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Mas Elliott tuvo una inspiración. Un interno espíritu mentor le dio la idea de que la Costa Azul estaba a punto de convertirse una vez más en el lugar de cita de la elegancia y la distinción. Le era bien conocida, pues había pasado con frecuencia unos días en el «Hotel de París», en Montecarlo, a su vuelta de Roma, adonde sus obligaciones en la corte pontificia le llamaban, o en Cannes, en casa de uno u otro de sus amigos. Pero eso solía ocurrir durante el invierno, y ahora le llegaban rumores de que comenzaba a hablarse de la región como elegante lugar de veraneo. Los grandes hoteles permanecían abiertos; los nombres de los veraneantes eran citados en los ecos de sociedad del Herald de París, y Elliott leyó los conocidos apellidos con aprobación.

—Estoy demasiado metido en el mundo —dijo Elliott—. Y he llegado a una edad en que me hallo dispuesto a gozar de las bellezas de la Naturaleza.

Pudiera parecer oscura esta frase. En realidad, no lo es. Elliott siempre había opinado que la Naturaleza es un impedimento para la vida social, y le faltaba la paciencia con quienes se tomaban la molestia de ir a ver un lago o una montaña cuando tenía delante de sus ojos una cómoda de la Regencia o un cuadro de Watteau. En aquellos momentos tenía a su disposición una considerable cantidad de dinero. Henry Maturin, acuciado por su hijo, y exasperado al ver a sus cofrades en la Bolsa ganar dinero a montones de la noche a la mañana, se había rendido por fin a la marcha de los tiempos, y abandonando poco a poco su antigua prudencia, no vio motivo alguno para no participar en tan pingües beneficios. Escribió a Elliott, que seguía tan enemigo como siempre de cuanto fuera peligroso agio, pero esto ya no era jugar a la Bolsa, sino un alarde de confianza en los inagotables recursos de Norteamérica. Su optimismo estaba basado en el sentido común. No veía nada que pudiera detener el progreso de América. Terminaba diciendo que había comprado en varias operaciones a largo plazo cierto número de valores para su querida Louisa Bradley, y tenía mucho gusto en decir a Elliott que la operación había dejado a su hermana una ganancia de veinte mil dólares. Para terminar, si Elliott quería ganar algo de dinero, y le permitía actuar de acuerdo con su experiencia, estaba convencido de que no se arrepentiría. Elliott, algo dado a repetir manidas frases, comentó que él era capaz de resistirlo todo menos las tentaciones; y la consecuencia fue que desde aquel momento, en lugar de buscar la columna de Ecos de Sociedad en el Herald, como durante largos años había hecho al serle entregado el periódico con el desayuno, lo primero que merecía su atención era la columna de las cotizaciones de Bolsa. Tanto éxito tuvieron las operaciones de Henry Maturin por cuenta de Elliott, que éste se encontró con la nada despreciable suma de cincuenta mil dólares, para ganar lo cual no había tenido que mover un dedo.

Determinó tomar su ganancia y comprar una casa en la Costa Azul. En su papel de exiliado del mundo eligió Antibes, estratégicamente situado entre Cannes y Montecarlo, desde cuyos dos lugares podría ser cómodamente visitado; pero es imposible decir si fue la mano de la Providencia o su propio certero instinto lo que le llevó a elegir un lugar que pronto iba a convertirse en el centro de toda elegancia. Vivir en una casa rodeada de jardín resultaba de una vulgaridad arrabalera que hería su exquisito gusto, y por ello compró dos casas en la parte antigua de la ciudad, con vistas al mar, las cuales unió, instalando luego en ellas calefacción central, cuartos de baño y las comodidades fontaneras que el ejemplo americano ha hecho aceptar a la reacia Europa. Lo antiguo estaba de moda por entonces, y Elliott adornó su casa con antiguos muebles provenzales, concediendo discretamente un lugar a lo moderno en tapicerías y cortinas. No condescendía aún con pintores como Picasso y Braque —«unos verdaderos horrores de veras; unos adefesios»—, acerca de los cuales algunos mal aconsejados entusiastas se deshacían en elogios, pero encontró por fin justificado extender su mecenazgo a los impresionistas, lo que le llevó a exornar sus paredes con cuadros muy agradables. Recuerdo un Monet (gentes remando en un río), un Pissaro (un muelle y un puente del Sena), un paisaje tahitiano por Gauguin, y un encantador Renoir (una muchacha de perfil, con el largo pelo rubio suelto por la espalda). Cuando la casa estuvo terminada, presentaba un aspecto limpio y alegre, poco corriente, y sencillo, con esa sencillez que sólo a costa de mucho dinero puede conseguirse.

Comenzó entonces el más espléndido período de la vida de Elliott. Llevó allí a su excelente cocinero de París, y pronto hubo de reconocerse que se comía en su casa mejor que en cualquier otra de la Costa Azul. A su mayordomo y a su criado los vistió de blanco, con hombreras doradas. Sus convites eran de una magnificencia tal que nunca traspasó la linde del buen gusto. Las costas mediterráneas estaban llenas de reales personajes de los más diversos países europeos, algunos atraídos a ellas por su clima, otros exiliados, y algunos porque su pasado escandaloso o un matrimonio indeseable hacían aconsejable su estancia en el extranjero. Había allí Romanoff de Rusia; Habsburgo austríacos; Borbón de España, de las dos Sicilias y de Parma; príncipes de la casa de Windsor y príncipes de la de Braganza; Altezas Reales suecas y Altezas Reales griegas; a todos agasajaba y convidaba Elliott. Abundaban los príncipes y princesas de ramas colaterales, y había abundancia de duques, duquesas, marqueses y marquesas procedentes de Australia, Italia, España, Rusia y Bélgica; todos eran habituales convidados de Elliott. En invierno, el rey de Suecia y el de Dinamarca pasaban allí temporadas, y de vez en cuando el rey Alfonso de España aparecía para una breve visita: Elliott los convidaba. Nunca cesé de admirar cómo se inclinaba con cortesana donosura ante estos exaltados personajes, sin perder un ápice de la independiente dignidad adecuada a un ciudadano de un país en el cual se dice que todos los hombres son iguales.

Tras algunos años de dilatados viajes, había yo comprado una casa en Cap Ferrat, lo que me llevó a ver frecuentemente a Elliott, y tanto había mejorado la opinión en que me tenía, que solía invitarme a algunas de sus más brillantes comidas.

«Ven, por hacerme un favor», me escribía. O bien: «Sé tan bien como tú que las personas reales estropean cualquier fiesta. Pero a la gente le gusta conocerlas, y yo creo que es nuestra obligación mostrar alguna atención a los pobrecillos. Aunque bien sabe Dios que no se la merecen. Son la gente más desagradecida del mundo, y luego de valerse de uno para alcanzar sus fines, cuando ya no les sirve, lo arrojan a un lado como si fuera una camisa deshilachada. Aceptan favores innumerables, pero son incapaces de hacer el favor más insignificante».

Elliott se había tomado la molestia de ponerse en buenas relaciones con las autoridades de la localidad, y el prefecto del distrito y el obispo de la diócesis, acompañado de su vicario general, honraban con frecuencia su mesa. El obispo había sido oficial de caballería antes de ordenarse, y durante la guerra había mandado un regimiento. Era un hombre rubicundo, más bien grueso, que empleaba el desenfadado vocabulario del cuartel, y su vicario, austero y cadavérico, siempre estaba temblando por miedo de que su superior dijera alguna inconveniencia. Cuando el obispo contaba alguno de sus chascarrillos predilectos, el vicario escuchaba con tímida sonrisa. Pero el obispo gobernaba su diócesis con notable competencia, y su elocuencia en el púlpito era tan conmovedora como era singular su gracejo de comensal. Estimaba a Elliott por la piadosa generosidad que con la Iglesia tenía, y le gustaba por su gentileza y por los exquisitos manjares que su mesa proveía. Los dos llegaron a ser grandes amigos. Así, pues, podía Elliott complacerse de estar aprovechando sabiamente las ventajas de ambos mundos, mediante un acuerdo de muy satisfactorios resultados, si me es tolerable así explicarlo, entre lo divino y lo humano.

Elliott estaba orgulloso de su casa y ardía en deseos de mostrarla a su hermana. Siempre había advertido cierta reserva en la aprobación que a Louisa merecía, y quería que viese su modo de vivir y los amigos con quienes se trataba. Aquello sería alta réplica a todas sus dudas. Tendría que confesar su éxito. Le escribió diciéndole que fuera con Gray e Isabel, no a su casa, pues no tenía sitio para ello, pero sí como convidados suyos al próximo «Hotel du Cap». Mrs. Bradley respondió que ya sus días de viajera habían pasado, pues su salud era precaria y se encontraba más a gusto en casa; de todos modos, a Gray le era imposible ausentarse de Chicago; sus negocios aumentaban prodigiosamente, estaba ganando mucho dinero y tenía que permanecer al pie del cañón. Elliott profesaba sincero cariño a su hermana y su carta le alarmó. Escribió a Isabel. Ésta le contestó en un cablegrama que aunque su madre no estaba nada bien y tenía que quedarse en cama un día a la semana, no corría peligro inmediato, y con el debido cuidado le quedaban aún muchos años de vida; pero que Gray necesitaba descansar, y que como su padre podía encargarse de sus asuntos, ella no veía ninguna razón para que no se tomase unas vacaciones, por lo cual no aquel veraneo, sino el siguiente, ella y Gray vendrían a Europa. El 23 de octubre de 1929 sobrevino la catástrofe en la Bolsa neoyorquina.