no tenía nada mejor que hacer, quizá quisiera acompañarme a cenar y a ver una película. Paré un taxi y di al chófer la dirección de Suzanne.