5

Habíamos quedado en reunirnos en casa de los Maturin para tomar un cóctel antes de salir. Yo llegué antes que Larry. Iba a llevarlos a un restaurante de moda y supuse que encontraría a Isabel vestida para ello. Estaba convencido de que no desearía desmerecer por comparación con todas las demás mujeres, vestidas con todas sus galas. Pero la hallé con un sencillo traje de lanilla.

—Gray está con uno de sus dolores de cabeza —me dijo—. Está destrozado. No puedo dejarle de ninguna manera. Había dicho a la cocinera que podía salir en cuanto diera de cenar a las niñas, y ahora tendré yo que hacerle algo y ver si le convenzo de que se lo tome. Vete tú con Larry.

—¿Está en la cama?

—No. Nunca quiere acostarse cuando le da el dolor. Dios sabe que es el único sitio en que debiera estar, pero se niega. Está en la biblioteca.

La biblioteca era un cuarto pequeño, con alto friso de madera dorada y castaña, el cual Elliott había encontrado en un castillo antiguo. Los libros estaban fuera del alcance de cualquiera que deseara leerlos, protegidos por una celosía dorada al fuego, cerrada con llave; pero quizás esto era de celebrar, pues la mayor parte eran obras pornográficas ilustradas del siglo XVIII. En su coetánea encuadernación de tafilete, presentaban, no obstante, un aspecto agradable a la vista. Isabel me llevó allí. Gray estaba derrumbado en un gran sillón de cuero, con un buen número de periódicos ilustrados esparcidos por el suelo. Tenía los ojos cerrados y su cara, generalmente colorada con exceso, tenía una palidez grisácea. Era evidente su gran sufrimiento. Trató de levantarse, pero se lo impedí.

—¿Le has dado aspirina? —le pregunté a Isabel.

—No le sirve de nada. Tengo una receta americana, pero tampoco le alivia.

—No te preocupes, mujer —dijo Gray—. Mañana estaré bien. —Trató de sonreír—. Siento mucho fastidiaros. Debéis iros todos al «Bois».

—Ni soñarlo —dijo Isabel—. ¿Crees que podría pasarlo bien sabiendo que estás pasando este tormento?

—¡Pobre chica! De veras que creo que estás enamorada de mí —dijo Gray con los ojos cerrados.

E inmediatamente se le descompuso la cara, y casi pudimos ver cómo el dolor atravesaba su cabeza. Se abrió suavemente la puerta, y entró Larry. Isabel le dijo lo que ocurría.

—¡Vaya! ¡Cómo lo siento! —dijo mirando con piedad a Gray—. ¿No se puede hacer nada para aliviarle?

—Nada —respondió Gray con los ojos cerrados—. Lo único que podéis hacer es dejarme solo, ir a cenar y pasarlo bien.

Me pareció a mí ser ésa la única determinación sensata que podíamos tomar, pero supuse que no podría Isabel convencer de ella a su conciencia.

—¿Quieres dejar que ensaye el aliviarte? —le dijo Larry.

—Nadie puede aliviarme —contestó Gray exhausto—. Me está matando, y algunas veces le pido a Dios que acabe ya conmigo.

—Me he expresado mal al decir que quizá pudiera aliviarte. Lo que debí decir fue que quizá yo pueda indicarte cómo podrías aliviarte tú mismo.

Gray abrió lentamente los ojos y miró a Larry.

—¿Cómo vas a hacer eso?

Larry sacó del bolsillo lo que me pareció una moneda de plata y se la puso en la mano a Gray.

—Cierra la mano con fuerza y ponla con la palma hacia el suelo. No trates de ofrecerme resistencia. No hagas ningún esfuerzo, pero sujeta la moneda en la mano cerrada. Antes de que yo cuente hasta veinte, se te abrirá la mano y la moneda caerá al suelo.

Gray hizo lo que le decían. Larry se sentó delante del escritorio y comenzó a contar. Isabel y yo permanecimos de pie. Uno, dos, tres, cuatro. Hasta que llegó a quince, la mano de Gray no hizo movimiento alguno, pero entonces pareció estremecerse ligeramente, y tuve la impresión, pues no puedo decir que en efecto lo viera, que los dedos comenzaban a aflojarse. El pulgar se apartó del puño. Entonces vi claramente el temblor de los otros dedos. Cuando Larry dijo diecinueve, la moneda cayó al suelo y rodó hacia mí. La cogí y vi que era ruda y disforme. En su envés, en marcado sobrerrelieve, vi una cabeza joven que reconocí como la de Alejandro el Grande. Gray contemplaba su mano confuso.

—Yo no la he soltado —dijo—. Se ha caído sola.

Estaba sentado, con el brazo derecho descansando en el cuero del butacón.

—¿Estás cómodo en esa butaca? —le dijo Larry.

—Todo lo cómodo que puedo estar cuando la cabeza se me pone así.

—Procura relajar todo el cuerpo. Descansa. No hagas nada. No ofrezcas resistencia. Antes de que yo cuente hasta veinte tu brazo derecho se levantará, hasta quedar la mano por encima de tu cabeza. Uno, dos, tres, cuatro…

Iba diciendo los números lentamente, con aquella voz suya melódica y de argentino timbre, y cuando llegó a nueve, vi levantarse la mano de Gray casi imperceptiblemente del cuero de la butaca hasta quedar a unos dos centímetros de él. Así la tuvo como un segundo.

—Diez, once, doce…

El brazo, con una ligera sacudida, comenzó a moverse hacia arriba. Ya no descansaba sobre la butaca. Isabel, algo asustada, me cogió una mano. El efecto era curioso. Aquéllos movimientos en nada se parecían a los resultantes de una volición. Nunca he visto a un sonámbulo, pero imagino que deben de ser sus movimientos semejantes a la extraña manera en que se movía el brazo de Gray. No daba la impresión de que la fuerza motriz emanase de la voluntad. Me parecía casi imposible levantar un brazo con aquella pausada y uniforme lentitud mediante un esfuerzo consciente. Aquello parecía ser el resultado de una fuerza subconsciente, independiente de la inteligencia. Era un movimiento semejante al de un émbolo que sube y baja lentamente dentro de su cilindro.

—Quince, dieciséis, diecisiete…

Iban las palabras cayendo despacio, despacio, despacio, como gotas que caen en un lavabo desde un grifo defectuoso. El brazo de Gray seguía subiendo, hasta que quedó la mano más alta que la cabeza, y en el momento en que Larry pronunció el número anunciado, cayó inerte por su propio peso sobre la butaca.

—Yo no he levantado el brazo —dijo Gray—. No he podido evitar que subiera. Se ha movido él solo.

Larry sonrió ligeramente.

—No tiene importancia. Me ha parecido que te daría confianza en mí. ¿Dónde está esa moneda griega?

Se la entregué.

—Cógela en la mano. —Gray lo hizo y Larry miró su reloj—: Son las ocho y trece minutos. Dentro de sesenta segundos te pesarán tanto los párpados que no tendrás más remedio que cerrar los ojos, y te quedarás dormido. Dormirás seis minutos. A las ocho y veinte despertarás, y ya no te dolerá la cabeza.

Ni Isabel ni yo hablamos. Teníamos la vista clavada en Larry. No dijo más. Tenía puestos los ojos en Gray, pero no parecía mirarle; dijérase que más bien miraba a través de él. El silencio que sobrevino fue impresionante; fue como el silencio de las flores, al anochecer, en un jardín. De pronto noté que la mano de Isabel apretaba la mía. Miré a Gray. Tenía cerrados los ojos y respiraba tranquila y profundamente. Estaba dormido. Permanecimos de pie durante lo que nos pareció un tiempo interminable. Se apoderó de mí un irresistible deseo de encender un cigarrillo, pero no me atreví. Larry estaba inmóvil, con los ojos fijos en no sé qué remotísimo lugar. De no tenerlos abiertos hubiera podido estar sumido en un rapto. De pronto pareció disminuir la tensión; sus ojos recobraron su normal expresión y miró el reloj. En el mismo momento Gray abrió los ojos.

—Creo que me he quedado traspuesto —dijo. Y entonces se incorporó rápidamente, con evidente sorpresa. Vi que su palidez había desaparecido.

—Ya no me duele la cabeza.

—Magnífico —dijo Larry—. Pues fúmate un cigarrillo y vamonos a cenar todos.

—Es un milagro. Me encuentro divinamente. ¿Cómo lo has hecho?

—Yo no he hecho nada. Lo has hecho tú mismo.

Isabel fue a cambiarse de ropa, y mientras tanto Gray y yo nos tomamos un cóctel. Aunque resultaba evidente que Larry no lo quería, Gray insistió en hablar de lo que acababa de ocurrir. No lo comprendía en absoluto.

—Si quieres que te diga la verdad —dijo—, no creí que ibas a conseguir nada. Te he llevado la corriente porque me encontraba demasiado flojo para discutir.

Empezó a explicarnos cómo solían comenzar sus dolores de cabeza, el sufrimiento indescriptible que le ocasionaban y el estado de postración en que quedaba después de un ataque. No entendía cómo se encontraba en aquel momento perfectamente normal. Volvió Isabel. Se había puesto un vestido que no le había visto yo. Era de cumplida falda, hasta el suelo, una funda blanca de lo que tengo entendido que se llama marocain, recubierto de tul negro, y no pude menos de reflexionar que todos debiéramos estar satisfechos de que nos vieran con ella.

El «Château de Madrid» estaba muy animado, y todos nos encontrábamos de excelente humor. Larry se mostró parlanchín e ingenioso, como no le había yo visto, y nos hizo reír de buena gana. No pude reprimir la sospecha de que estaba procurando hacernos olvidar la exhibición de su inesperado poder. Pero Isabel era una mujer decidida. Se mostró dispuesta a seguirle la corriente durante el tiempo que a ella la resultara conveniente, pero no olvidó ni un momento el deseo de saciar su curiosidad. Estábamos tomando el café y los licores después de cenar, cuando calculando que la buena comida, el vaso de vino que Larry había tomado y la animada charla habrían ya debilitado sus defensas, clavó fijamente los ojos sobre él, y le dijo:

—Bueno, y ahora dinos cómo le quitaste a Gray el dolor de cabeza.

—Tú misma lo viste —respondió con una sonrisa.

—¿Aprendiste esas cosas en la India?

—Sí.

—No sabes lo que sufre. ¿Crees que podrías curarle definitivamente?

—No sé. Puede que sí.

—Le harías un favor inmenso. Ahora no puede tener esperanzas de conservar un puesto decente, cuando en cualquier momento está expuesto a quedarse inútil durante cuarenta y ocho horas. Y no será feliz mientras no esté trabajando de nuevo.

—Te advierto que no puedo hacer milagros.

—Pero si ha sido un milagro lo que has hecho… Yo misma lo vi con estos ojos.

—Nada de milagro. Lo único que he hecho ha sido sugerirle una idea a Gray. Lo demás lo ha hecho él. —Se volvió hacia Gray—. ¿Qué vas a hacer mañana?

—Jugar al golf.

—Iré a verte a eso de las seis y hablaremos. —Luego, dedicando a Isabel su cautivadora sonrisa, añadió—: Hace diez años que no bailo contigo. ¿Quieres ver si aún me acuerdo de cómo se hace?