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Cuando entró Isabel en el salón vio que había allí algunas personas llegadas para merendar. Había dos americanas que vivían en París, exquisitamente vestidas, con perlas en el cuello, pulseras de brillantes en las muñecas y costosas sortijas en los dedos. Aunque el pelo de una estaba teñido de oscuro y el de la otra presentaba un aspecto excesivamente dorado, ambas tenían entre sí un singular parecido. Parecidos eran sus párpados de artificial y profundo color azul; sus labios, pintados de brillante rojo; sus mejillas, sabiamente coloreadas; sus tipos, cimbreños gracias a muy mortificadores sacrificios; sus facciones, claras y afiladas, y sus ojos, hambrientos e inquietos; y no era posible sustraerse a la impresión de que sus vidas no eran sino una desesperada lucha para conservar sus encantos en ocaso. Hablaban con absoluta vacuidad, con voz fuerte y metálica, sin un instante de pausa, como si temieran que al callar durante unos momentos pudiera acabarse la cuerda de la máquina y deshacerse en pedazos la artificial estructura de ambas. También estaban presentes un secretario de la Embajada americana, pulido hombre de mundo, a la sazón callado, pues no le permitían ellas meter baza, y un príncipe rumano, pequeño, muy moreno, hombre servil y de continuas reverencias, con ojillos negros de rapidísimos y astutos movimientos, y rostro oliváceo cuidadosamente afeitado, que saltaba perpetuamente de su asiento con sorprendente agilidad, ya fuera para pasar una taza de té, ofrecer una fuente de pastas o encender un cigarrillo, y que sin pudor alguno repartía sin cesar entre los presentes los más aduladores, los más burdos elogios. Estaba pagando en esa moneda todas las cenas que debía a sus adulados y todas las cenas a que esperaba que le invitaran.

Mrs. Bradley, sentada junto a la mesa del té, y vestida, por complacer a Elliott, con lo que a ella se le antojaba ostentación excesiva para la ocasión, cumplía sus deberes de señora de casa con su acostumbrada cortesía, pero con regular compostura. Unicamente puedo imaginar lo que pensaba de los amigos de su hermano. No era una mujer tonta; durante los años que había pasado en diversas capitales extranjeras conoció a innumerables personas de todas clases, y creo yo que supo siempre juzgarlas sagazmente, de acuerdo con los cánones establecidos en la pequeña ciudad de Virginia donde ella nació y se educó. Yo diría que le producía ligero regocijo observar sus habilidades, y que no tomaba más en serio sus aires y gracias que las de los personajes de una novela que sabía desde un principio (o no la hubiera leído) que acabaría bien. París, Roma y Pekín no hicieron más perceptible mella en su americanismo que el devoto catolicismo de Elliott sobre su fe de presbiteriana, fe robusta pero no incómoda de llevar.

Isabel, con su lozanía, con su espléndida belleza y su vitalidad, aportó una bocanada de aire fresco al penetrar en aquel ambiente meretricio. Entró con la vigorosa prestancia de una diosa moza y terrenal. El príncipe rumano se puso en pie de un brinco para acercarle una silla y cumplió su cometido con gran exuberancia gesticular. Las dos americanas, movidos sus labios por metálicas amabilidades, la miraron de arriba abajo, observaron los detalles de su vestido, y quizá sintieran en el corazón una punzada de desconsuelo al verse de tal manera enfrentadas con la exuberante juventud. El diplomático americano sonrió para sus adentros al ver lo falsas y demacradas que Isabel las había hecho parecer. Pero Isabel las juzgó magníficas: le gustaron sus ricos vestidos, y sus costosas perlas, y sintió ligera envidia de su refinado porte, pensando si podría ella algún día alcanzar aquella suprema distinción. El pequeño rumano era, evidentemente, ridículo, pero muy «salado», y aunque no creyera nada de lo que decía, resultaba agradable escuchar sus encantadores requiebros. La conversación, interrumpida por su llegada, fue reanudada, y hablaron tan brillantemente, con tan cumplida seguridad de que cuanto decían era de tan profundo interés, que casi parecía que estaban conversando con cordura. Hablaron de las reuniones y fiestas a que habían asistido, y de aquéllas a que iban a asistir. Comentaron con delicia el escándalo del día. Destrozaron a sus amigas. Se lanzaron mutuamente próceres nombres: parecían conocer a todo el mundo. Sabían todos los secretos. Casi sin respirar, discutieron sobre la última obra de teatro, la última modista, el último retratista y la más reciente amante del más reciente primer ministro. Dijérase que no había nada que no supieran. Isabel las escuchó embelesada. Aquello era vivir. Experimentó la sensación de encontrarse en el centro de todo. Aquello era la verdad. El ambiente era perfecto: la vasta estancia con la alfombra de Savonnerie cubriendo el suelo, los exquisitos dibujos sobre el suntuoso friso de madera, las sillas de petit–point en que estaban todos sentados, los inapreciables muebles de marquetería, cómodas y mesas, todo era digno de un museo. Debió de costar aquello una fortuna, pero la valía.

Advirtió su discretísima belleza con más fuerza que nunca, pues conservaba muy viva la memoria del sórdido cuartucho del hotel, con la cama de hierro y la silla de duro asiento en que Larry estuvo sentado, zaquizamí al que ningún defecto encontraba su ocupante. Desnudo, frío y horrible. Hasta su recuerdo la hacía estremecer.

Se deshizo la reunión, e Isabel quedó a solas con su madre y con Elliott.

—Encantadoras muchachas —dijo Elliott cuando volvió de despedir a las dos pobres y pintarrajeadas señoras—. Las conocí cuando vinieron a París, y ni en sueños se me hubiera ocurrido que iban a alcanzar tal perfección. La adaptabilidad de nuestras mujeres es asombrosa. A nadie se le ocurriría al verlas que son americanas, y nada menos que del Oeste Central.

Mrs. Bradley enarcó las cejas y le miró en silencio con una expresión cuyo significado Elliott era demasiado inteligente para no adivinar.

—Nadie podrá decir de ti otro tanto, mi pobre Louisa —continuó en tono al par ácido y cariñoso—. Aunque Dios sabe que has tenido sobradas oportunidades.

Mrs. Bradley frunció los labios.

—Mucho me temo, Elliott, que te hayas llevado una triste desilusión conmigo, pero si quieres que te diga la verdad, me encuentro muy satisfecha tal como soy.

Tous les goûts sont dans la nature —musitó Elliott.

—Supongo que debo deciros que Larry y yo ya no somos novios —dijo Isabel.

—¡Vaya! —exclamó Elliott—: Pues eso me trastorna la mesa para la comida de mañana. ¿Cómo diablos voy a encontrar en tan poco tiempo un hombre para ocupar su sitio?

—No, si vendrá él.

—¿Después de haber terminado contigo? Me parece muy desacostumbrado.

Isabel se echó a reír, y continuó mirando a Elliott, pues sabía que su madre la observaba y no sentía deseos de que sus miradas se encontraran.

—No nos hemos peleado. Pero esta tarde hemos estado hablando del asunto y hemos llegado a la conclusión de que estábamos equivocados. No quiere volver a América, sino quedarse en París. Y habla de ir a Grecia.

—¿Para qué? En Grecia no hay sociedad. Y el hecho es que nunca me ha merecido muy buena opinión el arte griego. Algunas de las cosas helénicas tienen cierto encanto decadente. Pero ¿Fidias? No, no.

—Mírame, Isabel —dijo Mrs. Bradley.

Hízolo Isabel, con un esbozo de sonrisa en los labios. Su madre la miró con ojos escrutadores, pero lo único que dijo fue: «¡Hum!». La muchacha no había estado llorando, eso estaba claro; su aspecto era de sinceridad y compostura.

—Yo creo que debes alegrarte, Isabel —dijo Elliott—. Estaba dispuesto a poner buena cara a tu boda con él, pero nunca he creído que te conviniera. Tú te mereces algo mejor, y su conducta desde que vino a París es buen indicio de que nunca llegará a hacer nada de provecho. Con lo bonita que eres, y con tus relaciones, puedes aspirar a algo mejor. Creo que has mostrado gran sensatez.

Mrs. Bradley dirigió a su hija una mirada no exenta de ansiedad.

—¿No lo habrás hecho por mí, verdad, Isabel?

Isabel negó decididamente con la cabeza.

—No, mamá; lo he hecho pensando exclusivamente en mí.