7

Apenas vi a Elliott y a sus parientes durante las cuatro semanas siguientes. Las llevó a pasar el final de semana a una noble mansión de Sussex y otro final de semana a otra casa, aún más noble, en Wiltshire. Las llevó a la ópera, que escucharon desde el palco real, invitados por una princesa de segunda magnitud de la casa de Windsor. Las llevó a comer y a cenar con personajes egregios. Isabel fue a varios bailes. Convidó en el «Claridge» a una serie de personas cuyos nombres formaban magníficas listas en el periódico del día siguiente. Dio cenas en el «Ciro» y en el «Embassy». Resumiendo, hizo todo lo indicado, e Isabel hubiera tenido que ser mucho menos sencilla de lo que era para no quedar ligeramente deslumbrada por todo el esplendor y elegancia que su tío reunió para su deleite. Pudo Elliott lisonjearse diciéndose que el motivo de todos sus desvelos era completamente caritativo, pues no pretendía más que hacer olvidar a Isabel sus malhadados amoríos; pero yo sospeché que también le procuró gran satisfacción hacer ver a su hermana con sus propios ojos lo íntimas que eran sus relaciones con los personajes ilustres y de moda. Era un anfitrión admirable, y hallaba delicia en exhibir su consumada destreza.

Asistí a una o dos de sus comidas, y de vez en cuando iba al «Claridge» a las seis de la tarde. Siempre encontró a Isabel rodeada de magníficos muchachos maravillosamente vestidos, que eran oficiales de la Guardia Real, o de elegantes muchachos, menos bien vestidos, pertenecientes al Ministerio de Negocios Extranjeros. En una de estas ocasiones me llevó aparte y me dijo:

—Quisiera pedirte una cosa. ¿Te acuerdas de aquella tarde que fuimos al bar de una droguería y tomamos unos batidos?

—Perfectamente.

—Estuviste comprensivo y me serviste de mucho. ¿Quieres ser comprensivo y ayudarme otra vez?

—Haré lo que pueda.

—Quiero hablarte de algo. ¿Podríamos comer juntos un día?

—Casi el día que quieras.

—En un sitio tranquilo.

—¿Qué te parecería si fuéramos a Hampton Court y comiéramos allí? Los jardines estarán espléndidos en esta época, y podríamos admirar la cama de la reina Isabel.

Le pareció bien la idea, y convinimos la fecha. Pero cuando llegó el día, el tiempo, que había estado siendo despejado y caliente, cambió; el cielo estaba plomizo y lloviznaba. La llamé por teléfono y le pregunté si no preferiría comer en Londres.

—No vamos a poder sentarnos en los jardines, y estarán tan oscuras las galerías que no veremos los cuadros.

—Ya me he sentado en muchos jardines, y estoy hasta la coronilla de cuadros de maestros. Pero vayamos.

—Está bien.

Fui a buscarla y la llevé en coche. Conocía yo un modesto hotel donde se comía de modo pasable y fuimos a él directamente. Durante el camino, Isabel fue hablando con su acostumbrada vivacidad de las fiestas a que había asistido y de la gente que había conocido. Lo había estado pasando muy alegremente, pero los comentarios que hizo acerca de sus amistades me dieron idea de que tenía sagacidad y buena vista para descubrir lo absurdo. El mal tiempo había ahuyentado a los turistas y no había más mesa ocupada en el comedor que la nuestra. El hotel estaba especializado en viandas inglesas, y comimos unas tajadas de una excelente pierna de cordero con guisantes y patatas nuevas, y luego una empanada de manzana con crema de leche escaldada. Acompañada de un bock de cerveza blanca, resultó una comida excelente. Así que terminamos, propuse que nos trasladásemos al vacío cuarto vecino, donde había sillones en que podríamos instalarnos cómodamente. Hacía frío allí, pero la chimenea estaba preparada y la encendí con una cerilla. Las llamas prestaron simpatía al poco amable lugar.

—Bueno —dije—, y ahora dime de qué quieres hablarme.

—De lo mismo que la otra vez —rió ella—: de Larry.

—Me lo suponía.

—¿Sabes que hemos roto las relaciones?

—Me lo ha dicho Elliott.

—Mamá está más tranquila, y tío Elliott encantado.

Vaciló durante un momento, para luego lanzarse a la narración de su entrevista con Larry, acerca de la cual he hecho lo que he podido para informar fielmente al lector. Quizá le sorprenda a éste que Isabel decidiera confiar tanto a quien tan poco conocía. Supongo que yo no la había visto más de una docena de veces, y nunca, salvo en el bar de la droguería a solas. A mí no me sorprendió. Por un lado, como cualquier escritor podrá testificar, la gente cuenta a los novelistas cosas que oculta a los demás. No sé por qué, como no sea la causa que después de leer uno o dos de sus libros se creen tener con ellos una intimidad de índole especial; o quizá sea que se dramatizan a sí mismos, y al considerarse como si fueran personajes de una novela, se encuentran propicios a mostrarse al autor tan sin ambages como ellos imaginan que los personajes de sus novelas se conducen con su creador. Creo, además, que Isabel adivinaba mi simpatía por Larry, que la juventud de ambos me conmovía, y que experimentaba yo piedad de su desgracia. No podía esperar comprensión de Elliott, quien sentía poca inclinación a molestarse por un muchacho que había despreciado la mejor oportunidad que jamás se brindó a un hombre joven para entrar en sociedad. Tampoco su madre podía servirle de mucho. Mrs. Bradley era mujer de elevados principios y profundo sentido común. Su sensatez le decía que quien quiera tener éxito en el mundo ha de aceptar sus convencionalismos, y no conducirse como todos los demás era para ella indicio de inestabilidad. Sus elevados principios la llevaban a creer que el deber de un hombre es trabajar en aquello en que su energía e iniciativa le dan ocasión de ganar el suficiente dinero para mantener a su mujer, dar a sus hijos una educación que les permita al ser hombres ganarse la vida honradamente, y dejar a su viuda en situación desahogada. Isabel tenía buena memoria, y los diferentes detalles de su discusión con Larry se habían grabado claramente en sus recuerdos. La escuché en silencio hasta que acabó. Únicamente se interrumpió una vez para preguntarme:

—¿Quién fue Ruysdael?

—¿Ruysdael? Un paisajista holandés. ¿Por qué?

Me dijo que Larry había mencionado su nombre al decir que, por lo menos, Ruysdael encontró respuesta a sus preguntas, y entonces me repitió la irónica respuesta de Larry cuando ella le preguntó quién era.

—¿Qué crees que quiso decir?

Tuve una inspiración.

—¿Estás realmente segura de que no dijo Ruysbroek?

—Puede que sí. ¿Quién fue?

—Un místico flamenco del siglo XIV.

—¡Ah! —dijo desilusionada.

Aquello no le decía nada a ella. Pero a mí sí, y fue la primera indicación que tuve del camino que las cavilaciones de Larry iban tomando. Mientras ella continuaba su narración, aunque la escuché atentamente, parte de mi magín estuvo considerando las posibilidades de la referencia de Larry. No quise darle exagerada importancia, pues pudiera ocurrir que mencionara el nombre del Maestro Extático únicamente para apoyar uno de sus argumentos; pero también era posible que aquello tuviera un significado que había pasado inadvertido para Isabel. Cuando él respondió que Ruysbroek era un sujeto que no llegó a tratar en la Universidad, quiso despistar a Isabel.

—¿Qué conclusión sacas de todo ello? —me preguntó al terminar.

Hice una pausa antes de contestar.

—¿Recuerdas que Larry dijo que quería holgazanear? Si lo que te ha dicho es verdad, su vagancia parece llevar aneja buena cantidad de trabajo agotador.

—Estoy segura de que me dijo la verdad. Pero ¿no comprendes que si trabajara con igual tesón en cualquier asunto productivo, ya estaría ganando bastante dinero?

—Hay personas de muy extraña constitución. Por ejemplo, esos criminales que trabajan como castores en planes que dan con ellos en la cárcel, y en cuanto salen de ella, vuelven a hacer exactamente lo mismo y van a parar a presidio de nuevo. Si pusieran igual tesón, tantas artimañas, astucia y paciencia en lograr una finalidad honrada, podrían ganar mucho dinero y alcanzar elevados puestos. Pero son así. Les gusta el crimen.

—¡Pobre Larry! —dijo riendo—. ¿Vas a decirme que está estudiando griego para preparar el asalto a un Banco?

También yo me reí.

—No. Lo que estoy procurando decirte es que hay hombres dominados por un impulso tan fuerte de hacer una cosa determinada que no pueden resistirlo, y tienen que hacerla. Y para satisfacer su anhelo son capaces de sacrificarlo todo.

—¿Hasta a las personas a quienes quieren?

—Sí, sí.

—¿Y eso es otra cosa que puro egoísmo?

—No sabría yo decirlo —contesté sonriendo.

—¿Qué utilidad puede encontrar Larry en aprender lenguas muertas?

—Hay quien tiene un deseo desinteresado de adquirir conocimientos. Y no puede tildarse de innoble tal deseo.

—¿Para qué sirven los conocimientos que no van a utilizarse?

—Quizá él los piense utilizar. Quizá halle suficiente premio en su posesión, como es satisfacción bastante para un artista el crear obras de arte. Y quizá todo ello no sea más que un paso hacia ulteriores propósitos.

—Si quiere aprender cosas, ¿por qué no ingresó en la Universidad cuando volvió de la guerra, como el doctor Nelson y mamá querían?

—De eso hablé con él en Chicago. Un título universitario no le interesa. Tengo la sospecha de que él sabía lo que andaba buscando y creyó que no podría encontrarlo en una Universidad. Hay dos clases de estudiosos: el que trabaja por su cuenta y el que lo hace en manada. Y yo creo que Larry es uno de los que tienen que hacer las cosas a su manera.

—Me acuerdo que una vez le pregunté si quería escribir. Y se rió y me dijo que no tenía nada que escribir.

—Ésa es la razón menos convincente para no escribir de cuantas he oído en mi vida —dije sonriendo.

Isabel hizo un gesto de impaciencia. No estaba de humor ni para la broma más inofensiva.

—Lo que yo no entiendo es cómo puede haber cambiado tanto. Antes de la guerra era como cualquier otro muchacho. Quizá no se te haya ocurrido pensarlo, pero es un magnífico jugador de tenis y es bastante bueno al golf. Hacía lo que todos los demás. Era de chico completamente normal, y nada hacía suponer que no llegase a ser un hombre también normal. Después de todo, tú eres novelista y debieras poder explicarlo.

—¿Quién soy yo para explicar la infinita complejidad de la naturaleza humana?

—Por eso quería hablar contigo —añadió sin hacer caso de mis palabras.

—¿Te sientes desgraciada?

—Exactamente desgraciada, no. Cuando no estoy con Larry me encuentro bien. Pero estando a su lado me siento sin fuerzas. Ahora no advierto ya más que una especie de dolor, como el entumecimiento que se nota tras un largo paseo a caballo después de varios meses sin montar. No llega a dolor, no es insufrible, pero lo nota una. Ya se me pasará. Pero me duele ver a Larry camino de estropearse la vida.

—Puede que no se la estropee. El camino que ha elegido es largo y duro, pero quizá al llegar a su término encuentre lo que anda buscando.

—¿Y qué busca?

¿No se te ha ocurrido? Yo diría que resulta evidente por lo que me has dicho. A Dios.

—¡A Dios! —exclamó; pero fue una exclamación de incredulidad y sorpresa. El uso que ambos hicimos de la misma palabra en tan distinta acepción, tuvo un efecto cómico, y nos vimos forzados a reír. Pero Isabel recobró inmediatamente su gravedad y creí percibir en su actitud algo parecido al miedo.

—¿Por qué se te ha ocurrido eso? —me dijo.

—Es una mera suposición. Pero me has pedido mi opinión de novelista. Desgraciadamente, no sabes lo que le pasó durante la guerra que le causó tan profunda impresión. Yo creo que fue una emoción repentina, para la cual no estaba preparado. Te diré, como hipótesis, que fuera lo que fuese lo ocurrido, le produjo una obsesión acerca de lo transitoria que es la vida, y eso le obliga a buscar angustiosamente el convencimiento de que tiene que haber una compensación para la maldad y el sufrimiento de este mundo.

Advertí que a Isabel no le gustó el derrotero que había tomado la conversación. Tales temas le producían embarazo y violencia.

—¿No es eso bastante morboso? Hay que aceptar las cosas como vengan. Si estamos aquí es para hacer todo lo que podamos mientras vivamos.

—Probablemente estás en lo cierto.

—Yo no pretendo ser nada más que una muchacha normal y corriente. Y quiero pasarlo tan bien como pueda.

—Parece que existe una completa incompatibilidad de temperamento entre vosotros. Más vale que lo hayáis descubierto antes de casaros.

—Yo quiero casarme, y tener hijos, y vivir…

—En el estado en que la bondadosa Providencia ha tenido a bien colocarte —la interrumpí.

—Y, ¿qué tiene eso de malo? Mi posición es agradable, y estoy contenta con ella.

—Sois como dos amigos que quieren pasar juntos las vacaciones, pero uno de ellos quiere subir a las heladas cumbres de Groenlandia y el otro quiere ir a pescar al mar del Coral. Evidentemente, no saldría la cosa.

—Por lo menos, de las heladas cumbres de Groenlandia yo podría volver con un abrigo de piel de foca; y me parece muy dudoso que haya peces en el mar del Coral.

—Eso habría que verlo.

—¿A qué viene decir eso? —me preguntó, con el ceño ligeramente fruncido—. Todo el tiempo has estado hablando como haciendo una reserva mental. Ya sé que no me va a corresponder a mí hacer en esto el papel importante. Ése se lo has dado a Larry. Larry es el idealista, el soñador de maravillosas fantasías, y aunque el sueño no se convierta en realidad, siempre será emocionante haberlo concebido. A mí me ha tocado el papel de una persona dura, realista, práctica. El sentido común nunca hace vibrar nuestro entusiasmo, ¿verdad? Pero te olvidas de que yo sería quien saldría pagando. Larry avanzaría grandiosamente, arrastrando en pos nubes de gloria, y lo único que a mí me quedaría sería encontrar la manera de hacer llegar el dinero. Y yo quiero vivir.

—No he olvidado nada de eso. Hace años, cuando yo era joven, conocí a un médico, nada malo por cierto, pero que no ejercía. Pasaba año tras año rebuscando en la biblioteca del Museo Británico, y a muy espaciados intervalos escribía un libro seudocientífico que nadie leía y que tenía que publicar a su costa. Escribió cuatro o cinco antes de morir, y todos ellos carecían en absoluto del más mínimo valor. Tenía un hijo que quería ser militar, pero no hubo dinero para mandarle a la Academia de Sandhurst, y tuvo que alistarse como soldado con la esperanza de ascender. Le mataron en la guerra. También tenía una hija. Era bonita y me gustaba mucho. Se hizo actriz, pero no tenía talento y anduvo rodando por escenarios de provincias, representando papeles de segundo orden en compañías mediocres, con un sueldo miserable. Su esposo, tras años de horrible y sórdido trabajo, perdió la salud, y la muchacha tuvo que volver a su casa a cuidar a su madre y hacer su trabajo, para el cual ya no tenía fuerzas. Vidas desperdiciadas, frustradas, sin finalidad alguna. Quien decide abandonar el camino trillado, acepta un grave albur. Son muchos los llamados, pero pocos los escogidos.

—A mi madre y a tío Elliott les parece bien lo que he hecho. ¿Y a ti?

—Pero, Isabel, ¿qué puede importante eso? Soy para ti casi un desconocido.

—Te considero como observador desinteresado —me dijo con una agradable sonrisa—. Me gustaría saber que apruebas mi determinación. ¿Verdad que crees que he hecho bien?

—Creo que has hecho lo que más te conviene —repliqué, bastante seguro de que no advertiría la sutil diferencia que encerré en mi contestación.

—Entonces, ¿por qué me remuerde la conciencia?

—¿Te remuerde?

También sonriendo, pero algo amargamente, dijo que sí con la cabeza.

—Sé que todo es cuestión de sentido común. Sé que cualquier persona razonable estaría de acuerdo con que he hecho lo único posible. Sé que desde cualquier punto de vista práctico que se considere el asunto, desde el punto de vista de la sabiduría mundana, de lo que está bien y lo que está mal, he hecho lo que debía hacer. Y, sin embargo, en lo hondo de mi corazón siento una inquietud desagradable, un barrunto de que si yo fuera mejor, y menos interesada, menos egoísta, más noble, me casaría con Larry y aceptaría su modo de vivir. Si le quisiera lo suficiente, daría por bien sacrificado el mundo entero.

—También podrías decirlo de otra manera. Si él te quisiera lo bastante, no dudaría en hacer lo que tú deseas.

—Ya me lo he dicho; pero no me ha servido de nada. Supongo que el sacrificarse es más propio de la naturaleza de una mujer que de la de un hombre. —Y añadió con un conato de risa—: Lo de Rut y el trigo extraño y todo lo demás.

—¿Por qué no te atreves?

Habíamos estado hablando con gran naturalidad, como si versara nuestra conversación sobre gente conocida cuyos asuntos no nos concernieran íntimamente; y hasta cuando me narró su conversación con Larry lo hizo con una especie de indiferente buen humor, adornándola con desenvuelto gracejo, como si no quisiera que yo tomase la cosa demasiado en serio. Pero después palideció.

—Tengo miedo.

Callamos durante cierto espacio de tiempo. Sentí un escalofrío en el espinazo, como suele ocurrirme extrañamente cuando me veo frente a una emoción humana profunda y verdadera. Me parecen éstas terribles y hasta amedrentadoras.

—¿Le quieres mucho? —pregunté por fin.

—No lo sé. Acaba con mi paciencia. Me exaspera. Y le echo de menos continuamente.

De nuevo cayó el silencio sobre nosotros. No supe qué decir. El cuarto en que estábamos sentados era pequeño, y unas espesas cortinas de encaje en la ventana impedían que entrara la luz. Sobre las paredes, cubiertas de papel amarillento a imitación de mármol, había cuadros cinegéticos. Con sus muebles de caoba, sus deslucidos butacones de cuero y aquel olor a humedad, hacía pensar casi inevitablemente en una novela de Dickens. Aticé el fuego y le añadí carbón. De súbito, Isabel comenzó a hablar.

—Es que yo creía que cuando llegara la hora de tomar una determinación, Larry daría su brazo a torcer. Porque sé que es débil.

—¿Débil? —exclamé—. ¿Por qué crees que es débil? Un hombre que ha soportado estoicamente durante un año la condenación de todos sus amigos y relaciones porque está decidido a seguir su camino…

—Siempre he hecho lo que he querido de él. Absolutamente lo que he querido. Nunca era él quien marcaba la pauta. Siempre se limitó a seguir a los demás en lo que hicieran.

Había yo encendido un cigarrillo, y estaba contemplando un anillo de humo. Fue haciéndose más y más grande, hasta disiparse en el aire.

—A mamá y a tío Elliott les pareció muy mal que continuáramos saliendo juntos como si tal cosa, después de haber roto las relaciones; pero no los tomé en serio. Hasta el último momento estuve segura de que Larry terminaría por ceder. No pude creer que cuando se le metiera en la cabeza que yo hablaba en serio no cambiase de actitud.

Vaciló un momento y me sonrió con picaresca y maliciosa expresión.

—¿Te escandalizarías si te dijera una cosa?

—Me parece muy poco probable.

—Cuando decidimos venir a Londres, llamé a Larry y le pregunté si no podríamos pasar juntos mi última noche en París. Cuando se lo dije a mamá y a tío Elliott, éste dijo que le parecía indecoroso, y mamá, que lo juzgaba innecesario. Cuando mamá dice que una cosa es innecesaria quiere decir que le parece francamente mal. Tío Elliott me preguntó qué nos proponíamos hacer, y yo le respondí que cenar en alguna parte y luego recorrer unos cuantos sitios para bailar. Le dijo a mamá que me lo debiera prohibir, y mamá me preguntó: «¿Me harás caso si te prohíbo salir?». «No, mamá —le respondí—; ninguno». Y entonces ella dijo: «Me lo suponía. En ese caso, no veo de ninguna utilidad mi prohibición».

—Tu madre debe de ser una mujer de enorme sentido común.

—Se le escapan pocas cosas. Cuando Larry vino a buscarme, entré en el cuarto de mamá para darle las buenas noches. Me había pintado un poco; en París hay que hacerlo, o parece si no que va una desnuda; y cuando vio el traje que llevaba, al verla mirarme de pies a cabeza, sentí la incómoda sensación de que tenía una sospecha bastante exacta de mi propósito. Pero no hizo más que besarme y decirme que lo pasara muy bien.

—¿Y cuál era tu propósito?

Me miró como si dudara, como si no pudiera decidir el grado de franqueza que iba a adoptar.

—No me encontré fea, y aquélla iba a ser mi última oportunidad. Larry había reservado una mesa en «Maxim’s». Comimos cosas riquísimas, todas las que más me gustan, y bebimos champaña. Hablamos como dos tarabillas, o por lo menos yo, e hice que Larry se riera. Una de las cosas que siempre me ha gustado de él es que le divierto. Estuvimos bailando. Cuando nos cansamos de estar allí juntos fuimos al «Château de Madrid». Allí encontramos a varios conocidos; nos sentamos con ellos y bebimos más champaña. Luego nos fuimos todos al «Acacia». Larry baila bastante bien y juntos hacemos buena pareja. El calor, la música y el vino… se me subieron algo a la cabeza. Me encontraba dispuesta a todo. Estuve bailando con la cara pegada a la suya, y me di cuenta perfectamente de que me deseaba. ¡Y yo a él! Tuve una idea, que supongo alentaba en mí desde el principio. Me dije que si le hacía acompañarme a casa, una vez que estuviéramos dentro, pues… sería casi inevitable que lo inevitable ocurriera.

—Palabra que no podrías haberlo dicho de manera más delicada.

—Mi cuarto estaba bastante lejos del de tío Elliott y del de mamá, así que no había peligro. Cuando volviéramos a América le escribiría diciendo que iba a tener un niño, y él tendría que volver y casarse conmigo, logrado lo cual supuse que no me sería demasiado difícil conseguir que se quedase, sobre todo estando mala mamá. Me llamé idiota por no haber pensado antes en ello, pues sería la solución. Cuando paró la música, continué abrazada a él, y luego le dije que se estaba haciendo tarde y que como al día siguiente teníamos que tomar el tren a las doce, sería mejor que nos fuéramos ya. Cogimos un taxi, me acurruqué a su lado, y él me abrazó y me besó. ¡Me besó, me besó! ¡Qué maravilla! El taxi me pareció llegar a casa en un segundo. Larry lo pagó.

»—Volveré andando —me dijo.

»El taxi se fue, y yo le abracé y le dije:

»—¿No quieres entrar y tomar un último whisky?

»—Sí; como quieras.

»Ya había él llamado al timbre, y la puerta se abrió. Cuando entramos, Larry encendió la luz. Le miré a los ojos, confiados, bondadoso, sin malicia alguna; evidentemente no tenía ni la más mínima sospecha de que yo estuviera armándole una trampa, y comprendí que no podía hacerle tan fea jugada. Aquello era como robar un caramelo a un niño. Y, ¿sabes lo que hice? Pues le dije: “Quizá sea mejor que no entres. Mamá no estaba muy bien esta noche, y si se ha dormido no quisiera despertarla. Buenas noches”. Le ofrecí la mejilla para que me besara y le llevé hasta la puerta. Y se acabó.

—¿Estás arrepentida?

—Ni orgullosa, ni arrepentida… No pude evitarlo. No fui yo quien hizo aquello. Fue un impulso que se apoderó de mí y me obligó a hacerlo. —Sonrió con sorna—. Supongo que dirás que fue mi altruismo.

—Tal vez.

—Entonces, mi altruismo tendrá que atenerse a las consecuencias. Esperemos que de aquí en adelante tenga más cuidado.

Tal fue, realmente, el final de nuestra conversación. Quizá aliviara a Isabel en cierta medida haber podido hablar con entera libertad a otra persona, pero eso fue cuanto pude hacer por ella; y para compensar mi ineptitud, traté de decirle algo, por poco que fuera, que le sirviera de consuelo.

—Cuando se está enamorado —le dije— y todo se pone mal, se siente uno indeciblemente desgraciado. Pero te asombrará ver los milagros que el mar puede hacer.

—¿Qué quieres decir? —me dijo, sonriendo.

—Pues que el amor es mal marinero, y languidece durante cualquier travesía larga. Ya verás cómo te sorprende, una vez que estés separada de Larry por el océano Atlántico, lo leve que te resulta el dolor que antes de embarcar te parecerá insufrible.

—¿Hablas por experiencia?

—Por la experiencia de un pasado turbulento. En el mismo instante en que me sentía atacado por los tormentos de un amor no correspondido, me embarcaba en un transatlántico.

La lluvia no llevaba trazas de terminar, por lo que decidimos que Isabel podría sobrevivir al dolor de no contemplar la noble fábrica de Hampton Court ni el lecho de la reina Isabel, y volvimos a Londres. La vi dos o tres veces más, pero siempre delante de otras personas, y como yo me encontraba ya suficientemente saturado de Londres, me fui al Tirol.