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En cuanto Elliott dejó instalados a sus sobrinos en su espacioso piso de la ribera izquierda, volvió a la Costa Azul, hacia finales de año. Había planeado su casa de acuerdo con su propia comodidad y no había sitio en ella para una familia de cuatro personas, por lo que, aunque lo hubiese deseado, no habría podido tenerlos allí con él. No creo que lo sintiera. No se le ocultaba que él solo era más deseable que si hubiera tenido que ir acompañado a todas partes de un sobrino y una sobrina, y nunca habría podido ajustar sus distinguidas comidas (asunto éste que le producía inmensas preocupaciones) si hubiese tenido que contar invariablemente con dos invitados de la familia.

—Es mucho mejor que se instalen en París y se vayan acostumbrando a una vida civilizada. Además, las dos niñas ya tienen edad de ir al colegio y les he encontrado uno, cerca de mi casa, al que me han asegurado que van niñas de muy buenas familias.

Como consecuencia de esto, no vi a Isabel hasta la primavera, cuando cierto trabajo que me ocupaba necesitó mi estancia en París durante algunas semanas, y fui allí, tomando un par de habitaciones en un hotel próximo a la Place Vendôme. Era un hotel al que solía ir, no solamente por encontrarlo céntrico, sino por su carácter. Era un edificio grande y antiguo, construido alrededor de un gran patio central, y había sido hostería durante más de doscientos años. Los cuartos de baño no tenían nada de lujosos, y la fontanería no era muy satisfactoria; las alcobas, con sus camas de hierro pintado de blanco, con sus anticuadas colchas blancas y sus inmensos armoires á glace, presentaban un aspecto de manifiesta pobreza; pero los cuartos de estar tenían magníficos muebles antiguos. En el mío, el sofá y los butacones eran del pintoresco reinado de Napoleón III, y aunque no puedo decir que fueran cómodos, tenían un florido encanto. En aquel cuarto me encontraba viviendo en el pasado de los novelistas franceses. Cuando contemplaba el reloj Imperio bajo su cristalino fanal, pensaba que quizá alguna bella mujer, con tirabuzones y vestido de volantes, hubiera visto avanzar su minutero, mientras ella esperaba una visita de Rastignac, el aventurero de ilustre cuna cuya carrera siguió Balzac, novela tras novela, desde sus humildes comienzos hasta su última grandeza. El doctor Bianchon, el médico que tenía tal realidad para Balzac que, cuando estaba muriéndose, dijo: «Sólo Bianchon puede salvarme», hubiera podido entrar en aquella estancia para tomar el pulso y mirar la lengua de alguna noble viuda provinciana, llegada a París para consultar con un abogado acerca de un pleito, y que hubiera llamado a un médico a causa de alguna indisposición pasajera. En aquel escritorio, una mujer enferma de amor, con miriñaque y raya en medio, pudo escribir apasionadas cartas a su amante infiel, o un viejo agrio, enfundado en una levita verde, componer airados párrafos destinados a un hijo manirroto.

Al día siguiente de llegar, llamé a Isabel por teléfono, y le pregunté si me daría una taza de té si iba a verla a eso de las cinco. Hacía diez años que no la veía. Estaba leyendo una novela francesa cuando me introdujo en la sala un mayordomo anticuado; se levantó y me saludó cogiéndome ambas manos, con una sonrisa cálida y encantadora. No la había visto arriba de una docena de veces, y a solas únicamente en dos ocasiones; pero me hizo sentir inmediatamente que no éramos dos conocidos, sino antiguos amigos. Los diez años pasados habían reducido el abismo que separó a la muchacha del hombre entrado en años, y no advertí ninguna sensación de que fueran distintas nuestras edades. Me trató con el delicado halago de una mujer de mundo, como si fuéramos de la misma edad, y a los cinco minutos nos encontrábamos charlando con tanta franqueza y confianza como si se tratara de dos amigos de la niñez que acostumbran a verse con frecuencia. Isabel había adquirido seguridad en sí misma, aplomo y dominio de sí.

Pero lo que más me llamó la atención fue el cambio de su aspecto. La recordaba como muchacha bonita, llena de vida, que amenazaba engordar demasiado. Ignoro si por advertir ese peligro había puesto en práctica recursos heroicos para reducir su peso, o si fue un insólito y feliz resultado de la maternidad; el caso es que la encontré tan esbelta como pudiera desearse. La moda del momento acentuaba su gentileza. Estaba vestida de negro, y pude comprender inmediatamente que su traje, de seda, lo había hecho uno de los mejores modistos de París. Lo llevaba con la descuidada confianza de una mujer a quien es absolutamente natural gastar ropa cara. Diez años antes, aun contando con los consejos de Elliott, sus vestidos siempre habían pecado de una ligera exageración, y los llevaba como si no acabara de encontrarse cómoda con ellos. Pero ahora, Marie Louise de Florimond no hubiera podido decir que a Isabel le faltaba chic. Tenía chic hasta en la punta de las uñas, esmaltadas de color de rosa. Sus facciones se habían afinado, y se me ocurrió que tenía la nariz tan recta y deliciosa como cualquier femenina nariz que yo hubiera visto. Ni una arruga atravesaba su frente o subrayaba sus ojos de color de avellana, y aunque su tez había perdido la lozanía de la primera juventud, era tan suave y diáfana como siempre; algo debía, evidentemente, a lociones, afeites y masajes; pero éstos la habían dado una suave y transparente delicadeza, que resultaba de peregrina hermosura. Las mejillas, enjutas, las llevaba pintadas ligerísimamente, e igual discreción se advertía en el tono de sus labios. Llevaba su brillante pelo castaño cortado a la moda del momento y ondulado. No vi sortijas en sus dedos, y recordé que Elliott me había dicho que vendió sus joyas; las manos no las tenía pequeñas, pero sí bien formadas. En aquella época eran las faldas de las mujeres, durante el día, muy cortas, y vi que sus piernas, embutidas en medias de color de champaña, eran de torneado muy agradable, largas y finas. Las piernas son la desgracia de muchas mujeres bonitas; las de Isabel, que fueron en otros tiempos su más desafortunada característica, eran ahora de belleza poco corriente. En resumen, aquella muchacha de agradable aspecto, cuya rebosante salud, turbulenta vitalidad y brillante colorido le prestaron encanto, habíase convertido en una mujer de gran belleza. Que la debiera en cierta medida al arte, a la disciplina y a la mortificación de la carne, era lo de menos. El resultado era altamente satisfactorio. Quizá la gracia de sus gestos y la felicidad de su porte debieron mucho a la reflexión, pero tenían todos los visos de una espontaneidad perfecta. Me dio la impresión de que los cuatro meses pasados en París habían dado los últimos toques a una obra de arte cuya realización había durado varios años. Hasta Elliott, incluso en sus momentos de mayor exigencia, la encontraría merecedora de su beneplácito; yo, persona menos difícil de contentar, la hallé arrebatadora.

Gray estaba en Montefontaine jugando al golf; pero Isabel me dijo que no tardaría en volver.

—Y tienes que ver a mis hijas. Están en los jardines de las Tullerías, pero vendrán pronto. Son dos encantos.

Hablamos de esto y de lo otro. Le gustaba hallarse en París y se encontraba muy cómoda en casa de Elliott. Antes de dejarlos, les había presentado a aquellos de sus amigos que juzgó serían más de su gusto, y ya tenían un agradable círculo de amistades. Les había instado a que agasajaran a sus amigos con la frecuencia que él acostumbraba.

—Me divierte horrores pensar que estamos viviendo como personas adineradas, cuando la verdad es que estamos arruinados.

—¿Tan mal estáis?

—Gray no tiene ni un centavo, y yo tengo casi exactamente la renta de Larry cuando quiso que me casara con él y no acepté porque no hubiéramos podido vivir con ella; pero además tengo dos hijas. ¿No lo encuentras divertido?

—Me alegro que veas el lado cómico.

—¿Qué noticias tienes de Larry?

—¿Yo? Ninguna. No le he visto desde que tú te marchaste de París. Conozco ligeramente a algunas de las personas con quien él se trataba y les pregunté qué había sido de él; pero de eso hace ya varios años. Nadie pudo decirme una palabra. Desapareció.

—Nosotros conocemos al director del Banco, en Chicago, donde Larry tiene su cuenta corriente, y nos ha dicho que de tarde en tarde le llega una letra de algún sitio raro. China, Birmania, la India. Parece que se ha dedicado a viajar.

No vacilé en hacer la pregunta que tenía en la punta de la lengua. Después de todo, cuando se quiere saber una cosa, lo mejor es preguntarla.

—¿Quisieras ahora haberte casado con él?

Sonrió muy agradablemente.

—He sido muy feliz con Gray. Ha sido un marido muy bueno. Hasta que no ocurrió la catástrofe lo pasamos juntos divinamente. Nos gustan las mismas personas y las mismas cosas. Y es bueno. Además, es agradable sentirse adorada. Está tan enamorado de mí como cuando nos casamos, y cree que soy la mujer más maravillosa del mundo. No puedes imaginarte las delicadezas y consideraciones que tiene conmigo. Su generosidad fue verdaderamente absurda, y en su opinión nada es lo bastante bueno para mí. ¿Querrás creer que no me ha dicho ni una palabra desagradable o dura desde que nos hemos casado?

Me dije si creería ella haber dado respuesta a mi pregunta. Cambié de conversación.

—Dime algo acerca de tus hijas.

Acababa de decirlo cuando llamaron a la puerta.

—Ahí están. Tú mismo las juzgarás.

Pasado un momento, entraron, seguidas de una niñera institutriz, y fui presentado en primer lugar a la mayor, Joan, y luego a Priscilla. Cada una, a su vez, me hicieron una pequeña reverencia al darme la mano. Una tenía ocho años, y la otra seis. Estaban altas para su edad. Isabel tenía buena estatura, y, naturalmente, a Gray le recordaba como inmenso; pero hallé en ellas únicamente la belleza que a todos los niños es común. Parecían poco fuertes. Ambas tenían el pelo negro de su padre, y los ojos de su madre. La presencia de un desconocido no las hizo mostrarse tímidas y, parlotearon alegremente acerca de lo que habían hecho en los jardines. Como miraran con avidez las golosinas suministradas por la cocinera de Isabel para nuestra merienda, su madre las autorizó a que eligiesen una, lo cual las sumió en una torturadora angustia, por no saber cuál escoger. Era agradable ver la manifiesta ternura que por su madre demostraban, y las tres juntas formaban un grupo encantador. Así que hubieron comido sendos pasteles, Isabel les dijo que se retiraran, lo cual hicieron sin una palabra de protesta. Me dio todo ello la impresión de que Isabel las estaba educando bien.

Cuando salieron, dije las frases usuales que a una madre se dicen acerca de sus hijos, e Isabel aceptó mis lisonjas con gusto palmario, pero con naturalidad. Le pregunté después si a Gray le gustaba París.

—Bastante. Tío Elliott nos ha dejado un coche, lo que le permite ir a jugar al golf casi a diario, y se ha hecho socio del Club de Viajeros, en donde juega al bridge. Comprenderás que la oferta de tío Elliott de sostenernos aquí ha sido maravillosa. Gray se quedó con los nervios destrozados, y continúa sufriendo de esos terribles dolores de cabeza. Aunque encontrara trabajo, no está en condiciones de hacer nada, lo cual es natural que le preocupe. Quiere trabajar, y le humilla que nadie le acepte. Para él, una de las obligaciones primordiales del hombre es trabajar, y si no puede trabajar, igual le daría morirse. No puede soportar la idea de no servir para nada, y si le convencí de que viniera aquí fue diciéndole que el cambio y el descanso le volverían a la normalidad. Pero sé que no se encontrará a gusto hasta estar trabajando de nuevo.

—Mucho me temo que lo hayáis pasado muy mal estos últimos dos años y medio.

—Verás; cuando ocurrió la catástrofe, al principio no pude creerlo. Me resultaba inconcebible que estuviéramos arruinados. Podía comprender que toda aquella gente estuviera arruinada; pero nosotros…, parecía imposible. Y me empeñé en creer que algo en el último momento nos salvaría. Luego, después del golpe final, me pareció que ya no valía la pena de seguir viviendo, y no me encontré con fuerzas para encararme con el porvenir, que se presentaba de lo más negro. Pasé quince días terribles. Fue tremendo tener que desprenderse de todo, y saber que se habían acabado las diversiones, que tendría que prescindir de cuanto me gustaba; pero al cabo de dos semanas decidí mandarlo todo al diablo y no volver a pensar en ello. Y te aseguro que así lo he hecho. No me arrepiento de nada; lo pasé divinamente mientras duró la suerte; y ahora que todo ha desaparecido…, me he revestido de paciencia.

—Evidentemente, la pobreza es más fácil de soportar en una casa lujosa, en un barrio elegante, con un mayordomo competente y una excelente cocinera, todo ello regalado, y cuando uno puede cubrirse el cuerpo esquelético con vestidos de «Chanel», ¿no crees?

—Es de Lanvin —dijo, riendo—. Ya veo que no has cambiado mucho con los años. Y supongo que no me creerás, porque eres un cínico, pero no estoy segura de que hubiese aceptado el ofrecimiento de tío Elliott a no haber pensado en Gray y en las niñas. Con mis dos mil ochocientos dólares al año nos las hubiéramos arreglado perfectamente en la finca, y hubiéramos cultivado arroz y centeno, y criado cerdos. Después de todo, en una granja de Illinois nací y me crié.

—Hasta cierto punto —dije sonriendo, pues sabía que había nacido en una lujosa clínica de Nueva York.

En aquel momento entró Gray. Es verdad que sólo le había visto dos o tres veces, doce años antes, pero conocía una fotografía suya con su novia (la cual Elliott conservaba sobre el piano, en un magnífico marco, junto a retratos dedicados por el rey de Suecia, la reina de España y el duque de Guisa), y me acordaba de él perfectamente. No esperaba verle como le hallé. Tenía grandes entradas en el pelo y una pequeña calva en la coronilla, el rostro abotagado y rojo, y una considerable papada. Había engordado notablemente durante los años de buena vida y de copioso beber, y únicamente su gran altura le salvaba de presentar un aspecto de indecente obesidad. Pero lo que más me llamó la atención fue su mirada. Recordaba perfectamente la confiada y abierta franqueza de sus ojos azules de irlandés, cuando el mundo se mostraba rendido ante él y no tenía ninguna preocupación; ahora me pareció advertir en ellos una especie de sorprendido desmayo, y aunque no hubiera conocido los hechos, no me hubiese sido difícil adivinar que algo le había ocurrido que había destrozado su confianza en sí mismo y en la ordenada sucesión de los hechos. Presentí en él una especie de embarazo, como si hubiera cometido una mala acción, aunque no a sabiendas, y estuviera avergonzado. Era evidente que su serenidad había sufrido un rudo golpe. Me saludó con amable cordialidad, y hasta pareció alegrarse de verme, como si de un antiguo amigo se tratara; pero no pude sustraerme a la impresión de que su ruidosa bienvenida era más bien debida a la costumbre y que no correspondía a sus internos pensamientos.

Trajeron botellas, y Gray preparó un cóctel. Acababa de jugar varias partidas de golf y se mostraba satisfecho de haberlo hecho bien. Se permitió entrar en minuciosos y excesivos detalles acerca de las dificultades que había vencido en uno de los agujeros, e Isabel estuvo escuchándole con muestras de verdadero interés. Pasados unos minutos, y luego de haber quedado con ellos en que fueran un día determinado a cenar y a un teatro conmigo, me despedí.