5

Me encontraba en Londres, y al principio no nos dimos cuenta en Inglaterra de la gravedad de la situación ni de lo muy lamentables que serían sus consecuencias. Yo, por mi parte, aunque incomodado por la pérdida de una suma considerable, como casi todo lo que perdí fueron beneficios sobre el papel, cuando se disipó la trágica polvareda me encontré poco más pobre que antes. Yo sabía que Elliott había estado jugando fuerte y temí que hubiera sufrido un grave quebranto, pero no le vi hasta que los dos volvimos a la Costa Azul para Navidades. Me dijo que Gray Maturin estaba arruinado y que su padre había muerto.

Entiendo poco de asuntos bursátiles y bien pudiera ocurrir que el relato de los sucesos que me fue hecho por Elliott, aparezca algo confuso. Por lo que yo pude comprender, la catástrofe que había caído sobre el negocio se debió, en parte, a la testarudez de Henry Maturin, y en parte a la imprudencia de Gray. Al principio Henry no quiso creer que la baja fuera una cosa tan seria, sino que se persuadió de que era una artimaña de los agentes de bolsa neoyorquinos para jugar una mala pasada a sus colegas provincianos, y esto le llevó a apretar los dientes y comprar en grandes cantidades para mantener la baja. Lanzó furiosas invectivas contra sus colegas de Chicago, que se dejaban asustar por los avisados plutócratas de Nueva York. Siempre había tenido a gala que ninguno de sus más modestos clientes, viudas con rentas fijas, militares retirados y gente parecida, hubieran perdido un solo centavo por seguir sus consejos, y ahora, en lugar de dejarlos aguantar sus pérdidas, endosó sus cuentas con el propio dinero. Dijo que estaba dispuesto a arruinarse, pues se encontraba capaz de hacer otra fortuna, pero que jamás podría volver a alzar la cabeza si sus pequeños clientes se arruinaban por haberse fiado de él. Se creyó magnánimo, pero no era más que vano. Su gran fortuna se desvaneció, y una noche tuvo un ataque al corazón. Tenía más de sesenta años, siempre había trabajado intensamente, se había divertido todo lo posible, comido excesivamente y bebido con abundancia; después de unas horas de agonía murió de trombosis de las venas coronarias.

Quedó Gray solo para hacer frente a la situación. Había estado jugando fuerte al alza por su cuenta, sin que su padre lo supiera, y se encontró personalmente en gravísimo aprieto. Todos sus esfuerzos para salir del apuro fracasaron. Los Bancos se negaron a concederle crédito; hombres más maduros en la Bolsa le dijeron que lo mejor que podía hacer era darse por vencido. El resto de la historia solamente la conozco de manera confusa. Incapaz de hacer frente a sus compromisos, fue declarado en quiebra. Ya había hipotecado su casa y la entregó sin resistencia a los acreedores. Vendió la casa urbana de su padre y la de Marvin por lo que pudo conseguir; Isabel vendió sus joyas; lo único que les quedó fue la finca de Carolina del Sur, la cual estaba vinculada a Isabel, y para la que no encontraron comprador. Gray quedó arruinado por completo.

—¿Y tú, Elliott? —le pregunté.

—¿Yo? No me quejo —respondió en tono jovial—. Dios atempera el rigor del viento cuando esquilan al cordero.

No insistí, pues sus asuntos económicos no eran cosa mía, pero fueran las que fueran sus pérdidas, supuse que había sufrido como todos nosotros.

La crisis no afectó gravemente en un principio la vida en la Costa Azul. Supe de dos o tres personas que habían tenido grandes pérdidas, muchas casas permanecieron cerradas durante el invierno, y algunas fueron puestas en venta. Los hoteles no estaban llenos, ni con mucho, y el «Casino» de Montecarlo se quejó de que la temporada era mala. Pero los efectos de la catástrofe no se dejaron sentir hasta pasados dos años. Entonces un agente de fincas me dijo que en el trozo de costa que se extiende desde Tolón a la frontera italiana había cuarenta y ocho mil propiedades, grandes y pequeñas, en venta. Las acciones del «Casino» bajaron. Los grandes hoteles redujeron sus precios en un vano esfuerzo para atraer viajeros. Los únicos extranjeros que se veían eran los que siempre habían sido tan pobres que no podían serlo más, y éstos no gastaban por no tener dinero que gastar. Los tenderos estaban desesperados. Pero Elliott no redujo su servicio ni disminuyó sus sueldos, como hicieron otros, y continuó suministrando manjares deliciosos y vinos elegidos para reales y titulados personajes. Se compró un automóvil nuevo que importó de América y por el que tuvo que pagar fuertes derechos de aduana. Contribuyó generosamente a una fundación benéfica del obispo destinada a dar de comer gratis a las familias de los que estaban sin empleo. Total, continuó viviendo como si no hubiera habido crisis y como si medio mundo no estuviera tambaleándose de resultas de ella.

Descubrí la razón por casualidad. Elliott había dejado de ir a Inglaterra, excepto por quince días al año destinados a comprar ropa, pero continuaba trasladándose a París tres meses en otoño y los meses de mayo y junio, pues en tales épocas sus amigos abandonaban la Costa Azul. Le gustaba el veraneo allí, en parte por los baños de mar, pero principalmente, creo yo, por darle ocasión de permitirse un alegre desenfado en su vestido que su sentido del decoro nunca le había dejado poner en práctica hasta entonces. Solía aparecer con pantalones de muy sorprendente colorido, granate, azul, verde o amarillo, y llevaba con ellos camisetas de fuerte contraste, malva, violeta, púrpura o a cuadros, aceptando los elogios de una actriz a quien se le dice que ha representado su nuevo papel maravillosamente.

Estaba yo pasando un día de primavera en París, camino de Cap Ferrat, y había convidado a Elliott a comer conmigo. Nos encontrábamos en el bar del «Ritz», ya no atestado de muchachos americanos llegados para divertirse, sino tan abandonado como un autor después del estreno de una obra que fracasa. Tomamos un cóctel, hábito ultramarino con el que Elliott había acabado de transigir, y encargamos la comida. Cuando terminamos me propuso dar una vuelta por las tiendas de antigüedades, y aunque hube de decirle que no tenía dinero que gastar, le acompañé de buen grado. Atravesamos a pie la Place Vendôme, y me preguntó si me importaría entrar en «Charvet» un momento, pues tenía encargadas varias cosas allí y quería saber si estaba listas. Supe que se estaba haciendo unas camisetas y unos calzoncillos y estaban bordándole las iniciales. Las camisetas aún no estaban, pero los calzoncillos sí, y el dependiente le preguntó a Elliott si deseaba verlos.

—Sí —respondió; y cuando el dependiente se alejó, añadió—: Me los están haciendo a la medida, de acuerdo con un modelo especial mío.

Vi los calzoncillos, y excepto en ser de seda, me parecieron en todo idénticos a los que yo había comprado frecuentemente en «Macy»; pero lo que me llamó la atención fue advertir encima de las letras E y T, entrelazadas, una corona de conde. No dije nada.

—Están muy bien, muy bien —dijo Elliott—. Cuando estén las camisetas, haga el favor de mandarlo todo junto.

Salimos de la tienda, y según nos alejábamos, Elliott se volvió hacia mí, sonriendo.

—¿Has notado la corona? La verdad sea dicha, el caso es que ya no me acordaba de ella cuando te dije que me acompañaras a «Charvet». Creo que no he tenido ocasión de decirte que Su Santidad ha tenido la gentileza de rehabilitar en mi favor el antiguo título de mi familia.

—¿Tú… qué? —exclamé, vencida mi cortesía por mi sorpresa.

Elliott enarcó las cejas en señal de reproche.

—¿No lo sabías? Yo soy descendiente, por línea materna, del conde de Lauria, que estuvo en Inglaterra en el séquito de Felipe II, y casó con una dama de honor de la reina María.

—¿De nuestra amiga María la Sanguinaria?

—Así, tengo entendido, la llaman los herejes —respondió Elliott secamente—. Creo que nunca te he dicho que el mes de setiembre del veintinueve lo pasé en Roma. Fui con muy poca gana, porque en esa época, como sabrás, no hay nadie allí; pero fue afortunado que mi sentido del deber prevaleciera por encima de mis deseos de mundanas diversiones. Mis amigos del Vaticano me avisaron que la crisis económica se aproximaba, y me aconsejaron con insistencia que vendiera inmediatamente todos mis valores americanos. La Iglesia Católica tiene en su favor la sabiduría acumulada durante veinte siglos, y no vacilé ni un instante. Cablegrafié a Henry Maturin que lo vendiera todo y comprase oro, y cablegrafié a Louisa para que hiciera lo mismo. Henry me respondió por cable preguntándome si estaba loco y diciendo que no haría nada a no ser que confirmara mis instrucciones. Inmediatamente volví a cablegrafiarle de la manera más perentoria, ordenándole que obedeciese sin ninguna excusa y que me cablegrafiara una vez que lo hubiese hecho. La pobre Louisa no hizo caso de mi consejo y tuvo que sufrir las consecuencias.

—Entonces, cuando vino la baja, tú ya te habías puesto las botas.

—Es ésa una vulgar locución, cuyo uso no encuentro necesario, pero describe, no obstante, mi situación con bastante exactitud. No perdí ni un centavo. Es más: había ya ganado lo que supongo que tú llamarías un respetable capitalito. Pasado el tiempo, pude volver a comprar todos los valores por una cantidad insignificante en comparación; y puesto que todo ello lo debía a lo que únicamente puedo describir como la intervención directa de la Providencia, me pareció obligado y justo hacer yo algo en favor de la Providencia.

—¡Ah! ¿Y cómo te las arreglaste para eso?

—Sabrás que el Duce ha venido desecando grandes extensiones de los pantanos llamados Pontinos, y llegó a mis oídos que Su Santidad estaba hondamente preocupado por la escasez de lugares de oración que los colonizadores tenían a su alcance. Para abreviar: edifiqué una pequeña iglesia románica, copia exacta de una que conozco en Provenza, perfecta hasta el último detalle, y que es, aunque lo diga yo, una joyita. Está dedicada a san Martín, porque tuve la fortuna de descubrir una antigua vidriera que representa a san Martín en el momento de partir en dos su capa para darle media a un mendigo desnudo, y como su contenido simbólico me pareció adecuado, la coloqué encima del altar mayor.

No interrumpí a Elliott para preguntarle qué relación veía entre la famosa acción del santo y la parte del respetable capitalito que había ganado vendiendo con singular oportunidad sus acciones, parte del cual había pagado, como si de una comisión abonada a un agente se tratara, a un alto poder. Pero a personas tan prosaicas como yo, el simbolismo les resulta con frecuencia oscuro. Continuó:

—Cuando me cupo el honor de mostrar las fotografías al Padre Santo, se dignó decirme que resultaba evidente, a primera vista, que yo era un hombre de gusto impecable; y añadió que le complacía encontrar en estos tiempos degenerados a alguien que reunía devoción por la Iglesia y tan inusitadas dotes artísticas. Te aseguro que fue para mí una ocasión memorable. Pero el más sorprendido fui yo cuando poco tiempo después me fue comunicado que Su Santidad se había dignado concederme un título. Como ciudadano americano, me parece más discreto no usarlo, excepto, naturalmente, en el Vaticano, y he prohibido a Joseph que me llame monsieur le Comte, y espero que me guardarás el secreto. No quiero que corra la voz. Mas no quisiera que Su Santidad pensara que no aprecio el honor que me ha conferido, y únicamente por respeto hacia él me hago bordar la corona en mi ropa interior. No me importa decirte que hallo un modesto orgullo en disimular mi categoría bajo la sobria apariencia de un caballero americano.

Nos separamos. Elliott me dijo que iría a la Costa Azul a fines de junio. No lo hizo. Acababa de tomar sus disposiciones para el traslado de la servidumbre desde París, con la intención de hacer él más cómodamente el viaje en su coche, cuando recibió un cablegrama de Isabel diciéndole que su madre había empeorado. Elliott, como ya he dicho, no solamente profesaba verdadero cariño a su hermana, sino que tenía gran apego a la familia. Embarcó en el primer barco que zarpó de Cherburgo, y desde Nueva York fue a Chicago. Me escribió para decirme que Mrs. Bradley estaba muy enferma, y tan consumida que le consternó verla. Acaso viviera aún algunas semanas, o hasta meses, pero en cualquier caso él consideraba su triste deber permanecer junto a ella hasta el final. También decía que había encontrado el agobiante calor más soportable de lo que temió, pero la ausencia de la vida de sociedad sólo resultaba tolerable por no encontrarse su ánimo propicio a ella. Añadía que había sufrido un desengaño al observar la reacción de sus compatriotas ante la crisis económica; los hubiera él creído capaces de sobrellevar su desgracia con mayor ecuanimidad. Sabedor yo de que nada es más fácil que aguantar las ajenas calamidades con serenidad, pensé que Elliott, más rico que nunca, no tenía derecho a mostrarse severo. Terminaba dándome recados para varios de sus amigos, y me pedía que de ningún modo olvidara explicar a cuantas personas viera el motivo por el cual su casa tendría que permanecer cerrada durante el verano.

Pasado algo más de un mes, recibí otra carta suya anunciándome el fallecimiento de Mrs. Bradley. Escribía con sinceridad y emoción. Nunca le hubiera creído capaz de expresarse con tanta dignidad, verdadero sentimiento y sencillez, a no haber sabido que a pesar de su aguda afectación, Elliott era un hombre bueno, cariñoso y honrado. Me decía en su carta que los asuntos de Mrs. Bradley parecían estar bastantes confusos. Su hijo mayor, chargé d’affaires en Tokio durante la ausencia del embajador, no pudo abandonar su destino. El segundo, Templeton, que estaba destinado en las Filipinas cuando yo conocí a los Bradley, había sido trasladado desde esa fecha a Washington, en donde ocupaba un puesto de importancia en el Ministerio de Estado. Había ido a Chicago con su mujer cuando el estado de salud de Mrs. Bradley no permitía ya esperanzas, pero se vio obligado a volver a la capital inmediatamente después del entierro. En tales circunstancias, Elliott se creyó obligado a permanecer en América hasta que se aclararan las cosas. Mrs. Bradley había dividido su fortuna en partes iguales entre sus tres hijos, pero parece ser que sus pérdidas en la crisis de 1929 habían sido cuantiosas. Afortunadamente, se encontró un comprador para la granja de Marvin, a la cual Elliott se refería en su carta diciendo «la casa de campo de la pobre Louisa».

«Siempre es triste que una familia se vea obligada —escribía— a vender el solar de sus antepasados; pero durante estos últimos años he visto a tantos de mis amigos ingleses forzados a ello, que creo que mis sobrinos e Isabel deberán aceptar lo inevitable con el mismo valor e igual resignación que ellos. Noblesse oblige».

También tuvieron suerte en la venta de la casa de Mrs. Bradley en Chicago. Ya hacía tiempo que existía el proyecto de derribar una hilera de casas, una de las cuales era la de Mrs. Bradley, y edificar allí una gran manzana de casas de pisos, plan que no había podido ponerse en práctica debido a la obstinada determinación de Mrs. Bradley de morir en la casa en que había vivido. Mas en cuanto exhaló el último suspiro, los promotores del proyecto hicieron una oferta que fue prestamente aceptada. Mas, aun así, Isabel quedó en muy precaria situación.

Después de la catástrofe, Gray había procurado encontrar trabajo, hasta de escribiente en la oficina de alguno de los pocos agentes de Bolsa que habían capeado el temporal; pero los negocios estaban paralizados. Acudió a sus antiguos amigos para que le dieran ocupación, por muy humilde que fueran su naturaleza y estipendio; pero lo hizo en vano. Sus tremendos esfuerzos para evitar el desastre que acabó por hundirle, la carga de sus preocupaciones y la humillación le dejaron en una honda postración nerviosa y comenzó a sufrir unos dolores de cabeza tan fuertes que le dejaban inútil durante veinticuatro horas, y tan fláccido como un trapo mojado así que cesaban. Isabel determinó que lo mejor que podía hacer era trasladarse con las niñas a la finca de Carolina del Sur, hasta que Gray recobrara la salud. En otros tiempos, la cosecha de arroz había rendido allí cien mil dólares al año, pero ya no era, hacía muchos años, más que un erial pantanoso, donde habían crecido matorrales espinosos, útil únicamente como cazadero de patos, y no pudieron hallar quien lo quisiera comprar. Allí habían estado viviendo casi todo el tiempo desde la quiebra, y allí pensaban permanecer hasta que las cosas mejoraran y Gray pudiera encontrar trabajo.

«Pero yo no lo he podido permitir —escribía Elliott—. Vivían como cerdos. Isabel, sin doncella; las niñas, sin institutriz, y sin más servidumbre que un par de negras. Así que les he ofrecido mi casa de París, proponiéndoles que la ocupasen hasta que las cosas cambien en este fantástico país. Les facilitaré servidumbre; mi cocinera es excelente y la dejaré con ellos, pues no me será difícil remplazarla. Les pagare yo los gastos, para que Isabel pueda dedicar su pequeña renta a vestirse y a pagar los menus plaisirs de la familia. Querrá esto decir que tendré que pasar más tiempo en el Sur, por lo que espero verte con frecuencia mayor que la de antes. Tal como están hoy Londres y París, me encuentro más a gusto en la Costa. Es el único lugar que queda en donde puedo encontrar aún gente que hable mi idioma. Supongo que iré a París de vez en cuando para pasar unos días, pero cuando lo haga no me importará soportar las incomodidades del “Ritz”. Me alegra, tras muchos ruegos, haber conseguido que Gray e Isabel accedan a mis deseos, y embarcaremos todos juntos tan pronto como pueda ser. Los muebles y cuadros (nada buenos, por cierto, y de autenticidad muy dudosa), van a ser vendidos dentro de quince días, y mientras tanto, como vivir en la casa hasta el último momento les hubiera resultado doloroso, me los he traído a vivir conmigo en el “Drake”. Los dejaré instalados en París cuando lleguemos, y yo continuaré el viaje hacia el Sur. No te olvides de presentar mis respetos a tu real vecino».

¿Quién podría negar que Elliott, tan afectado, era también el hombre más bueno, más considerado y generoso del mundo?