Había yo vuelto ya de Oriente y estaba pasando una temporada en Londres. Como unos quince días después de los sucesos que acaba de relatar, Elliott me llamó por teléfono una mañana. No me sorprendió oír su voz, pues conocía yo su costumbre de gozar en Inglaterra de las postrimerías de la temporada elegante. Me dijo que Mrs. Bradley e Isabel estaban con él, y que si quería ir a tomar una copa con ellos a eso de las seis, tendrían mucho gusto en verme. Estaban alojados, naturalmente, en el «Claridge». Vivía yo en aquel entonces cerca de allí, y fui dando un paseo por Park Lane y a través de las tranquilas y señoriales calles de Mayfair hasta llegar al hotel. Elliott ocupaba sus acostumbradas habitaciones. El salón particular tenía las paredes cubiertas por un alto friso de madera y daba la sensación de una costosa caja de habanos, y sus muebles eran de sencilla suntuosidad. Cuando fui introducido en la habitación, Elliott estaba solo. Mrs. Bradley e Isabel habían salido de compras, pero esperaba su llegada en cualquier momento. Me dijo que Isabel había roto sus relaciones con Larry.
Elliott, con su sentido romántico y estrictamente protocolario acerca de cómo debe la gente conducirse en cada determinada circunstancia, se encontraba desconcertado por la conducta de los dos muchachos. No sólo fue Larry a comer al día siguiente de su ruptura, sino que se mostró como si nada hubiese cambiado. Estuvo cordial, atento y apaciblemente jovial como siempre. Se condujo con Isabel con la misma cariñosa camaradería que había regulado su trato sin excepción. No dio muestra alguna de embarazo, disgusto o melancolía. Ni tampoco Isabel apareció triste. Apareció tan feliz, rió con igual contento y bromeó tan desenfadadamente como si no acabara de dar un paso decisivo que forzosamente tendría influencia positiva sobre su vida. Elliott no podía comprenderlo. Por las frases que les oyó de cuando en cuando, juzgó que ninguno de los dos tenía pensamiento de renunciar a la mutua compañía. En la primera ocasión que se le presentó habló a su hermana del asunto.
—No es ni decente —le dijo—. No está bien que sigan yendo a todas partes juntos como si todavía fueran novios. La verdad, Larry debía tener más sentido de lo que es conveniente. Además, está perjudicando a Isabel. A Fotheringham, ese muchacho de la Embajada inglesa, es evidente que le gusta Isabel; es un chico de posición y está muy bien relacionado; si viera el camino libre, no me sorprendería que se declarara. Debieras hablar con Isabel.
—Mi querido Elliott, Isabel tiene veinte años, y mucha habilidad para decir a cualquiera que se meta en lo que le importa, sin pecar de grosera. Con ella resulta extraordinariamente difícil contender.
—Esto quiere decir que la has educado lamentablemente. Y, además, este asunto sí que te importa.
—Sobre eso tú y ella es seguro que no estaríais de acuerdo.
—Acabas con mi paciencia, Louisa.
—Mi querido Elliott, si tuvieras una hija mayor sabrías que, comparado con ella, un toro salvaje resulta relativamente sencillo de manejar. En cuanto a conocer lo que realmente siente, la verdad, es mucho mejor fingir que una es una vieja simple, inocente y boba, que es casi seguramente la opinión que ella tiene de mí.
—Pero ¿has hablado con ella de esto?
—He tratado de hacerlo. Y se echó a reír y me dijo que no había nada que contar.
—¿Lo ha sentido?
—No lo sé. Lo único que puedo decirte es que come bien y duerme como una criatura.
—Bueno, pues escucha lo que te digo: si los dejas seguir así, uno de estos días se escaparán y se casarán sin decirle una palabra a nadie.
Mrs. Bradley se permitió sonreír.
—Debes consolarte pensando que en estos momentos nos encontramos en un país donde se dan toda suerte de facilidades a las irregularidades amorosas y donde se ponen toda clase de obstáculos en el camino que lleva al matrimonio.
—Lo cual está muy bien. El matrimonio es un asunto muy serio, sobre el que descansa la seguridad de la familia y la estabilidad de la nación. Pero el matrimonio solamente puede conservar su prestigio si las relaciones extraconyugales no ya se toleran, sino se autorizan expresamente. La prostitución, mi querida Louisa…
—Ya está bien, Elliott.
Mrs. Bradley le interrumpió:
—No me interesan tus opiniones acerca del valor moral y social que pueda tener la transgresión generalizada del sexto mandamiento.
Fue entonces cuando Elliott expuso un proyecto destinado a interrumpir el continuo trato entre Isabel y Larry, que él consideraba como flagrante quebrantamiento de lo decente. La temporada en París se acercaba a su final, y toda la gente distinguida preparaba ya su viaje a algún balneario o a Deauville antes de ir a pasar el resto del verano a los castillos de sus antepasados en Turena, Anjou o Bretaña. Generalmente, Elliott se trasladaba a Londres a finales de junio, pero su familia le atraía verdaderamente, y el cariño que profesaba a su hermana y a Isabel era sincero. Se había mostrado dispuesto a permanecer en París, si ellas lo deseaban, aunque nadie de importancia quedara en la capital, pero se encontró en la agradable situación de hacer al mismo tiempo lo que a los demás convenía y lo que para él resultaba tan deseable. Propuso a Mrs. Bradley que los tres fueran sin demora a Londres, donde la temporada de actividad social estaba en su apogeo, y donde nuevos intereses y amistades distraerían a Isabel, haciéndole olvidar su desgraciada amistad. Según los periódicos, el mejor especialista en la enfermedad de Mrs. Bradley estaba en la capital inglesa, y el deseo de consultarle explicaría plausiblemente el precipitado viaje y vencería también la posible falta de inclinación que Isabel mostrara a salir de París. Mrs. Bradley se manifestó conforme con este plan. No sabía qué pensar de Isabel. No podía determinar si su hija estaba tan despreocupada como aparentaba o si, pesarosa, airada o abatida, estaba simulando indiferencia para ocultar la herida infligida a sus sentimientos. Mrs. Bradley no pudo menos de mostrarse conforme con Elliott cuando éste dijo que le sentaría bien a Isabel ver caras nuevas y lugares nuevos.
Elliott empezó a hacer activas gestiones telefónicas, y cuando Isabel, que había ido a pasar el día en Versalles con Larry, volvió a su casa, Elliott pudo anunciarle que había conseguido concertar para su madre una entrevista con un famoso médico londinense que la recibiría tres días después. Por ello había reservado habitaciones en el «Claridge» de Londres, y saldrían pasados dos días. Mrs. Bradley estuvo observando a su hija atentamente mientras tales nuevas le eran comunicadas por Elliott con oculta satisfacción, y no vio la más mínima muestra de disgusto.
—¡Cuánto me alegro de que te vea ese médico! —exclamó con su acostumbrada impetuosidad—. No debes desperdiciar la oportunidad de ninguna manera. Y me encanta la idea de ir a Londres. ¿Cuánto tiempo estaremos allí?
—Sería inútil volver a París —dijo Elliott—. Dentro de una semana no habrá aquí ni un alma. Quiero que os quedéis en el «Claridge» conmigo el resto de la temporada. En julio siempre hay buenos bailes y, naturalmente, se juegan los campeonatos de tenis en Wimbledon. Luego, las carreras en Goodwood y las regatas en Cowes. Estoy seguro de que los Ellinghams nos recibirán encantados en su yate durante las regatas de Cowes, y los Bantocks siempre tienen un buen número de convidados para Goodwood.
Tales pronósticos parecieron hacer las delicias de Isabel, y Mrs. Bradley se sintió tranquila. A juzgar por las apariencias, ni había pensado en Larry.
Acababa Elliott de contarme todo esto cuando entraron la madre y la hija. Hacía más de dieciocho meses que no las veía. Mrs. Bradley estaba algo más delgada y tenía peor color; era su aspecto el de una mujer cansada y enferma. Pero Isabel estaba magnífica. Con su excelente color, el rico castaño de su pelo, los brillantes ojos de color de avellana y su purísima tez, daba una impresión de tal lozanía, de gozar tan profundamente del mero hecho de vivir, que casi sentía uno deseos de romper a reír de satisfacción. Me hizo pensar absurdamente en una fruta, dorada y suculenta, de perfecta madurez, que parecía pedir que la comieran. Irradiaba calidísima vida de tal manera, que era lógico imaginar que al acercar a ella las manos habría de sentirse reconfortable calor. La juzgué más alta que la última vez que la vi, no sé si por ser más grandes sus tacones o porque el sabio modista cortó el vestido con acierto que disfrazaba su juvenil rotundidad; se movía con la amable gallardía de una muchacha que ha practicado el deporte al aire libre desde su niñez. De ser yo su madre, ya hubiera considerado oportuno verla casada.
Gustoso de la ocasión que se me ofrecía para corresponder en algo a la mucha gentileza que Mrs. Bradley me había mostrado en Chicago, invité a los tres a que fueran una noche al teatro conmigo, y pensé dar una comida en su honor.
—Harás bien en no perder el tiempo —me dijo Elliott—. Ya he comunicado a mis amigos que estamos aquí, y supongo que dentro de un par de días no nos quedará ni un momento libre en todo lo que queda de temporada.
Interpreté que Elliott quería indicar con esto que no tendrían tiempo para malgastarlo con gente de mi calaña, y me eché a reír. Elliott me lanzó una mirada en la que pude percibir cierta altivez.
—Claro es que, por lo general, nos encontrarás aquí a eso de las seis, y siempre te veremos con gusto —dijo gentilmente, pero con la clara intención de hacerme comprender mi humilde condición de escritor.
Pero algunas veces, hasta el perro fiel muerde.
—Debes procurar ver a los St. Olpherds —le dije—. He oído que quieren vender su Constable de la Catedral de Salisbury.
—No pienso comprar cuadros en este momento.
—Ya lo sé, pero supuse que quizá pudieras ayudarlos a vender el cuadro.
Los ojos de Elliott adquirieron un reflejo acerado.
—Mi querido Maugham, los ingleses son una gran nación, pero jamás han sabido pintar, y nunca serán capaces de hacerlo. No me interesa la escuela inglesa.