Voy a comenzar un nuevo subcapítulo dentro de este capítulo para descanso del lector, pero lo hago exclusivamente por consideración hacia él, ya que no se interrumpió así nuestra conversación. Aprovecho esta coyuntura para decir que Larry hablaba despacio, eligiendo a menudo las palabras con cuidado, y aunque, naturalmente, no pretendo haberlas reproducido con exactitud, sí he procurado transcribir no sólo lo que él dijo, sino su manera de hablar. Su voz, rica en matices, era de muy armoniosa calidad musical y grata de escuchar; según hablaba, sin accionar en absoluto, fumando su pipa, y callando algunas veces para encenderla de nuevo, me miraba a la cara con agradable y a veces regocijada expresión en los oscuros ojos.
—Llegó entonces la primavera, retrasada en aquella planicie desolada, sin que por ello dejara de llover o de hacer frío; pero de cuando en cuando un día de sol y templado hacía duro abandonar el mundo externo y hundirse cientos de pies en un elevador chirriante, repleto de mineros con sus sucios monos, hasta llegar a las entrañas de la tierra. Llegó la primavera, desde luego, pero avanzó con timidez por aquella campiña hosca y huraña, como si temiera no ser bien recibida. Le hacía pensar a uno en una flor, margarita o lirio, que crece en un tiesto sobre el alféizar de una ventana en el corazón de un barrio miserable, y que nos hace preguntarnos qué hará allí. Un domingo por la mañana estábamos aún acostados, pues los domingos nos levantábamos tarde, y yo estaba leyendo, cuando Kosti me dijo inesperadamente:
»—Yo me voy de aquí. ¿Quieres venir?
»Yo sabía que muchos polacos solían volver a Polonia en verano para ayudar a la recolección, pero era demasiado pronto para tal cosa, y además Kosti no podía volver a Polonia.
»—¿Adónde vas? —le pregunté.
»—A la aventura. Cruzaré Bélgica, entraré en Alemania y seguiré el curso del Rhin. Podríamos encontrar trabajo en alguna casa de campo y pasar así el verano.
»No tardé ni un minuto en decidirme.
»—Cuenta conmigo —le dije.
»Al día siguiente le dijimos al capataz que nos íbamos. Yo encontré a uno que aceptó cambiarme la maleta por una mochila. La ropa que no necesitaba y la que no podría llevar a la espalda, la regalé al hijo pequeño de Madame Leclerc, que tenía mi estatura aproximadamente. Kosti dejó allí su maleta, metió en su mochila lo que le pareció y al día siguiente, tan pronto como la mujer nos dio el café, nos pusimos en camino.
»No teníamos prisa, pues sabíamos que no nos tomarían en ninguna casa de labor por lo menos hasta que llegase el momento de segar el heno, y fuimos viajando sin apresuramientos a través de Francia y de Bélgica, por Namur y Lieja, para entrar en Alemania por Aquisgrán. Nunca hacíamos más de dieciséis o diecinueve kilómetros diarios. Cuando nos gustaba el aspecto de un pueblo nos deteníamos en él. Siempre había una posada donde conseguir una cama y una taberna en la que beber cerveza. En general, nos hizo muy buen tiempo. Era magnífico encontrarse al aire libre después de todos aquellos meses en la mina. Creo que nunca me había dado cuenta de la delicia que es contemplar un prado verde, ni del encanto de un árbol cuando aún no han brotado las hojas pero ya aparecen sus ramas envueltas en una sutil neblina verde. Kosti empezó a enseñarme el alemán, el cual creo que hablaba tan bien como el francés. Según andábamos, me decía el nombre alemán de las cosas que veíamos: vaca, caballo, hombre, y cosas así, y luego me hacía repetir frases sencillas en alemán. Nos sirvió para pasar el rato, y cuando entramos en Alemania, al menos ya pude pedir las cosas que quería.
»Colonia quedaba algo apartada de nuestro camino, pero Kosti se empeñó en ir allí, a causa de las Once Mil Vírgenes, según me dijo, y así que llegamos se fue de francachela. Tres días estuve sin verle, y cuando volvió a la habitación que habíamos tomado en una especie de hostal para obreros, estaba de pésimo humor. Había tenido una camorra y tenía un ojo amoratado y un labio partido. Te aseguro que no era agradable de mirar. Estuvo acostado veinticuatro horas, y cuando se levantó nos pusimos en camino a través del valle del Rhin, hacia Darmstadt, donde según él dijo, era rica la tierra y encontraríamos ocasión de lograr trabajo.
»Nunca lo he pasado mejor. Continuó el buen tiempo y fuimos vagando a la ventura por pueblos y ciudades. Y cuando topábamos con algo digno de ver nos deteníamos y lo veíamos. Nos albergábamos en donde la fortuna nos deparaba, y una o dos veces dormimos en un pajar sobre el heno. Comíamos en posadas camineras, y cuando llegamos a la tierra del vino adoptamos éste en lugar de la cerveza. En las posadas trabamos amistad con quienes nos acompañaban a beber. Kosti era hombre de cierta ruda jovialidad que inspiraba confianza y solía jugar con ellos al skat, un juego alemán de cartas, y los desplumaba entre chanzas y bromas, acompañadas de chocarrerías, que los buenos hombres escuchaban con tanto gusto que apenas lamentaban que Kosti les ganara sus pfennings. Yo practicaba el alemán con ellos. Había comprado en Colonia un pequeño manual inglés–alemán de conversación y adelanté bastante. Algunas veces, cuando Kosti tenía dentro del cuerpo un par de litros de vino blanco, hablaba con extraña morbidez del vuelo desde la Soledad a la Soledad, de la Noche Oscura del Alma y del éxtasis final en el que la criatura se funde con el Amado. Pero cuando al alba echábamos a andar a través de aquella sonriente campiña, aún húmeda la hierba por el rocío, si yo trataba de que continuara hablando en esa vena se enfurecía de tal manera que hubiera podido golpearme:
»—Calla la boca, estúpido —me decía—. ¿Qué te importan todas esas bobadas y tonterías? Vamos a seguir con el alemán.
»No podía discutir con un hombre que tenía un puño como un martinete, y que no hubiera dudado ni un segundo en usarlo contra mí. Ya le había visto cuando se enfurecía, y le sabía muy capaz de dejarme sin sentido a puñadas y abandonarme en una cuneta, probablemente después de haberme limpiado los bolsillos mientras yo estuviera inconsciente. No pude comprenderle jamás. Cuando el vino le soltaba la lengua y comenzaba a hablar de lo Inefable, desaparecían de su habla las obscenidades que de ordinario la salpicaban, como se quitaba al salir de la mina la sucia ropa que dentro usaba, y se expresaba bien y hasta con elocuencia. Me era imposible creer que no era sincero. No sé cómo se me ocurrió la idea, pero se me metió en la cabeza que había aceptado el durísimo y bestial trabajo de la mina para mortificar su carne. Tenía la impresión de que Kosti aborrecía su torpe corpachón y quería torturarlo, y que sus fullerías y su amargo sarcasmo y su crueldad eran la protesta de su voluntad contra…, no sé cómo explicarlo, contra un instinto profundamente arraigado de santidad, contra un deseo de Dios que le aterraba y, sin embargo, le obsesionaba.
»Habíamos viajado despacio; la primavera ya había transcurrido casi en su totalidad, y los árboles se veían revestidos de pujante follaje. Ya las uvas de los viñedos comenzaban a henchirse. Procurábamos ir lo más posible por las carreteras de tierra, y empezaban a estar polvorientas. Como nos encontrábamos para entonces en las cercanías de Darmstadt, Kosti dijo que debiéramos comenzar a buscar trabajo. Empezó a escasear nuestro dinero. Es verdad que yo llevaba en el bolsillo media docena de cheques de viajero, pero había determinado no usarlos salvo en caso desesperado. Cuando veíamos una casa de labor que se nos antojaba prometedora preguntábamos en ella si necesitaban ayuda. Seguramente nuestro aspecto no inspiraba confianza, pues los dos estábamos cubiertos de polvo y de sudor. Kosti presentaba una apariencia rufianesca y no negaré la posibilidad de que a mí me ocurriera otro tanto. Nos rechazaron no sé cuántas veces. En una casa, el labrador dijo que daría trabajo a Kosti, pero que no lo tenía para mí, y Kosti le replicó que éramos camaradas y que no queríamos separarnos. Le dije que aceptara, pero no quiso, lo que me sorprendió. Yo sabía que le había caído en gracia a Kosti, aunque sin comprender el motivo, pues nada tenía yo que a él pudiera hacerme simpático, pero jamás hubiera sospechado que el apego que pudiera tenerme fuera tanto que por mí sacrificara su conveniencia. Sentí remordimientos cuando nos pusimos en camino de nuevo, pues él no me era simpático a mí, y hasta me repelía en cierto grado, pero cuando quise expresarle mi agrado por lo que acababa de hacer se puso furioso.
»Al fin cambió nuestra suerte. Acabábamos de pasar por un pueblo abrigado en un vallejo, cuando llegamos a una destartalada granja que no nos pareció mal. Llamamos a la puerta y nos abrió una mujer, a quien nos ofrecimos como de costumbre. Le dijimos que no buscábamos salario, sino que estábamos dispuestos a trabajar por cama y comida, y la mujer, con gran sorpresa mía, en lugar de cerrarnos la puerta en la cara, nos dijo que aguardáramos. Llamó a alguien dentro de la casa, y de allí a poco salió un hombre. Nos examinó de pies a cabeza, nos preguntó que de dónde veníamos y nos pidió la documentación. Volvió a mirarme sorprendido cuando supo que yo era americano, lo que no pareció hacerle mucha gracia, pero acabó por decirnos que pasáramos a tomar un vaso de vino. Nos llevó a la cocina y nos sentamos. La mujer nos llevó una especie de damajuana y vasos. El hombre nos dijo que al criado que le ayudaba en sus faenas le había dado una cornada un toro, que estaba en el hospital y que no se encontraría capaz de hacer nada hasta después de la recolección. Con tantos hombres como habían muerto, y tantos como entraban en las fábricas que estaban surgiendo a todo lo largo del Rhin, era un trabajo del demonio encontrar ayuda. Ya lo sabíamos nosotros, y con ello habíamos contado. Para abreviar, nos tomó a su servicio. En la casa había lugar sobrado, pero supongo yo que al labrador no le apetecía tenernos en ella, pues nos dijo que en el pajar había dos camas y que allí dormiríamos.
»El trabajo no era duro. Teníamos que atender a las vacas y a los cerdos; los aperos mecánicos estaban bastante averiados, y tuvimos que arreglarlos; pero me quedaba algo de tiempo para mí. Me causaban enorme placer las praderas de dulce perfume al caer el día, y solía vagar por ellas soñando. Era una vida amable.
»La familia de la casa estaba formada por Becker, su mujer, su nuera viuda y los hijos de esta última. Becker era hombre pesadote, de pelo gris, rondando los cincuenta años; había estado en la guerra y todavía cojeaba de una herida en una pierna. La herida le hacía sufrir mucho, y bebía para matar el dolor. A la hora de acostarse estaba generalmente borracho. Kosti se llevaba admirablemente con él, y ambos solían ir juntos a la taberna, después de cenar, para jugar al skat y trasegar vino. Frau Becker había sido sirvienta. La sacaron de un orfanato, y Becker se casó con ella al poco tiempo de la muerte de su mujer. Era bastantes años más joven que él, guapa a su manera, de carnes abundantes, con mejillas arreboladas, pelo rubio y un aspecto de hambre sensual. No tardó Kosti en decidir que allí había determinadas oportunidades. Le dije que no fuera insensato. Estábamos bien situados y no era cosa de perder lo que teníamos. Pero se rió de mí, y me dijo que Becker no la satisfacía y que la mujer estaba pidiendo guerra. Sabía yo que sería inútil apelar a su caballerosidad, pero le dije que tuviese cuidado; quizá Becker no se percatase de la conducta de Kosti, pero no debía olvidar a la nuera, a quien nada le pasaba inadvertido.
»Ellie, pues así se llamaba, era una muchacha opulenta y grande, de veintitantos años, con ojos negros, pelo del mismo color, mandíbula cuadrada y mirada hosca. Aún llevaba luto por su marido, muerto en Verdún. Era muy devota, y los domingos por la mañana se daba la caminata hasta el pueblo para oír misa temprano, y lo hacía de nuevo por la tarde para las Vísperas. Tenía tres hijos, uno de los cuales nació después de morir su padre, y jamás hablaba durante las comidas, como no fuese para regañar a los chicos. Algo ayudaba en la alquería, pero la mayor parte del tiempo la pasaba cuidando a los niños. Por las noches se sentaba sola en el cuarto de estar, con la puerta abierta para oír si alguno lloraba, y leía novelas. Las dos mujeres se aborrecían. Ellie despreciaba a Frau Becker por ser hospiciana y haber servido, y le dolía amargamente verla convertida en señora de la casa y con autoridad para dar órdenes.
»Ellie era hija de un hacendado campesino y había aportado buena dote. No había concurrido a la escuela del pueblo, sino a Zwingenberg, la ciudad más próxima, donde había un gymnasium para muchachas, y era bastante culta. La pobre Frau Becker fue a la alquería a los catorce años, y si sabía leer y escribir, ya era mucho. Ésa era otra causa de discordia entre las dos mujeres. Ellie no desperdiciaba ninguna ocasión de lucir sus conocimientos, y Frau Becker solía preguntar, muy colorada, que de qué serviría eso a la mujer de un campesino. Ellie miraba entonces la chapa de identidad de su marido que ella llevaba colgada de la muñeca por una cadenilla de acero, y sonriendo melancólicamente con su cara desabrida, decía:
»—La mujer de un campesino, no; solamente la viuda de un campesino; solamente la viuda de un héroe que dio su vida por la patria.
»El pobre Becker se veía y se deseaba para mantener la paz entre las dos mujeres.
—Pero ¿y qué pensaban de ti? —interrumpí a Larry.
—Se creían que había desertado del Ejército americano, y que no podía volver a América, pues me meterían en la cárcel. Así se explicaban que no quisiera ir a la taberna con Becker y Kosti para beber. Suponían que no quería llamar la atención sobre mi persona, ni que el guardia del pueblo empezase a hacerme preguntas. Cuando Ellie descubrió que yo estaba procurando aprender alemán, sacó sus antiguos libros de colegio y se ofreció darme clase. Después de cenar, Ellie y yo nos íbamos al cuarto de estar, dejando a Frau Becker en la cocina, y yo leía en voz alta mientras ella procuraba corregir mi acento y trataba de hacerme comprender el significado de palabras para mí totalmente incomprensibles.
»Me dio la sensación de que hacía todo aquello más que en mi propio obsequio, por mostrar superioridad respecto de su suegra.
»Kosti continuaba mientras tanto cortejando a Frau Becker sin adelantar nada. Era una mujer jovial y alegre, y se mostraba dispuesta a bromear y reír con él, y Kosti se daba maña con las mujeres. Supongo que ella sabía lo que él buscaba, y digo yo que se sentiría halagada; pero una vez que él le dio un pellizco, le dijo que tuviera quietas las manos y le propinó una bofetada. Y algo me apostaría a que fue una buena bofetada.
Vaciló Larry, y se sonrió con timidez.
—Nunca he sido de los que se imaginan que andan tras ellos las mujeres, pero se me ocurrió que…, bueno, que Frau Becker se había encaprichado conmigo, lo que me hizo sentirme incómodo. Por un lado, era mucho mayor que yo, y además Becker se había portado muy bien con nosotros. Solía ella servir la comida a todos, y no pude dejar de advertir que al llegarme el turno lo hacía con mayor generosidad que a los demás. Además, me dio la impresión de andar buscando continuamente ocasiones de quedarse a solas conmigo. Y me sonreía de un modo que supongo que la gente llamaría provocativo. Una vez me preguntó si no tenía novia, y añadió que un muchacho como yo debía de echarla mucho de menos en semejante lugar. Y cosas así. Yo sólo tenía tres camisas, y en bastante mal uso. Un día me dijo que era una vergüenza que yo vistiera tales harapos, y que si se las daba, ella me las cosería. La oyó Ellie, y a la primera vez que estuvimos solos me dijo que si tenía yo algo que coser en mi ropa que se lo diera a ella, y la remendaría de buen grado. Le dije que no era preciso. Pero uno o dos días después vi que alguien había remendado mis calcetines y puesto unas piezas a mis camisas, colocándolos luego en el banco del granero, donde guardábamos nuestras cosas. Pero no sé cuál de las dos lo hizo. Naturalmente, yo no tomé en serio a Frau Becker; era una buena mujer, y pensé que quizá no se tratase más que de su instinto maternal; pero un día me dijo Kosti:
»—No quiere nada conmigo. Le gustas tú. Yo no conseguiré nada.
»—No digas bobadas —le repliqué—. Podría ser mi madre.
»—¿Y qué? Tú aprovéchate; yo no te estorbaré. No es demasiado joven, pero tiene buen tipo.
»—Bueno, calla.
»—¿Por qué no te atreves? Supongo que no será por mí. Yo soy filósofo, y sé que hay otras tan buenas como ella. A mí no me extraña que le gustes. Eres joven. Yo también lo he sido. Jeunesse ne dure qu’un moment.
»No me hizo gracia el que Kosti estuviera tan seguro de lo que yo no quería creer. La verdad es que no sabía cómo hacer frente a la situación, y entonces recordé varias cosas en las que no me había fijado cuando ocurrieron. Cosas que Ellie había dicho, y a las cuales yo no había hecho mucho caso. Pero entonces las comprendí, y saqué la conclusión de que Ellie también había notado lo que pasaba. Cuando Frau Becker y yo estábamos solos en la cocina, Ellie solía entrar repentinamente. Me dio la impresión de que estaba vigilándonos, y no me gustó. Estaba dispuesta a sorprendernos, conocía yo su animadversión hacia la suegra, y comprendí que si le dábamos excusa para ello armaría un escándalo. Claro es que yo sabía que no podría sorprendernos, pero Ellie era en extremo malévola y no sabía yo qué mentiras podría ir a contarle a Becker. No sabía qué hacer, salvo fingir ser tan necio que no veía lo que la mujer andaba buscando. Yo me encontraba muy a gusto en la casa, disfrutaba con mis labores, y no me apetecía irme hasta pasada la recolección.
Me sonreí al imaginarme a Larry tal como debió de ser por aquel entonces, con su remendada camisa y sus pantalones cortos, atezados cara y cuello por el cálido sol del valle del Rhin, con su cuerpo cimbreño y ágil, y los ojos negros hundidos en sus profundas cuencas. No era arduo comprender que su contemplación hubiera logrado que Frau Becker, tan rubia, tan opulenta, sintiera marcado interés por él.
—Bueno, ¿y qué ocurrió? —le pregunté a Larry.
—Fue pasando el verano. Trabajamos como demonios. Segamos el heno y amontonamos los almiares. Maduraron las cerezas, y Kosti y yo las cogimos, subidos en escaleras, y las dos mujeres las colocaron en grandes cestas, que Becker llevaba a Zwingerberg para venderlas. Segamos luego el centeno. Y nunca faltaban bestias que cuidar. Nos levantábamos antes de romper el alba y no cesábamos de trabajar hasta que anochecía. Supuse que Frau Becker me había dejado por imposible, pues yo procuraba mantenerla a distancia sin ofenderla. Después de la cena tenía yo demasiado sueño para dedicar mucho tiempo al alemán, y generalmente me iba directamente al pajar y caía rendido en la cama. La mayor parte de las noches, Kosti y Becker iban a la taberna, pero para cuando el primero volvía yo estaba profundamente dormido.
»Una noche me desperté. Al principio no supe por qué, pues estaba medio dormido. Luego me di cuenta que tenía a alguien junto a mí. Alargué la mano y toqué algo, una mujer. Permaneció junto a mí un rato, y luego, sin haber dicho otra cosa que “Sei still” (estáte quieto), salió del pajar de puntillas. Puedes creerme que respiré con gran alivio. Aquello me pareció estúpidamente arriesgado. Consideré como muy posible que Becker hubiera vuelto a casa borracho y que se hubiera dormido en su estupor, pero él y su mujer dormían en la misma cama y pudiera él haberse despertado y advertido la ausencia de su esposa. Además era preciso pensar en Ellie, que, según decía ella, dormía mal. Si estaba despierta quizás hubiera oído bajar y salir de la casa a Frau Becker. Y entonces fue cuando me di cuenta inesperadamente de una cosa. Mientras estuvo Frau Becker conmigo toqué en su brazo un disco metálico. No se me había ocurrido preguntarme qué diablos podría ser. Pero comprendí de improviso. Estaba sentado en el borde de la cama, pensando y preocupado acerca de las consecuencias de todo ello, cuando comprendí lo que era, y fue tan grande mi sorpresa, que me puse en pie de un salto. El pedazo de metal era la chapa de identidad perteneciente al marido de Ellie, que llevaba colgada de la muñeca, y quien me había visitado no era Frau Becker. Era Ellie.
Solté la carcajada, sin poder parar de reír.
—Sí, a ti te parece gracioso —dijo Larry—, pero yo no lo encontré divertido.
—Pero ahora, pensando en ello a través del tiempo pasado, ¿no crees que por lo menos tiene algunos de los elementos de lo gracioso?
Se sonrió a su pesar.
—Puede. Pero mi situación era de lo más desagradable, y no sabía yo en qué pararía todo ello. No me gustaba Ellie. Me parecía una mujer de lo más desagradable.
—Pero ¿cómo pudiste confundir a la una con la otra?
—La oscuridad era absoluta. No dijo ni una palabra, excepto para decirme que me callara. Las dos eran mujeres altas y gruesas. Yo estaba bajo la impresión de que Frau Becker me tenía echado el ojo. Jamás se me ocurrió que Ellie pensara en mí. Siempre estaba hablando de su marido. Encendí un cigarrillo, y cuando más consideraba la situación, menos me gustaba. Me pareció que lo mejor que podía hacer era quitarme de en medio.
»Mil veces había maldecido a Kosti, por ser duro de despertar. Cuando estábamos en la mina me veía obligado a zarandearle de lo lindo para conseguir que despertara a tiempo de llegar puntual al trabajo. Pero entonces di gracias de que su sueño fuera tan profundo. Encendí mi linterna y me vestí, metí todas mis cosas en la mochila, lo que no me llevó ni un minuto, pues eran bien pocas, y me la eché a la espalda. Salí descalzo del pajar y me puse los zapatos hasta terminar de bajar la escalera de mano. Allí apagué la linterna. Hacía una noche oscura, sin luna, pero conocía yo el camino de la carretera y la tomé en dirección al pueblo. Fui andando aprisa, pues quería atravesarlo antes de que se levantara nadie. Sólo había dieciocho kilómetros hasta Zwingenberg, y llegué allí cuando comenzaba a amanecer. Nunca olvidaré aquella caminata. No se oía nada sino mis pasos sobre la carretera, y de tarde en tarde un gallo que cacareaba en un corral. Surgieron entonces las primeras agrisadas luces y todo quedó ni oscuro ni claro; y luego los primeros indicios del alba, y la salida del sol, cuando todos los pájaros comenzaron a cantar; aquel campo, verde y jugoso, campo de prados y de bosques, y aquellas planicies de plateado trigo, todo ello visto a la fresca luz del día que empezaba… En Zwingenberg tomé una taza de café y un panecillo, y mandé un telegrama a la “American Express” diciéndoles que me enviaran mi ropa y mis libros a Bonn.
—¿Por qué a Bonn? —le interrumpí.
—Me había gustado cuando nos detuvimos allí durante nuestra excursión a lo largo del Rhin. Me gustó cómo brillaba la luz sobre los tejados y sobre el río y también sus viejas calles angostas, y sus casitas y jardines y avenidas de castaños, y el edificio rococó de la Universidad. Me pareció que no sería mal lugar para pasar en él una temporada. Pero comprendí que tendría que adecentarme algo antes de llegar allí, pues parecía un vagabundo y no era probable que inspirase mucha confianza si llegaba en tal estado a una pensión pidiendo un cuarto; así que tomé el tren para Francfort, y allí me compré una maleta y algo de ropa. Estuve en Bonn, entre unas cosas y otras, un año.
—¿Y sacaste algo en limpio de la experiencia ganada? Quiero decir en la mina y en la casa de labor.
—Sí —dijo Larry, afirmando con la cabeza y sonriendo.
Pero no me dijo el qué, y ya le conocía lo suficiente para saber que si se encontraba dispuesto a decir una cosa me la decía, y que si no le parecía conveniente explicar algo, rehuía toda pregunta con tranquilo buen humor, que hacía ineficaz toda insistencia. Pues he de recordar al lector que todo esto me lo narró a los diez años de sucedido. Hasta entonces, cuando una vez más me puse en contacto con él, no tuve idea del lugar en que se encontraba o el trabajo que le ocupaba. Por lo que yo sabía, pudiera haber muerto. A no ser por mi amistad con Elliott, quien me tuvo al corriente de la vida de Isabel y de esa manera me recordaba a Larry, yo hubiera olvidado, sin duda alguna, la existencia de éste.