3

Isabel se casó con Gray Maturin a principios de junio del año que siguió a su ruptura con Larry. Aunque dolió hondamente a Elliott marcharse de París en el apogeo de la temporada, lo que le obligaría a perder gran número de fastuosas fiestas, su amor a la familia era demasiado fuerte para que no desertase de lo que estimaba un deber social. Los hermanos de Isabel no pudieron dejar sus remotos destinos, y por lo tanto recayó sobre él la obligación de emprender el antipático viaje hasta Chicago con objeto de ser padrino en la boda de su sobrina. Como recordara que los aristócratas franceses habían ido a la guillotina luciendo sus mejores galas, hizo un viaje especial a Londres para hacerse un chaquet nuevo y un chaleco gris de paloma, cruzado, y para comprarse un sombrero de copa. A su retorno a París, me invitó a vérselos puestos. Le encontré desasosegado, pues la perla gris que generalmente usaba como alfiler de corbata no resaltaba en absoluto sobre la corbata gris que había elegido como adecuada a la solemne ceremonia. Le propuse que luciera su alfiler de esmeralda y brillante.

—Si fuera yo un invitado —dijo—, sí; pero para el papel que he de desempeñar, siento que la perla está más indicada.

Estaba encantado con la boda, la cual se ajustaba a todas sus ideas de la propiedad, y hablaba de ella con la untuosidad de una duquesa viuda al referirse a la deseable unión entre un vástago de La Rochefoucauld con una hija de los Montmorency. Como palmaria muestra de su satisfacción, llevaba de regalo de boda, sin pensar en los gastos, un magnífico retrato de una princesa de la casa de Francia, por Nattier.

Por lo que oí, Henry Maturin había comprado para la joven pareja una casa en Astor Street, a fin de que estuvieran cerca del lugar en que Mrs. Bradley vivía y de su propia suntuosa residencia en Lake Shore Drive. Por una feliz coincidencia, en la que sospecho cupo parte a la sagaz complicidad de Elliott, Gregory Brabazon se hallaba en Chicago cuando se efectuó la compra; y la decoración de la casa le fue confiada a él. Cuando Elliott regresó a Europa y, prescindiendo de lo que de temporada restaba a París, volvió a Londres, llevóse consigo fotografías del resultado. Gregory Brabazon se había abandonado a su arte. En el salón y en el comedor se había entregado por completo a Jorge II, y el resultado era impresionante. En la biblioteca, destinado a ser refugio de Gray, se había inspirado en una sala del palacio Amalienburgo de Munich, y salvo que no había lugar para los libros, todo era perfecto. A no ser por las camas gemelas, Luis XV, al hacer una visita a Madame de Pompadour, se hubiera encontrado en un ambiente completamente familiar en la alcoba que Gregory había creado para aquellos dos muchachos norteamericanos, pero el cuarto de baño de Isabel habría sido una revelación para el monarca. Todo él era de cristal —paredes, techo y bañera—, y en las paredes, plateados pececillos discurrían placenteramente por entre doradas plantas acuáticas.

—Claro es que se trata de una casa diminuta —dijo Elliott—, pero Henry me dijo que los muebles y la decoración le costaron cien mil dólares. Una fortuna para mucha gente.

La ceremonia se celebró con toda la pompa compatible con una iglesia episcopaliana.

—Nada comparable con una boda en Notre Dame —dijo complacido—; pero para ser una ceremonia protestante, no le faltó elegancia.

La Prensa se mostró muy generosa, y Elliott me enseñó negligentemente los recortes. Me mostró fotografías de Isabel, algo rolliza pero muy atractiva, con su vestido de novia, y de Gray, grandote pero no exento de gallardía, aunque algo violento con su ropa de ceremonia. Vi asimismo un grupo de los recién casados con las damas de honor y otros en que contemplé a Mrs. Bradley con muy suntuosas ropas, y a Elliott, sosteniendo el sombrero de copa con una gracia de la que tan sólo él era capaz. Le pregunté por Mrs. Bradley.

—Ha adelgazado bastante y no me gusta el color que tiene, pero está bastante bien. Claro es que todo ha supuesto un esfuerzo para ella, pero ahora que ha pasado podrá descansar.

Un año más tarde, Isabel dio a luz una hija, a quien, de acuerdo con una moda del momento, llamaron Joan; y tras un intervalo de dos años tuvo otra hija a la cual, siguiendo otra moda, pusieron de nombre Priscilla.

Uno de los socios de Henry Maturin se murió, y los otros dos se retiraron al poco tiempo, con lo que él entró en plena posesión de su negocio, que siempre había gobernado con despotismo. Colmó entonces una ambición que había alimentado durante mucho tiempo, e hizo socio suyo a Gray. La empresa jamás había conocido tanta prosperidad.

—Están ganando dinero a montones —me dijo Elliott—. Como que Gray, a los veinticinco años, está ganando cincuenta mil dólares anuales, y no ha hecho más que empezar. Los recursos de Norteamérica son inagotables. No se trata de una prosperidad pasajera, sino del desarrollo natural de un gran país.

Henchía su pecho un desacostumbrado fervor patriótico.

—Henry Maturin no puede vivir eternamente, y para cuando Gray tenga cuarenta años, su fortuna podrá ser de cuarenta millones de dólares. ¡Principesca, principesca!

Elliott mantenía correspondencia regular con su hermana, y año tras año iba comunicándome lo que ella le escribía. Gray e Isabel eran muy felices, y las niñas deliciosas. Vivían de manera que Elliott se complacía en confesar que era eminentemente deseable; agasajaban con generosidad, y con generosidad eran agasajados; me dijo con satisfacción que Isabel y Gray no habían cenado a solas ni una vez durante tres meses. Éste torbellino de alegría fue interrumpido por la muerte de Mrs. Maturin, aquella incolora dama de egregia estirpe, con quien Maturin se había casado por sus relaciones sociales, cuando él comenzaba a abrirse camino en la ciudad a la que su padre había llegado siendo un rústico labriego. En respeto a su recuerdo, la joven pareja se abstuvo durante algún tiempo de dar cenas con más de seis invitados.

—Yo siempre he dicho que ocho es el número ideal —dijo Elliott, dispuesto a ver el lado bueno de la situación—. Es lo suficientemente íntimo para permitir una conversación general, y sin embargo lo bastante numeroso para dar impresión de una reunión.

Gray se mostró maravillosamente generoso con su mujer. Cuando nació la primera niña le regaló un gran brillante, y al nacer la segunda un abrigo de marta. Tenía demasiado quehacer para salir de Chicago con frecuencia, pero las pocas vacaciones que podía concederse, las pasaban ambos en la suntuosa casa que Henry Maturin tenía en Marvin. Henry no sabía negar nada a su adorado hijo, y unas Navidades le regaló una plantación de tabaco y algodón para que pudiera disfrutar de quince días de cacería de patos al año.

—Naturalmente, nuestros principescos mercaderes corresponden a aquellos grandes mecenas del Renacimiento italiano, que amasaron inmensas fortunas en el comercio. Los Médicis, por ejemplo. Dos reyes de Francia no tuvieron a menos el casarse con hijas de tan ilustre familia, y yo preveo el día en que las testas coronadas de Europa solicitarán en matrimonio a nuestras princesas del dólar. ¿Cómo dijo Shelley?: «De nuevo nace una áurea edad; años dorados vuelven…».

Henry Maturin había cuidado durante muchos años los intereses de Mrs. Bradley y de Elliott, y tenían ambos buenas razones para creer en su competencia. Nunca había aceptado especular; y había colocado su dinero en valores de solidez, pero con la extraordinaria alza de cotizaciones, ambos habían visto aumentar sus fortunas, relativamente modestas, de manera que los sorprendió, complaciéndoles al mismo tiempo. Elliott me dijo que, sin mover un dedo, el año 1926 se encontró dos veces más rico que el 1918. Tenía sesenta y cinco años, gris el pelo, surcado de profundas arrugas el rostro y bolsas bajos los ojos, pero llevaba sus años con gallardía; era de cuerpo enjuto y se mantenía tan erguido como siempre; siempre fue hombre morigerado y cuidadoso de su aspecto. No entraba en sus planes someterse al efecto cruel de los años mientras pudiera hacerse la ropa en el mejor sastre londinense, emplear un barbero particular para el arreglo de su pelo y el afeitado de su rostro, y a un masajista que todas las mañanas trabajaba en mantener a punto el cuerpo de su cliente. Ya hacía largo tiempo que había olvidado que antaño dedicó sus actividades al comercio, y sin decirlo abiertamente, pues no era tan necio que dijera mentiras que pudieran ser descubiertas, comenzó a insinuar que en sus años mozos fue diplomático. He de confesar que si yo hubiera tenido ocasión de pintar el retrato de un embajador, Elliott habría sido mi modelo elegido. Mas los tiempos cambiaban. Las damas de preclara alcurnia que otrora ayudaban a Elliott en su encumbramiento, si aún vivían, habían alcanzado una edad respetable. Aquéllas nobles británicas, fallecidos sus lores, se habían visto forzadas a entregar sus mansiones a sus nueras, para retirarse a una villa de Cheltenham o a modestas casas de Regent’s Park en Londres. El palacio de los duques de Stafford había sido convertido en museo; el de los Curzon en sede de una asociación; el de los Devonshire estaba en venta. El yate que había alojado a Elliott durante las regatas de Cowes ya estaba en otras manos. Las personas de distinción social que a la sazón estaban en candelero no necesitaban de Elliott, hombre ya de años excesivos. Le encontraban cargante y ridículo. Aún asistían gustosos a sus complicados almuerzos de «Claridge», pero Elliott tenía bastante sutileza para comprender que acudían más para encontrarse los unos con los otros que para verle a él. Ya no podía escoger a su gusto entre las invitaciones que antes se amontonaban sobre su escritorio, y con mayor frecuencia de la que le hubiera gustado que se supiera, sufría la humillación de cenar solo en la intimidad de sus habitaciones. Las damas de elevada clase en Inglaterra, cuando un escándalo les cierra las puertas de la sociedad, desarrollan afición a las artes y se rodean de pintores, novelistas y músicos. Elliott era demasiado orgulloso para humillarse de tal manera.

—Los derechos reales sobre las herencias y los nuevos ricos surgidos durante la guerra han destrozado la sociedad inglesa —me dijo—. Hoy la gente se trata con cualquiera. Londres conserva aún sus sastres, sus zapateros y sus sombrereros, y espero que no desaparezcan antes de morir yo, pero es lo único que queda. ¿Sabes que los St. Ertsh comen servidos por criadas?

Me dijo esto según íbamos andando, luego de asistir a una comida en el «Carlton House Terrace», durante la cual había ocurrido un desgraciado incidente. Nuestro noble anfitrión poseía una famosa colección de cuadros, y un muchacho americano que estaban en París, Paul Barton se llamaba, expresó su deseo de verla.

—¿No tiene usted un Tiziano? —preguntó.

—Lo teníamos. Hoy está en América. Un judío nos ofreció un montón de dinero por él, y entonces andábamos tan mal de fondos que mi padre lo vendió.

Advertí que Elliott, furioso, lanzó una mirada asesina al jovial marqués, y adiviné que fue él quien compró el cuadro. Nacido en Virginia, descendiente de uno de los signatarios de la Declaración de Independencia, no pudo menos de sentir profundísimo enojo al oírse descrito en tales términos. Nunca en la vida había sufrido tan grande afrenta. Fue peor la cosa aún porque Paul Barton era víctima de un virulento odio por parte de Elliott. Se trataba de un muchacho llegado a Londres a poco de terminar la guerra. Tenía veintitrés años, era rubio, en extremo agraciado, encantador, bailarín consumado y adinerado. Llevaba una carta de presentación para Elliott, quien llevado de su natural bondad le presentó a varios de sus amigos. No contento con esto, le hizo valiosas indicaciones acerca de lo que debía hacer. Haciendo uso de su experiencia le había explicado cómo un desconocido podía entrar en la sociedad teniendo pequeñas atenciones con las señoras de edad, y escuchando con aparente gusto a hombres distinguidos, por tediosos que fueran.

Pero el mundo en que entró Barton era muy distinto del que una generación atrás conquisto Elliott gracias a su perseverancia y tesón. Éste era un mundo dispuesto a divertirse. El alegre ánimo de Paul, su grato aspecto y su simpatía lograron para él en unas semanas lo que Elliott sólo pudo conseguir tras años de trabajo y determinación. Muy pronto no necesitó de la ayuda de Elliott y no se tomó grandes molestias en disimular el hecho. Mostrábase cordial con él cuando se encontraban, pero de tan casual manera, que ello ofendía al más viejo de los dos. Elliott no convidaba a la gente a sus fiestas porque gozase de su compañía, sino porque colaboraran al éxito de la reunión, y puesto que Barton gustaba, continuó invitándole de vez en cuando a sus almuerzos semanales; pero el solicitado muchacho estaba comprometido de antemano por lo general, y en dos ocasiones se excusó en el último momento de no poder aceptar. Elliott, que había hecho lo mismo demasiado a menudo, no podía desconocer que el verdadero motivo era haber recibido Barton una invitación más de su agrado.

—No espero que lo creas —me dijo Elliott indignado—, pero te aseguro que es la pura verdad; cuando me encuentro con él ahora, adopta aires protectores conmigo. ¡Tiziano! —exclamó casi sin poder hablar—. ¡Tiziano! Si viera un Tiziano ni se enteraría.

Nunca había visto a Elliott tan exasperado, y adiviné que su ira se debía a la creencia de que Barton se había referido al cuadro con intención maliciosa, después de haber oído en algún sitio que fue él quien lo compró, con objeto de basar una divertida anécdota en la respuesta del noble Lord.

—No es más que un bellacuelo snob, y si hay algo en este mundo que detesto y desprecio es el snobismo. Sin mi ayuda no hubiera llegado a ninguna parte. ¿Querrás creer que su padre fabrica muebles de oficina? ¡Muebles de oficina! —dijo cargando de abrumador desprecio sus palabras—. Y cuando digo a la gente que en América es un don nadie, que no podría ser de más humilde familia, no les importa. Créeme, la sociedad inglesa está tan muerta como el megaterio.

Elliott no encontraba mucho mejor a Francia. Allí, las grandes damas de su juventud, si vivían, estaban dedicadas al bridge (juego que él detestaba), a sus devociones y al cuidado de sus nietos. Fabricantes, argentinos, chilenos, norteamericanas separadas o divorciadas de sus maridos, habitaban las señoriales mansiones de la aristocracia, y en ellas daban suntuosas fiestas, pero desconcertaba a Elliott al asistir a ellas y tropezarse con políticos que hablaban el francés con vulgar acento, con políticos cuyos modales en la mesa eran deplorables, y hasta con actores. Los vástagos de principescas familias no tenían a mal casarse con hijas de tenderos. Es cierto que París era alegre, pero ¡qué ordinaria alegría! Los jóvenes, dedicados a la loca persecución del placer, no eran capaces de pensar en nada más divertido que ir de cabaret en cabaret, diminutos y sofocantes locales, bebiendo champaña a cien francos la botella, y bailando en apretada compañía con la hez de la ciudad hasta las cinco de la mañana. El humo, el calor y el ruido daban a Elliott dolor de cabeza. No era aquél el París que él aceptó treinta años atrás como su patria espiritual. No era aquél el París adonde iban a morir todos los buenos americanos.