Diez años estuve sin ver ni a Larry ni a Isabel. Continué viendo a Elliott, y aún más frecuentemente que antes, por la razón que daré más adelante, y por él supe de tarde en tarde noticias acerca de Isabel. Pero de Larry no pudo decirme nada.
—Que yo sepa, quizá continúe en París, pero es poco probable que me encuentre con él. No frecuentamos los mismos círculos —añadió no exento de complacencia—. Es una lástima que se haya echado a perder tan completamente, porque no es de mala familia. Estoy seguro de que yo hubiera podido hacer algo por él si hubiese querido ponerse en mis manos. En cualquier caso, Isabel escapó de buena.
El círculo de mis amistades no era tan restringido como el de Elliott, y conocía en París a buen número de personas que él hubiera considerado completamente indeseables. Durante una de mis breves pero nada infrecuentes visitas, pregunté a alguna de ellas si habían visto a Larry o tenían noticias de él. Varios le conocían vagamente, pero ninguno hallé que tuviera estrecha amistad con él, y nadie supo darme noticias suyas. Fui al restaurante en donde solía comer, pero me dijeron que hacía mucho tiempo que no iba por allí y que suponían que se había marchado fuera. Nunca le vi en ninguno de los cafés del Boulevard de Montparnasse, frecuentados por quienes viven en aquel barrio.
Su plan, cuando Isabel se fue de París, era ir a Grecia; pero lo abandonó. Lo que hizo, él mismo me lo dijo pasados muchos años; pero lo voy a relatar ahora, porque parece más conveniente ordenar los acontecimientos, en la medida posible, de acuerdo con su cronología. Permaneció en París todo el verano, y trabajó sin descanso hasta bien comenzado el otoño.
—Entonces pensé que necesitaba descansar de mis lecturas —me dijo—. Llevaba dos años trabajando de ocho a diez horas diarias. Y entré a trabajar en una mina.
—¿En una qué? —exclamé.
Al advertir mi asombro, rompió a reír.
—Me pareció que me sentaría bien pasar unos cuantos meses trabajando corporalmente, y que ello me daría oportunidad de ordenar mis pensamientos y llegar a un acuerdo conmigo mismo.
Callé, pensando si era ésa la única razón de tan inesperada decisión, o si estaría ésta relacionada con la actitud de Isabel al negarse a casarse con él. El hecho era que ignoraba yo en absoluto en qué medida estaba enamorado de ella. La mayoría de las personas enamoradas inventan toda clase de excusas para persuadirse de que es profundamente sensato llevar a cabo cualquier cosa que apetezcan. Supongo que no es otro el motivo de que haya tantos matrimonios desastrosos. Les ocurre como a los que confían sus intereses a quien saben que es un truhán, y además amigo íntimo suyo, pues no deseando creer que es un truhán es ante todo truhán y después amigo, se sienten convencidos de que por muy pícaro que sea con los demás, no lo será con ellos. Larry tenía la suficiente reciedumbre de carácter para no sacrificar por Isabel la clase de vida que juzgaba deseable para él, pero quizá le resultara perderla más amargo de lo que había supuesto. Acaso le ocurriera lo que a casi todos nos pasa: que queremos disfrutar de nuestro peculio, y conservarlo al mismo tiempo.
—Bueno, sigue —le dije.
—Metí mis libros y mi ropa en un par de baúles y los di a guardar a la «American Express». Luego, con un traje de repuesto y algo de ropa interior en una maleta, me puse en camino. Mi profesor griego tenía una hermana casada con el director de una mina, cerca de Lens, y me dio una carta para él. ¿Has estado en Lens?
—No.
—Está en el Norte de Francia, a poca distancia de la frontera belga. Estuve allí una noche nada más, en el hotel de la estación, y al día siguiente tomé el tren para el sitio en que estaba la mina. ¿Has estado en algún pueblo minero?
—En Inglaterra.
—Supongo que no habrá gran diferencia. La mina, la casa del director, ringleras y ringleras de casitas de dos pisos, todas iguales, idénticas, y de una monotonía abrumadora. Hay allí una iglesia relativamente nueva, fea y varias tabernas. Hacía un día crudo y frío cuando llegué, y lloviznaba. Fui a la oficina del director y entregué la carta. Era un hombre regordete, de mejillas arreboladas y aspecto de ser comilón. Andaban escasos de mano de obra, muchos mineros habían muerto en la guerra y tenían trabajando a buen número de polacos, unos doscientos o trescientos, diría yo. Me hizo un par de preguntas; no le gustó gran cosa que yo fuera americano, pues le pareció sospechoso, pero la carta de su cuñado daba buena razón de mí y le venía bien un obrero más. Quiso darme empleo en el exterior de la mina, pero yo le dije que quería trabajar en las galerías. Me avisó que encontraría duro el trabajo si no estaba acostumbrado a él, pero le respondí que estaba preparado para ello, y entonces me dijo que me pondría de ayudante de un minero. Suele ser trabajo de muchachos, pero no había bastantes entonces. Era buena persona; me preguntó que si me había preocupado de buscar alojamiento, y como yo le contestara que no, escribió una dirección en un papel y me dijo que, si iba allí, la mujer de la casa me daría una cama. Era la viuda de un minero, cuyos dos hijos trabajaban en la mina.
»Cogí mi maleta y me fui. Di con la casa, cuya puerta me abrió una mujer alta, enjuta, de pelo canoso y ojos grandes y oscuros. Tenía agradables facciones y debía de haber sido guapa. Aún lo sería en cierta medida, de una belleza magra, a no ser por una gran mella que tenía por faltarle dos de los dientes delanteros. Me dijo que cuarto no tenía, pero que había dos camas en la habitación de un polaco que vivía allí, y que podía yo dormir en la sobrante. Sus dos hijos ocupaban uno de los cuartos de arriba, y ella el otro. La habitación que me mostró estaba en el piso bajo, y supongo que debió de ser el cuarto de estar. Hubiera yo preferido un cuarto para mí solo, pero me pareció mejor no mostrarme exigente; la llovizna se había convertido en franca lluvia, y yo estaba ya mojado. No me apetecía seguir buscando y calarme hasta los huesos, por lo que dije que aquello me convenía, y me quedé. Como cuarto de estar usaban la cocina, en la que había un par de butacas desvencijadas. En el patinillo de atrás se alzaba una carbonera, que al mismo tiempo hacía las veces de cuarto de baño. Los dos muchachos y el polaco habían llevado consigo la comida, pero la mujer dijo que podía yo almorzar con ella. Después de hacerlo me quedé sentado fumando en la cocina, y mientras ella continuaba con su trabajo me contó todo lo referente a su familia y a sí misma. Los demás volvieron al terminar su jornada, primero el polaco y luego los dos chicos. El polaco pasó por la cocina, me saludó con un gesto, sin hablar, cuando la patrona le dijo que yo iba a compartir su cuarto, y después cogió una gran olla de agua caliente que había sobre el fogón y se dirigió a la carbonera para lavarse. Los muchachos eran dos hombretones guapos, a pesar de la mugre negruzca que les cubría la cara, y me parecieron dispuestos a mostrarse cordiales. Me miraban como un bicho raro por ser yo americano. Uno de ellos tenía diecinueve años, y habría de entrar en filas pasados unos meses; el otro tenía dieciocho.
»Volvió el polaco, y los hermanos fueron a lavarse. El polaco tenía uno de esos complicados nombres de su país, pero le llamaban Kosti. Era un hombre grandón, cinco o siete centímetros más alto que yo, y ancho de espaldas. Tenía la cara carnosa y pálida, la nariz ancha y corta y grande la boca. Los ojos eran azules, y como no logró lavarse la carbonilla de cejas y pestañas parecía que los llevaba pintados. La negrura de las pestañas realzaba de manera sorprendente el azul de sus ojos. Era un hombre feo y desgarbado. Los dos muchachos, después de cambiarse de ropa, salieron. El polaco se sentó en la cocina, fumando en pipa y leyendo el periódico. Yo tenía un libro en el bolsillo, lo saqué y me puse a leer también. Advertí que me miraba una o dos veces, y al cabo de un rato soltó el periódico.
»—¿Qué lees?
»Le alargué el libro para que lo viera por sí mismo. Era La princesa de Clèves, que compré en la estación de París, por ser de buen tamaño para llevarlo en el bolsillo. Lo miró, y después a mí, con curiosidad, tras lo cual me lo devolvió. Advertí que sonreía irónicamente.
»—Lo encuentro interesante; casi cautivador.
»—Lo leí en el colegio, en Varsovia. Me aburrió espantosamente. —Hablaba excelente francés, con acento polaco apenas perceptible—. Ahora no leo más que el periódico y novelas de detectives.
»Madame Leclerc, que así se llamaba la patrona, estaba sentada junto a la mesa, zurciendo calcetines, sin dejar de vigilar la sopa que hervía sobre el fogón para la cena. Le dijo a Kosti que me había enviado allí el director de la mina, y le repitió lo que a mí me había parecido conveniente contarle. Kosti la escuchó, fumando su pipa y mirándome con aquellos ojos de brillante color azul. Era su mirada dura y sagaz. Me hizo algunas preguntas acerca de mi persona. Cuando le dije que no había trabajado nunca en una mina sus labios se entreabrieron en una sonrisa irónica.
»—No sabes lo que te espera. Nadie que pueda encontrar alguna otra cosa trabajaría en una mina. Pero eso es cosa tuya, y supongo que tus razones tendrás. ¿En dónde vivías en París?
»Se lo dije.
»—En otros tiempos yo solía ir todos los años a París, pero no salía de los Grands Boulevards. ¿Has estado en el “Lame”? Era mi restaurante favorito.
»Eso me sorprendió, pues no es nada barato.
»—En efecto, no lo es —dijo.
»Creo que advirtió mi sorpresa, pues volvió a sonreír burlonamente, pero por lo visto no consideró necesario explicar el asunto. Continuamos hablando de cosas diferentes hasta que llegaron los muchachos. Cenamos, y así que hubimos acabado, preguntó Kosti si me gustaría acompañarle al bistro y tomar una cerveza. La taberna era una vasta pieza con un mostrador en un extremo y cierto número de mesas de mármol rodeadas de sillas de madera. Había una pianola, en la que alguien había echado una moneda; estaba tocando un bailable. Además de la nuestra, sólo había tres mesas ocupadas. Kosti me preguntó si sabía jugar a la belóte. Yo, que había aprendido con algunos de mis camaradas de estudios, le dije que sí, y él me propuso que nos jugáramos la cerveza. Acepté y pidió la baraja. Perdí la cerveza, y después otra. Me propuso entonces que jugáramos dinero. Tuvo él buenas cartas y yo malísima suerte. Estábamos jugando a un tanto muy bajo, pero perdí veinte francos. Esto y la cerveza le puso de excelente humor, y comenzó a hablar. No tardé en comprender, tanto por su manera de expresarse como por sus modales, que era hombre educado. Cuando volvió a hablar de París, fue para preguntarme que si conocía a Fulanita y a Zutanita, americanas a quienes me presentaron en casa de Elliott cuando tía Louisa e Isabel estaban viviendo con él. Parecía él conocerlas mejor que yo, y me pregunté cómo habría llegado a su estado actual. No era tarde, pero teníamos que levantarnos al amanecer.
»—Vamos a tomar otra cerveza antes de irnos —dijo Kosti.
»Tomó un sorbo mientras me miraba con sus despiertos ojillos. Entonces comprendí lo que recordaban: un cerdo de mal genio.
»—¿Por qué has venido a trabajar en esta asquerosa mina? —me preguntó.
»—Por la experiencia.
»—Tu es fou, mon petit —me dijo.
»—¿Y por qué estás trabajando tú en ella?
»—Entré en una escuela militar para muchachos nobles cuando era una criatura. Mi padre fue general del zar y yo serví en la guerra pasada como oficial de caballería. No pude soportar a Pilsudski. Quisimos matarle, pero alguien nos denunció. Fusiló a los que pudo coger. Yo logré cruzar la frontera en el último momento. No me quedaban más que dos caminos: la Legión Extranjera o una mina de carbón. Elegí entre los dos males el menor.
»Yo le había dicho ya a Kosti el trabajo que iba a hacer en la mina, lo que oyó en silencio; pero en aquel instante colocó el codo sobre la mesa de mármol y dijo:
»—Echa un pulso.
»Me era conocida esta antiquísima prueba de fuerza, y puse mi mano abierta contra la suya. Se echó a reír.
»—Dentro de unas semanas no tendrás las manos tan suaves.
»Comencé a empujar con toda mi fuerza, pero no logré resultado alguno contra su inmenso vigor, y poco a poco fue venciéndome la mano hasta hacer que tocara la mesa.
»—Tienes bastante fuerza —tuvo la bondad de comentar—. No hay muchos que me aguanten tanto tiempo. Oye una cosa: mi ayudante no sirve para nada. Es un francés chiquitín y tiene menos fuerza que un piojo. Ven mañana conmigo y hablaré con el capataz para que te ponga en su lugar.
»—Me gustaría. ¿Crees que lo hará?
»—Gratis, no. ¿Tienes cincuenta francos?
»Alargó la mano y yo saqué de la cartera un billete de cincuenta francos. Volvimos a casa y nos acostamos. Yo estaba cansado y dormí como un tronco.
—¿Encontraste el trabajo muy duro? —le pregunté a Larry.
—Al principio, fue completamente extenuador —respondió, sonriendo alegremente—. Kosti lo arregló con el capataz y me nombraron su ayudante. En aquel tiempo Kosti estaba trabajando en un espacio del tamaño de un cuarto de baño de hotel, al cual se llegaba por un túnel tan bajo que era necesario arrastrarse por él a cuatro patas. Allá abajo hacía un calor infernal y trabajábamos en calzoncillos. Era repugnante aquel inmenso, blanco y craso torso de Kosti; parecía una babosa gigantesca. El estrépito de la taladradora neumática en espacio tan reducido era ensordecedor. Mi trabajo consistía en recoger los bloques de carbón que Kosti iba arrancando, meterlos en un cesto y llevarlo a rastras por el túnel hasta el comienzo de éste, a un lugar donde podía luego cargarse en una vagoneta cuando el tren llegaba de tarde en tarde camino de los elevadores. No he conocido ninguna otra mina de carbón, y por tanto no sé si eso es lo corriente en otras. A mí me parecía un sistema rudimentario, y suponía un trabajo rudísimo. A media jornada, dejábamos de trabajar, comíamos y fumábamos. No me lamentaba cuando acababa la jornada. Y ¡qué delicia la de bañarse! Llegué a pensar que yo nunca volvería a tener limpios los pies. Los tenía negros como la tinta. Naturalmente, me salieron ampollas en las manos, dolorosas como diablos, pero cicatrizaron. Me acostumbré al trabajo.
—¿Cuánto tiempo lo soportaste? —le pregunté.
—Me tuvieron en ese trabajo unas semanas nada más. Las vagonetas que llevaban el carbón a los elevadores eran arrastradas por un tractor, cuyo conductor era mal mecánico y el motor se averiaba continuamente. Una vez no logró ponerlo en marcha y ya no parecía saber qué hacer. Yo soy bastante buen mecánico, fui allí, examiné el motor y a la media hora estaba funcionando. El capataz se lo dijo al director, y éste me mandó llamar y me preguntó si entendía de automóviles. El resultado fue que me dieron el puesto de mecánico. El trabajo era monótono pero descansado, y como no volvieron a tener averías en el motor estaban satisfechos conmigo.
»A Kosti le molestó mucho que le dejara. Le era fácil y se había acostumbrado a mí. Llegué a conocerle bastante bien, trabajando con él durante todo el día, yendo a la taberna por la noche y compartiendo la misma alcoba. Era un sujeto raro. Creo que te hubiera resultado interesante. No se juntaba con los polacos y no frecuentábamos los cafés a que solían ir. Kosti no podía olvidar su nobleza y que había sido oficial de caballería, y los trataba a todos con el mayor desprecio. Naturalmente, no les gustaba, pero no podían hacer nada; Kosti tenía una fuerza salvaje, y si hubieran llegado a las manos, con navajas o sin ellas, habría sido muy capaz de entendérselas con media docena de ellos al mismo tiempo. Sin embargo, yo llegué a conocer a algunos, y me dijeron que Kosti había sido, en efecto, oficial de caballería en uno de los regimientos de más fama, pero que era mentira que hubiese escapado de Polonia por razones políticas. Le habían echado del Casino Militar de Varsovia, y luego del Ejército, porque le descubrieron haciendo trampas en la mesa de juego. Me avisaron que no jugase con él. Y añadieron que ése era el motivo por el que Kosti los rehuía, porque sabían demasiado de él y no querían jugar a las cartas.
»Yo llevaba perdiendo dinero a las cartas con regularidad bastante tiempo. No mucho, no creas; unos cuantos francos cada noche, pero como cuando él ganaba se empeñaba en pagar el gasto de los dos, la cosa no tenía importancia. Yo creía que estaba pasando una mala racha de suerte, o que él jugaba mejor que yo. Pero desde entonces procuré conservar bien abiertos los ojos y me convencí de que Kosti hacía trampas, pero ¿podrás creerlo?, no pude descubrir en qué consistían las fullerías. Las hacía portentosamente. Pero era completamente imposible que él tuviera invariablemente mejores cartas que yo. Era astuto como un zorro, y comprendí que había adivinado que alguien me había puesto sobre aviso. Una noche, cuando ya llevábamos jugando un rato, me miró con aquella sonrisa suya, cruel y sarcástica, única manera en que sabía sonreír, y me dijo:
»—¿Quieres que te haga unos cuantos juegos de manos?
»Cogió la baraja y me dijo que nombrara una carta. Barajó y me dijo que tomara una carta. Así lo hice, y resultó ser la que yo había nombrado. Hizo dos o tres juegos más y entonces me preguntó si jugaba al póquer. Le dije que sí y me dio cinco cartas. Cuando las miré vi que eran cuatro ases y un rey.
»—Con esa jugada envidarías fuerte, ¿verdad? —me preguntó.
»—Todo lo que tuviera.
»—Harías mal. —Y puso sobre la mesa las cartas que se había dado. Era una escalera de color. No sé cómo lo hizo. Cuando vio mi asombro se echó a reír, y dijo—: Si no fuera honrado ya te habría ganado hasta la camisa.
»—No has salido mal librado, de todos modos —le dije, sonriendo.
»—¡Bah! Una porquería. Todo lo que te he ganado no bastaría para pagar una sola cena en “Lame”.
»Continuamos jugando casi todas las noches y llegué a la conclusión de que hacía trampas no por ganarme dinero, sino porque le divertía hacerlas. Sacaba una extraña satisfacción de ver que me estaba engañando, y creo que le parecía enormemente divertido que yo supiera que estaba haciendo trampas y que, sin embargo, no las pudiera descubrir.
»Pero ésa era solamente una faceta de aquel hombre, y tenía otra que fue la que hizo que me interesara vivamente. No pude nunca reconciliar ambas. Aunque se vanagloriaba de leer solamente el periódico y folletines policíacos, era un hombre de manifiesta cultura. Era buen conversador, cáustico, áspero, cínico, pero escucharle era encantador. Era devoto católico y tenía un crucifijo colgado en la cabecera de la cama y no faltaba a misa ningún domingo. Los sábados por la noche solía emborracharse. La taberna a que solíamos ir estaba en esas ocasiones atestada y viciado su aire por el humo. Había mineros de cierta edad, tranquilos, que iban allí con sus familias, y también grupos de muchachos escandalosos y hombres de cara sudorosa sentados alrededor de mesas en las que jugaban a la belote dando grandes voces, mientras sus mujeres, algo retiradas, los miraban. El gentío y el bullicio causaban un extraño efecto sobre Kosti, que adoptaba una actitud grave y comenzaba a hablar del más inesperado tema: del misticismo. Por aquel entonces no sabía yo nada del asunto, salvo lo que encontré en un ensayo de Maeterlinck sobre Ruysbroek, el cual había leído en París. Pero Kosti hablaba de Plotino, de Dionisio Areopagita, de Jacobo Boehme el Zapatero, y de Mr. Eckhart. Era fantástico oír a aquel gigantesco truhán, expulsado de su propio mundo, a aquel fracasado sarcástico y amargado, hablar de la última realidad de las cosas, y del éxtasis de la unión con Dios. Todo ello era cosa nueva para mí, y me sentí confuso y excitado. Fue aquello como estar acostado, pero despierto, en un cuarto oscuro, y ver de repente un rayo de luz que atraviesa las cortinas; entonces se sabe que bastará descorrer las cortinas para que la campiña toda aparezca ante nosotros bañada en toda la gloria del alba. Pero si quería hacerle hablar del asunto cuando estaba sereno, se ponía furioso. Me miraba con odio y respondía:
»—¿Cómo diablos voy a saber de qué te estaba hablando cuando no sabía lo que decía?
»Pero yo estaba seguro de que me mentía. Sabía perfectamente de qué había estado hablando. Lo sabía de sobra. Es verdad que estaba borracho, pero la mirada de sus ojos, la arrebatada expresión de su feísima cara, no se debían solamente al alcohol. Había algo más. La primera vez que me habló de tal asunto dijo una cosa que jamás he olvidado, porque me horrorizó: dijo que el mundo no es una creación, pues de la nada, nada sale, sino una manifestación de la naturaleza eterna; bueno, eso no me pareció mal, pero es que añadió que el Mal es una manifestación divina, igual que el Bien. No negarás que son conceptos inesperados para ser oídos en un cafetucho sórdido y ruidoso, por encima del estrépito de una pianola que tocaba música de baile.