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Tomé la costumbre de ir a ver a Isabel tres o cuatro veces a la semana, por la tarde, una vez que acababa con mi tarea. Generalmente estaba sola a esas horas, y aceptaba gustosa la oportunidad de charlar con alguien. Las personas a quienes Elliott los había presentado eran bastante más viejas que ella, y descubrí que tenía pocos amigos de su edad. Los míos estaban, por lo corriente, ocupados hasta la hora de cenar, y me pareció más agradable ir a charlar con Isabel que acudir a mi club para jugar al bridge con franceses de genio vivo, que no consideraban particularmente deseable la intromisión de un extranjero. Su encantadora costumbre de tratarme como si los dos tuviéramos la misma edad hacía fácil nuestra conversación, salpicada de bromas y risas, durante la cual nos lanzábamos mutuamente pullas, y hablábamos de nosotros mismos o de nuestros comunes amigos, como también acerca de libros y cuadros, con todo lo cual pasábamos el tiempo muy placenteramente. Uno de los defectos de mi manera da ser es que nunca he logrado acostumbrarme a la fealdad humana. Por muy amable que un amigo me resulte, ni siquiera tras largos años de intimidad consigo acostumbrarme a aceptar su mala dentadura o su nariz torcida. Por el contrario, jamás se disipa la delicia que la belleza me causa, y al cabo de veinte años de trato familiar, aún experimento placer viendo una noble frente o el delicado dibujo de una mejilla. Nunca vi a Isabel sin experimentar de nuevo un pequeño estremecimiento de deleite al observar la ovalada perfección de su rostro, la delicadeza de su cutis mate y el fulgor de sus ojos.

Por aquel entonces ocurrió algo muy inesperado.