Al día siguiente vi a Gray y a Isabel y les conté mi encuentro con Larry. Su sorpresa fue tan grande como la mía al reconocerle.
—Me gustaría mucho verle —dijo Isabel—. Vamos a llamarle ahora mismo.
Caí entonces en la cuenta de que no se me había ocurrido preguntarle su dirección. Isabel me lo reprochó.
—No estoy seguro de que me lo hubiera dicho, aunque se lo hubiese preguntado —protesté riendo—. Probablemente, mi subconsciente tuvo algo que ver con mi olvido. ¿No te acuerdas de que nunca le gustó decir a nadie en dónde vivía? Era una de sus rarezas. A lo mejor aparece por aquí cuando menos lo esperes.
—Sería muy propio de él —dijo Gray—. Ni siquiera cuando éramos muchachos se podía contar con encontrarle en el sitio que parecía natural que estuviera. Un día estaba en un lado, y de repente desaparecía. Le veías en un cuarto, y pensabas encontrarle allí pasado un rato para charlar con él, y cuando dabas media vuelta, se lo tragaba la tierra.
—Siempre fue de lo más exasperante —dijo Isabel—, no se puede negar. Supongo que tendremos que esperan a que le venga bien aparecer por aquí.
No fue aquel día, ni al siguiente, ni al otro. Isabel me acusó de haberlo inventado todo para mortificarla. Le di palabra de que no había inventado nada, y me esforcé en buscar razones que explicaran por qué no había ido a verla. Pero ninguna hallé que fuera plausible. En mi fuero interno me dije si, luego de pensarlo, Larry habría decidido que no le apetecía ver a Isabel ni a Gray y determinó alejarse de París. Ya tenía yo idea de que no echaba raíces en ningún lado, sino que se encontraba dispuesto en cualquier momento, por cualquier razón que a él se le antojara suficiente, o por puro capricho, a salir de viaje.
Pero al fin fue. Era un día lluvioso, y Gray no había ido a Montefontaine. Estábamos los tres reunidos, Isabel y yo tomando una taza de té y Gray un whisky con agua de Perrier, cuando el mayordomo abrió la puerta y entró Larry. Isabel se puso en pie de un salto, dejando escapar una exclamación, y arrojándose sobre él le besó en ambas mejillas. Gray, con el carnoso y rojo rostro más arrebolado que el de costumbre, le estrechó calurosamente la mano.
—¡Cómo me alegro de verte, Larry! —dijo con la voz velada por la emoción.
Isabel se mordió un labio y vi que estaba esforzándose para no llorar.
—Toma un whisky, chico —le dijo Gray con voz insegura.
Me conmovió su júbilo al verle. Tuvo que ser agradable para él percibir lo mucho que para ambos significaba. Sonrió contento. No obstante, me resultó evidente que conservaba pleno dominio sobre sí mismo. Vio el servicio del té, y dijo:
—Tomaré una taza de té.
—¿Té? ¡Vamos, vamos! —dijo Gray—. Que traigan una botella de champaña.
—Prefiero el té —dijo Larry sonriendo.
Su compostura tuvo sobre los otros dos el efecto quizá buscado. Se calmaron, pero continuaron contemplándole con ojos de cariño. No quisiera dar la impresión de que Larry correspondió a la espontánea exuberancia con antipática frialdad; antes al contrario, estuvo tan cordial y cariñoso como pudiera desearse; mas advertí en su manera de conducirse algo que solamente puedo describir diciendo que parecía hallarse en algún lugar remoto, y me pregunté qué podría significar.
—¿Por qué no has venido a vernos inmediatamente, antipático? —exclamó Isabel con fingida indignación—. Cinco días llevo pegada a la ventana para verte llegar, y cada vez que ha sonado el timbre de la puerta me ha dado un salto el corazón que parecía que se me iba a salir por la boca, y todas las veces he tenido que volver a tragármelo.
Larry rió.
—Maugham me dijo que presentaba un aspecto tan vil que tu criado no querría abrirme la puerta. He ido a Londres en avión para comprarme ropa.
—No necesitabas hacerlo —le dije sonriendo—. Pudieras haberte comprado un traje hecho en el «Printemps» o en «La Belle Jardinière».
—Pensé que, una vez decidido a hacerlo, valía la pena hacerlo bien. Hace diez años que no me compro ropa de europeo. Fui a tu sastre y le dije que necesitaba un traje en tres días. Él me dijo que necesitaría dos semanas, pero llegamos a una transacción y me lo acabó en cuatro. He llegado de Londres hace una hora.
Llevaba un traje azul que sentaba bien a su tipo cenceño, una camisa blanca con cuello blando, una corbata azul, de seda, y zapatos de color. Se había cortado el pelo y afeitado la barba. No sólo presentaba un aspecto decente, sino cuidado. Se había transformado por completo. Estaba muy delgado. Vi sus pómulos más pronunciados que en otros tiempos, sus sienes más hundidas, y los ojos, en las profundas cuencas, me parecieron más grandes de lo que creía recordar; pero, no obstante, tenía muy saludable aspecto; tanto, que con la cara tostada y sin una arruga, parecía increíblemente joven. Tenía un año menos que Gray, y los dos contaban poco más de treinta; pero mientras Gray representaba diez años más, Larry parecía tener diez menos. Los movimientos de Gray, debido a su corpulencia, eran lentos y pesados; los de Larry, ligeros y fáciles. Se conducía como un joven alegre y despreocupado, pero al mismo tiempo con una serenidad que me llamó particularmente la atención y que no recordaba haber advertido en el muchacho antes. Según se desarrollaba la conversación, con la espontánea facilidad comprensible entre antiguos amigos con tantos recuerdos comunes, en la que se mezclaban noticias acerca de Chicago, que Gray e Isabel sacaban a relucir, y chismorreos triviales, todo ello acompañado de alegres risas, persistió en mí la sensación de que Larry, aunque su risa era franca y escuchaba con evidente placer la desenfadada charla de Isabel, se encontraba singularmente despegado de todo aquello. No es que me pareciera que estaba representando un papel, pues su naturalidad era demasiada y su sinceridad palmaria, sino más bien que algo dentro de él, no sé si llamarlo vigilancia, sensibilidad o fuerza, permanecía por encima de la conversación.
Llegaron las niñas, que fueron presentadas a Larry, y le dedicaron sus graciosas reverencias. Les dio la mano con una expresión de simpática ternura en sus dulces ojos, y las niñas le miraron gravemente. Isabel le contó que estaban adelantando mucho en sus estudios, dio una pasta a cada una y les dijo que se retiraran.
—Cuando estéis acostadas, iré a leeros en voz alta diez minutos.
No quería que la interrumpieran en el gozo que ver a Larry le producía. Las niñas se acercaron a su padre para darle las buenas noches, y fue verdaderamente encantador ver animarse el bermejo rostro de aquel hombre demasiado grueso cuando las tomó en sus brazos para besarlas. A nadie se le podía ocultar que las adoraba, y cuando se fueron se volvió hacia Larry, y sonriendo pausada y bondadosamente, le dijo:
—No están mal las chicas, ¿eh?
Isabel le miró cariñosamente.
—Si le dejara, las mimaría hasta matarlas. Sería capaz de dejar que yo muriera de hambre, ese bruto de gigantón que ves ahí, para dar a las niñas caviar y pâté de foie–gras.
Gray la miró, sonriendo, y replicó:
—Mientes, y lo sabes. Adoro hasta el suelo que pisas.
Isabel le respondió con una mirada. Lo sabía, y le complacía saberlo.
Una pareja feliz.
Isabel insistió en que nos quedáramos a cenar. Yo, suponiendo que preferirían estar solos, me excusé; pero no quiso aceptar mis disculpas.
—Le diré a Marie que eche otra zanahoria en la sopa, y habrá bastante para los cuatro. Tenemos pollo; tú y Gray os podéis comer los muslos, mientras Larry y yo damos cuenta de los alones; y el soufflé, que lo haga para cuatro.
También Gray parecía desear que me quedase, y ello hizo que los dejara que me persuadieran a hacer lo que yo verdaderamente anhelaba.
Mientras aguardábamos, Isabel le dijo a Larry detalladamente lo que yo ya le había contado por encima.
Aunque narró aquellos lamentables sucesos en son de chanza, la cara de Gray adquirió una expresión de triste melancolía. Su mujer procuró animarle.
—Pero, en fin, todo eso ya pasó. Hemos caído de pie y el porvenir nos aguarda. En cuanto mejoren las cosas, Gray encontrará un puesto espléndido y va a ganar millones.
Sirvieron cócteles, y un par de ellos levantaron el ánimo del pobre hombre. Observé que Larry, aunque tomó uno, apenas lo probó; y cuando Gray, mal observador, le ofreció otro, lo rehusó. Nos lavamos las manos, y nos sentamos a cenar. Gray había pedido una botella de champaña, pero cuando el mayordomo fue a servir a Larry, éste dijo que no quería.
—¡Oh! ¡Toma un poco, Larry! —exclamó Isabel—. Es el mejor que tiene el tío Elliott, y solamente se lo da a invitados muy especiales.
—La verdad es que prefiero agua. Después de haber estado tanto tiempo en Oriente, resulta un lujo delicioso beber agua sin peligro.
—Es que es una ocasión especial.
—Está bien. Tomaré una copa.
La cena fue excelente, pero Isabel y yo advertimos que Larry apenas comió. Supongo que Isabel pensó de repente que ella no había parado de hablar, sin dar a Larry ocasión sino para escucharla, lo que la movió a preguntarle acerca de lo que había hecho durante los diez años que no le había visto. Él fue contestando con su cordial franqueza, pero tan vagamente que no averiguamos gran cosa.
—¡Ah, pues corriendo mundo por esas tierras! Estuve un año en Alemania, y algún tiempo en España e Italia. Y también he rodado algún tiempo por Oriente.
—¿De dónde has llegado ahora?
—De la India.
—¿Cuánto tiempo has estado allí?
—Cinco años.
—¿Lo has pasado bien? —preguntó Gray—. ¿Has matado algún tigre?
—No —replicó Larry sonriendo.
—¿Y qué demonios has estado haciendo en la India cinco años? —dijo Isabel.
—Vida de sociedad —respondió él con una sonrisa de amistosa chanza.
—Y, ¿qué cuentas del truco de la cuerda? —dijo Gray—. ¿Lo has visto?
—No, no lo vi.
—¿Qué has visto?
—Mucho.
Entonces le hice yo una pregunta:
—¿Es verdad que los yoguis llegan a tener ciertos poderes que a nosotros nos parecerían supernaturales?
—No sabría responder. Lo único que puede decir es que en la India se cree que sí. Pero los más sabios no dan ninguna importancia a esa clase de poderes; y dicen que pueden estorbar el progreso espiritual. Me acuerdo de uno que me contó que una vez un yogui llegó a la orilla de un río. No tenía dinero para pagar al barquero su transporte a la de enfrente, y éste se negó a llevarle gratis. Entonces el yogui entró en el agua y pasó a la otra orilla andando sobre el río «Un milagro de esa índole —me dijo el yogui que me lo contaba, encogiéndose despectivamente de hombros— no vale más que la moneda de cobre, precio de la barca».
—Pero ¿crees que el yogui pasó el río andando por encima del agua? —le preguntó Gray.
—El que me lo contó lo creía.
Era deleite no escaso escuchar a Larry, a causa de su voz, de maravillosa armonía; era ligera, rica sin llegar a ser profunda, y con singular abundancia de matices de tono. Terminamos la cena y volvimos a la sala para tomar el café. Yo no había estado nunca en la India, y tenía vivos deseos de oír hablar más acerca de ella.
—¿Conociste allí a algunos escritores o pensadores? —le pregunté.
—Tomo nota de que distingues entre quien escribe y quien piensa —dijo Isabel con intención de zaherirme.
—Sí; me preocupé de hacerlo.
—¿Cómo hablabas con ellos? ¿En inglés?
—Los más interesantes, si hablaban, no lo hacían en inglés demasiado bien, y apenas entendían. Aprendí el hindú. Y cuando me dirigí hacia el Sur, aprendí lo suficiente del tamul para arreglármelas.
—¿Cuántos idiomas conoces, Larry?
—Pues… como media docena.
—Cuéntanos más acerca de los yoguis —dijo Isabel—; ¿llegaste a conocer a alguno íntimamente?
—Todo lo íntimamente que es posible conocer a personas que pasan la mayor parte del tiempo en lo Infinito —dijo Larry—. Pasé dos años en el Ashrama de uno.
—¿Dos años? ¿Qué es un Ashrama?
—Bueno, supongo que tú lo llamarías eremitorio. Hay allí hombres santos que viven solos, en un templo, en un bosque, o en las faldas del Himalaya. Hay otros que atraen a cierto número de discípulos. Alguna persona caritativa, para hacer méritos, construye una habitación, grande o pequeña, para alojar a un yogui cuya piedad le ha impresionado y sus discípulos viven con él, durmiendo en la galería, o en la cocina, si la hay, o bajo los árboles. Yo tenía una choza diminuta dentro de la empalizada, lo bastante grande para mi cama de campaña, una silla, una mesa y un estante para unos pocos libros.
—¿Dónde fue eso? —le pregunté.
—En Travancor, una comarca bellísima, de lomas verdes, valles y ríos de manso fluir. En las montañas hay tigres, leopardos, elefantes y bisontes, pero el Ashrama estaba en medio de un lago y alrededor de él crecían cocoteros y arecas. Estaba a cuatro o cinco kilómetros de la ciudad más cercana, pero la gente solía ir hasta allí desde ella, y desde mucho más lejos, a pie, o en carreta de bueyes, para escuchar al yogui cuando éste se sentía dispuesto a hablar, o para sentarse simplemente a sus pies y participar en comunión de la paz y de la felicidad que irradiaba su persona, como perfuma un nardo con su fragancia el aire que lo rodea.
Gray se rebulló desasosegado en su asiento. Supuse que la conversación iba tomando derroteros que le incomodaban.
—¿Whisky? —me preguntó.
—No, gracias.
—Yo voy a tomar uno. ¿Y tú, Isabel?
Alzó su mole de la butaca y se dirigió a la mesa en que estaba el whisky, con agua de Perrier y unos vasos.
—¿Había algún otro hombre blanco allí?
—No. Yo era el único.
—¿Cómo pudiste soportarlo dos años? —exclamó Isabel.
—Pasaron como un relámpago. He conocido días que me han parecido mucho más largos.
—Pero ¿qué hacías todo el tiempo?
—Leer. Dar largos paseos. Remar en el lago. Meditar. El meditar es un trabajo muy duro; al cabo de dos o tres horas estás tan cansado como si hubieras conducido un coche ochocientos kilómetros, y lo único que te apetece es descansar.
Isabel frunció el ceño ligeramente. Estaba desconcertada, y no estoy seguro de que no sintiera cierto miedo. Creo que comenzaba a darse cuenta de que el Larry que había entrado en el cuarto unas horas antes, aunque no había cambiado de aspecto y se mostraba tan franco y cordial como siempre, no era aquel Larry, cándido, sencillo y alegre, algo testarudo en su opinión, pero encantador, que ella conoció en otros tiempos. Le había perdido una vez, y al volverle a ver le tomó por el de antes, y creyó que aunque hubieran cambiado las circunstancias todavía era de ella. Y, como si hubiese tratado de sujetar con las manos un rayo de sol, le había visto escurrírsele de entre los dedos, quedando perpleja. La había estado yo observando frecuentemente durante la noche, lo cual siempre me resultaba agradable, y había descubierto amor en su mirada cuando la fijaba en la bien formada cabeza de Larry, de orejas bien pegadas al cráneo, y había observado asimismo el cambio de expresión cuando la fijaba en las hundidas sienes o en el delgado pescuezo. Miró también sus manos, que no obstante su descarnada delgadez, eran fuertes y viriles; y descansó sobre su inquieta boca, bien dibujada, llena sin ser sensual, y sobre la serena frente y bien modelada nariz. Llevaba su ropa nueva no con la inmaculada elegancia de Elliott, sino con una especie de descuidada naturalidad, como si la hubiese llevado encima a diario durante un año. Pensé que suscitaba en Isabel instintos maternales que nunca había observado en ella al verla con sus hijas. Era una mujer de experiencia; él continuaba con el aspecto de un muchacho, y creí adivinar el orgullo de una madre al contemplar a un hijo ya hecho hombre, y escucharle hablar agudamente con otros y ver cómo los demás le oyeron como si lo hiciera con sensatez. No creo que el sentido de lo que Larry dijo penetrase hasta la conciencia de Isabel.
Pero yo no había acabado de preguntar.
—¿Cómo era ese yogui?
—¿Físicamente? Pues no era alto, ni grueso ni delgado, de un color tostado claro, afeitado, con pelo blanco casi rapado. Nunca llevaba más vestido que un faldellín ceñido a la cintura, y sin embargo conseguía presentar siempre un aspecto tan cuidado y de persona tan bien vestida como cualquier figurín de un anuncio de la casa «Brooks Hermanos», de Londres.
—Y ¿qué es lo que de él te atrajo?
Larry me miró durante un minuto antes de contestarme. Sus ojos, desde lo hondo de sus cuencas, parecían estar procurando llegarme a lo más profundo del alma.
—Su santidad.
Algo desconcertado me dejó su respuesta. En aquella estancia, con sus buenos muebles, con aquellos deliciosos dibujos en las paredes, la palabra cayó como el inesperado ruido de una gruesa gota de agua que hubiera atravesado el techo, salida de un baño rebosante.
—Todos hemos leído referencias de santos, de san Francisco, de san Juan de la Cruz, pero de eso hace ya siglos. No hubiera yo creído posible conocer a uno vivo. Pero desde el primer momento en que le vi no dudé ni un segundo de que se trataba de un santo. Fue una experiencia maravillosa.
—¿Y qué sacaste de ella?
—Paz —dijo en voz natural, y sonriendo ligeramente. Entonces se puso de pie repentinamente, y dijo—: Tengo que irme.
—Pero, Larry —exclamó Isabel—, si es muy temprano.
—Buenas noches —dijo, aún sonriendo y sin tener en cuenta la queja de Isabel. La besó en una mejilla—. Nos veremos dentro de un par de días.
—¿Dónde estás parando? Yo te llamaré.
—No te molestes. Ya sabes lo difícil que es en París conseguir un número, y en cualquier caso, nuestro teléfono está generalmente estropeado.
Me reí por dentro de la habilidad con que Larry había rehuido decir su dirección. Era una notable rareza aquella que le llevaba a convertir en secreto el lugar de su residencia. Les propuse que fueran todos a cenar conmigo pasados dos días en el «Bois de Boulogne». Resultaba delicioso cenar bajo los árboles en aquel embalsamado ambiente primaveral, y Gray podría llevarnos en el coche. Salí con Larry, y le hubiera acompañado un trecho de buen grado, pero en cuanto estuvimos en la calle me estrechó la mano y se alejó. Yo tomé un taxi.