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En todas las ciudades populosas hay grupos aislados que existen sin mutuo contacto, pequeños mundos dentro de uno mayor que guía sus vidas, y cuyos miembros dependen entre sí, cual si habitaran en islas separadas las unas de las otras por infranqueables estrechos. En ninguna ciudad de cuantas conozco es esto más verdad que en París. Allí la alta sociedad apenas tolera en su seno a los extraños; los políticos viven dentro de su peculiar y corrompido círculo; la burguesía, alta y baja, se visita entre sí exclusivamente; los escritores se reúnen con escritores (es notable ver en el Diario de André Gide las poquísimas personas que conocía íntimamente fuera de su profesión); los pintores se tratan con pintores, y con músicos los músicos. Lo mismo puede decirse de Londres, pero en grado menor; allí las ovejas frecuentan bastante menos a sus respectivas parejas, y hay una docena de casas en las cuales puede uno ver simultáneamente a una duquesa, una actriz, un pintor, un diputado, un abogado, una modista y un autor de obras teatrales.

Las peripecias de mi vida me han llevado a conocer en muchas ocasiones casi todos los mundillos de París, hasta (por Elliott) el cerrado coto del Boulevard St. Germain; pero el que más gusto me ha proporcionado, incluso más que el discreto círculo que tiene su centro en la hoy llamada Avenue de Foch, más que el cosmopolita que frecuenta «Larue» y el «Café de París», más que la ruidosa y sórdida alegría de Montmartre, es el barrio de Montparnasse. En mis tiempos mozos pasé un año en un diminuto cuarto cercano al «Lion de Belfort», en un quinto piso, desde el cual gozaba de una espaciosa vista del cementerio. Montparnasse conserva aún para mí el tranquilo aire de ciudad provinciana que en aquella época le caracterizaba. Cuando paso por la angosta y poco elegante rue d’Odessa, recuerdo con una punzada el humilde restaurante donde solíamos congregarnos para cenar pintores, dibujantes y escultores, siendo yo el único escritor, salvo en una ocasión en que cayó por allí Arnold Bennett. Allí permanecíamos hasta hora avanzada, discutiendo excitadamente, absurdamente, airadamente, sobre pintura y literatura. Aún es para mí un placer recorrer el Boulevard y contemplar a la gente joven, tan joven como yo en aquellos tiempos, e inventar historias acerca de ellos para mi propio solaz. Cuando no tengo nada mejor que hacer, tomo un taxi y voy a sentarme en el «Café du Dôme». Ya no es lo que era, punto de reunión exclusivo de la bohemia; los pequeños comerciantes del barrio han tomado la costumbre de visitarlo, y gente extraña, del mundo que habita en la otra orilla del río, llega a veces hasta allí en la esperanza de contemplar lo que ya no existe. Aún van por allí los estudiantes y cuando se está sentado a una de sus mesas se oye alrededor tanto ruso, español, alemán e inglés como francés. Pero yo creo que todos andan diciendo casi las mismas cosas que nosotros dijimos cuarenta años antes, aunque ellos hablan de Picasso en vez de hacerlo de Manet, y de André Breton en vez de Guillermo Apollinaire. Me son simpáticos.

Llevaba unas dos semanas en París, y estaba sentado una tarde en el «Dome», en una de las primeras mesas, pues no pude encontrar otra por la mucha gente que allí había. Hacía un día templado y sin nubes. Comenzaban a retoñar los plátanos y flotaba en el aire esa sensación de holganza, de alegría y viveza que es peculiar de París. Me encontraba en paz conmigo mismo, pero no de manera aletargada, sino más bien con vivo contento. De pronto, un hombre que pasaba se detuvo, y mostrando sus blanquísimos dientes en una sonrisa, se dirigió hacia mí y me dijo:

—¡Hola!

Le miré inexpresivamente. Era alto y delgado. Iba sin sombrero y necesitaba urgentemente los servicios de un peluquero. Su labio superior y su mentón estaban cubiertos por espesa barba y bigote de color castaño oscuro. Frente y pescuezo aparecían profundamente atezados. Llevaba una camisa deshilachada, sin corbata, una americana raída, de color castaño, y arrugados pantalones de franela gris. Parecía un vagabundo, y no creía haberle visto en la vida. Supuse que se trataba de alguno de esos seres inútiles que se hunden en París, y esperaba que me endilgase algún cuento acerca de su mala suerte, con la esperanza de sacarme unos cuantos francos con que pagar cena y cama. Estaba delante de mí, con las manos en los bolsillos, mostrando sus blancos dientes y una expresión de regocijo en sus oscuros ojos.

—¿Quién soy? —me dijo.

—No le he visto a usted en la vida.

Estaba dispuesto a darle veinte francos, pero no a permitirle que asegurara conocerme.

—Soy Larry —dijo.

—¡Pero, hombre! ¡Siéntate! —Se echó a reír, dio un paso hacia la mesa y se sentó en la silla desocupada—. ¿Qué vas a tomar? —dije, haciendo una seña al camarero—. ¿Cómo querías que te conociera con todos esos pelos en la cara?

Se acercó el camarero, y Larry pidió una naranjada. Mirándole recordé la peculiaridad de sus ojos, debida a la profunda negrura del iris, casi tan negro como la pupila, lo cual les daba al mismo tiempo gran intensidad y opacidad singular.

—¿Cuánto tiempo llevas en París? —le dije.

—Un mes.

—¿Vas a quedarte aquí?

—Durante algún tiempo.

Mientras le hacía estas preguntas estuve pensando. Advertí que el borde de sus pantalones estaba deshilachado y que tenía agujereados los codos de la chaqueta. Era su aspecto tan ruin como el de cualquier beachomber de los que había conocido en Oriente. En aquella época era difícil olvidar los efectos de la crisis bursátil del año 1929, y me dije si Larry habría quedado en la miseria a consecuencia de ella. No me gustó la idea, y como no soy persona dada a andarme por las ramas, le pregunté con franqueza:

—¿Estás sin dinero?

—No. ¿Por qué?

—Tienes aspecto de que una buena comida no te vendría nada mal, y la ropa que llevas está para tirarla a la basura.

—¿Tan mal está? No se me había ocurrido. La verdad es que hace tiempo que tengo intención de comprarme unas cosas, pero no encuentro ocasión.

Creí que hablaba así impulsado por la timidez o por el orgullo, y no vi razón alguna para aguantar semejante simpleza.

—No seas bobo, Larry. No soy ningún millonario, pero no soy pobre. Si andas mal de dinero, permíteme que te preste unos miles de francos.

Se echó a reír.

—Gracias, pero no ando mal de dinero. Tengo más de lo que puedo gastar.

—¿A pesar del derrumbamiento de la Bolsa?

—A mí no me afectó. Todo mi dinero estaba en papel de Estado. No sé si bajó su cotización, pues no lo he preguntado, pero lo que si sé es que el Tío Sam continuó pagando mis cupones como persona honrada que es. La verdad es que he gastado tan poco dinero durante los últimos años que debo de tener una buena cantidad.

—¿De dónde has llegado ahora?

—De la India.

—¡Ah! Ya había oído que andabas por allí. Me lo dijo Isabel. Parece que conoce al director de tu Banco en Chicago.

—¿Isabel? ¿Cuándo la has visto la última vez?

—Ayer.

—Pero…, ¿está en París?

—Ya lo creo. Está viviendo en casa de Elliott Templeton.

—¡Qué bien! Me gustaría verla.

Aunque estuve observándole los ojos muy atentamente mientras cambiábamos estas frases, sólo vi en ellos la natural sorpresa y el explicable placer, mas no percibí ninguna otra emoción más compleja.

—Gray también está aquí. Supongo que sabrás que se casaron.

—Sí. Tío Bob, es decir, el doctor Nelson, mi tutor, me lo escribió. Él murió hace algunos años.

Se me ocurrió que al desaparecer ese eslabón, por lo visto el único que con sus amigos de Chicago le unía, probablemente no habrían llegado a sus oídos noticias de lo ocurrido. Le dije que Isabel tenía dos hijas, que Henry Maturin había fallecido y Louisa Bradley también, que Gray se arruinó, y le expliqué el rasgo generoso de Elliott.

—¿Está Elliott aquí también?

—No.

Por primera vez en cuarenta años, Elliott no estaba pasando la primavera en París. Aunque parecía más joven, contaba ya setenta años, y como es frecuente en personas de esa edad, tenía días en que se encontraba cansado y enfermo. Poco a poco, había abandonado toda clase de ejercicio físico, excepto el de pasear. Se encontraba preocupado acerca de su salud, y le visitaba un médico dos veces por semana para hundirle alternativamente en una y otra nalga una aguja hipodérmica con la inyección de moda en aquel momento. Al empezar cada comida, ya estuviera en su casa o no, sacaba del bolsillo una cajita de oro de la cual tomaba una gragea que luego tragaba con el grave continente de quien cumple un rito religioso. Su médico le había recomendado que hiciese una cura de aguas en Montecatini, balneario del Norte de Italia, y después tenía el pensamiento de ir a Venecia en busca de una pila bautismal adecuada a su iglesia románica. No le importó demasiado suspender su visita a París, pues cada año que pasaba lo encontraba menos satisfactorio. No le gustaba la gente vieja, y le molestaba ser invitado a reunirse con personas de su edad, aunque encontraba necios a los jóvenes. El adorno de la iglesia por él fundada era su principal interés, y esto le proporcionaba la feliz coyuntura de entregarse a la pasión de su vida, la compra de obras de arte, con el consolador pensamiento de que lo hacía para mayor gloria de Dios. Había encontrado en Roma un altar primitivo de piedra de color de miel, lo que le llevó a permanecer seis meses en Florencia, rebuscando allí para encontrar un tríptico de la escuela de Siena que pensaba colocar encima del altar.

Larry me preguntó si a Gray le gustaba París.

—Mucho me temo que se encuentre aquí algo perdido.

Procuré explicar la impresión que me hizo Gray. Larry me escuchó con los ojos fijos sobre mí, con expresión de meditación y mirada tan inmóvil que tuve la sensación, no sé por qué, de que no estaba oyéndome con los oídos, sino con otro órgano interno de más sensibilidad. Fue una sensación extraña y nada agradable.

—Pero ya le verás tú mismo —terminé.

—Sí, me encantaría verlos a los dos. Supongo que encontraré su dirección en la lista de teléfonos.

—Pero si no quieres asustarlos, y provocar en las niñas un ataque de nervios, creo que sería prudente que te cortaras el pelo y te afeitaras.

Se echó a reír.

—Ya lo había pensado. No tiene objeto andar llamando la atención.

—Y también podrías comprarte algo de ropa.

—Sí; supongo que ando algo raído. Cuando llegó el momento de alejarme de la India me di cuenta de que no tenía más ropa que ésta.

Miró el traje que yo llevaba y me preguntó quién era mi sastre. Se lo dije, pero añadí que como estaba en Londres no le serviría de gran cosa. Cambiamos de conversación, y empezó a hablar otra vez de Gray y de Isabel.

—Los veo con bastante frecuencia —le dije—. Son muy felices juntos. Nunca he tenido ocasión de hablar con Gray a solas, y de todos modos dudo mucho que quisiera hacerme confidencias acerca de Isabel, pero mi impresión es que está profundamente enamorado de ella. Generalmente, su expresión es hosca, y su mirada inquieta, pero cuando mira a Isabel se hace tan tierna y tan amante, que resulta verdaderamente conmovedor. Creo que Isabel permaneció a su lado con gran coraje cuando la catástrofe, y él no olvida nunca lo mucho que le debe. A Isabel la encontrarás cambiada.

No le dije que estaba infinitamente más bonita que nunca. No estaba seguro de si Larry tenía suficiente discernimiento para ver cómo aquella muchacha agradable, rebosante de vida, pudo convertirse en una mujer de suprema gracia, delicada y exquisita. Hay hombres que se consideran ofendidos por la ayuda que el arte puede prestar a la naturaleza femenina.

—Es muy buena con Gray —continué—. Y está haciendo todo cuanto en su mano está para lograr que recobre la confianza en sí mismo.

Era ya tarde, y le pregunté a Larry si quería cenar conmigo en un café del Boulevard.

—No, gracias —respondió—. Tengo que irme.