4

Elliott sustentaba la opinión de que el desayuno es un refrigerio que únicamente debe compartirse con gente completamente desconocida, y aun con ésta sólo cuando no hay para ello remedio, y por lo tanto, Mrs. Bradley, a su pesar, e Isabel, con no escaso placer, se veían obligadas a hacer esta comida en sus respectivas habitaciones. Pero Isabel, al despertar, decía a menudo a Antoinette, la exquisita doncella que para ella había tomado Elliott, que llevara su café au lait al cuarto de su madre, lo que le permitía hablar con ella mientras lo tomaba. En aquella ajetreada vida que llevaba era aquél el único momento del día en que le era permitido hablar a solas con su madre. Una de esas mañanas, cuando ya duraba su estancia en París casi un mes, y después que Isabel había terminado de narrar los acontecimientos de la noche anterior, dedicada en su mayor parte a recorrer, acompañada por Larry y varios amigos y amigas, los lugares de baile más conocidos, Mrs. Bradley hizo una pregunta que había ocupado su mente desde que llegaron a París.

—¿Cuándo va a volver a Chicago?

—No lo sé. No me ha dicho nada.

—¿No le has preguntado tú?

—No.

—¿Tienes miedo?

—Claro que no.

Mrs. Bradley, echada en una chaise longue con una elegante bata que Elliott se había empeñado en regalarle, estaba dándose brillo a las uñas.

—¿De qué habláis todo el tiempo que estáis solos?

—No hablamos todo el tiempo. Nos gusta estar juntos. Ya sabes que Larry nunca ha sido muy hablador. Cuando hablamos, generalmente soy yo la que hace el gasto.

—¿Qué ha estado haciendo aquí?

—Pues no lo sé. Nada de particular, me imagino. Supongo que habrá estado procurando pasarlo bien.

—¿Dónde vive?

—Tampoco lo sé.

—No parece haber estado muy comunicativo.

Isabel encendió un cigarrillo y echó una nubecilla de humo por la nariz, mientras miraba a su madre tranquilamente.

—¿Qué quieres decir, mamá?

—Tu tío cree que tiene un piso en algún lado, y que vive en él con alguna mujer.

Isabel soltó la carcajada.

—Tú no creerás semejante cosa.

—No, la verdad, no lo creo —dijo Mrs. Bradley, contemplándose las uñas pensativamente—. ¿No le has hablado nunca de su vuelta a Chicago?

—Sí, muchas veces.

—¿Y no te ha hecho ninguna indicación de que piensa volver?

—No, no me la ha hecho.

—En octubre hará dos años que falta de allí.

—Ya lo sé.

—Bueno, hija, todo esto es cosa tuya, y tú eres quien tiene que decidir lo que mejor te parezca. Pero las cosas no se hacen más sencillas por retrasar su solución. —Miró a su hija, pero Isabel rehuyó la mirada. Mrs. Bradley le sonrió cariñosamente—. Si no quieres llegar tarde a comer, más vale que vayas a bañarte.

—Voy a comer con Larry. Vamos a no sé qué sitio del Barrio Latino.

—Que os divirtáis.

Larry fue a buscarla una hora después. Tomaron un taxi hasta el Pont St. Michel y fueron luego andando por el bullicioso bulevar hasta que llegaron a un café cuyo aspecto les gustó. Se sentaron en la terraza y pidieron dos «Dubonnet». Luego tomaron otro taxi y fueron a un restaurante. Isabel gozaba de buen apetito y comió con placer las excelentes cosas que Larry pidió para ella. También halló gusto en observar a la gente que se sentaba cerca de ellos, pues estaba abarrotado el local, y rió con buen humor al advertir el intenso placer que todos ellos sacaban de lo que comían; pero lo que le produjo mayor satisfacción fue encontrarse sentada ante la minúscula mesa en compañía de Larry. Gozó al ver la animación de sus ojos, mientras ella parloteaba alegremente. Era delicioso encontrarse en tan íntima comunión con él. Pero en el fondo de su pensamiento advirtió una vaga desazón, pues aunque también él denotaba encontrarse muy a gusto, le pareció a Isabel que se debía ello más al ambiente que le rodeaba que a su compañía. Lo que le había dicho su madre la había desasosegado ligeramente, y aunque parecía inocente su parloteo, no dejó de observar a Larry ni un instante. Había él cambiado de una sutil manera desde que se ausentó de Chicago, pero no pudo Isabel precisar en qué consistía la mudanza. No era que se mostrase más grave, pues su cara en calma siempre había sido seria, sino más bien que reflejaba una paz de nueva índole para Isabel; dijérase que había llegado a un acuerdo consigo mismo y que se encontraba más sosegado que antes.

Acabada la comida, Larry propuso que fueran a pasear un rato en el «Luxembourg».

—No; no tengo ganas de ver cuadros.

—Pues vamos a sentarnos en los jardines.

—No, tampoco me apetece. Quiero ver en dónde vives.

—Poco tienes que ver. Vivo en un cuartucho de hotel.

—Tío Elliott dice que tienes un piso, y que estás viviendo en él con una modelo.

—Ven y te convencerás —dijo él, riendo—. Está a un paso de aquí. Podemos ir andando.

La llevó por calles angostas y tortuosas, tristes, a pesar de la franja de cielo azul que se veía entre los altos tejados, hasta llegar delante de un pequeño hotel de presuntuosa fachada.

—Aquí es.

Isabel le siguió a través de un estrecho vestíbulo, en uno de cuyos lados había una mesa, y detrás de ésta un hombre en mangas de camisa, con un chaleco a finas rayas negras y amarillas y un sucio delantal. Estaba leyendo el periódico. Larry pidió su llave y el hombre se la dio, cogiéndola de la tabla en que había muchas colgadas. Miró a Isabel con interés que acabó por trocarse en mueca reidora y procaz. Evidentemente, no creyó que Isabel fuera a la habitación de Larry con ninguna finalidad honesta.

Subieron dos tramos de escalera cubierta por una desmedrada alfombra, y Larry abrió la puerta de su cuarto, con dos ventanas. Miraban éstas a la grisácea casa vecina, en cuyo piso bajo estaba instalada una papelería. En el cuarto había una cama estrecha, una mesilla de noche junto a ella, un pesado armario de vasta luna, un sillón tapizado, pero de perpendicular respaldo, y una mesa colocada entre ambas ventanas, sobre la que se veían una máquina de escribir, papeles y cierto número de libros. En la repisa de la chimenea había grandes montones de libros encuadernados en rústica.

—Siéntate en el sillón. No es demasiado cómodo, pero es lo mejor que puedo ofrecerte.

Acercó una silla y él se sentó.

—¿Y vives aquí? —preguntó Isabel.

Larry se echó a reír al observar la expresión de la cara de ella.

—Aquí vivo. Y aquí he vivido desde que llegué a París.

—Pero ¿por qué?

—Porque está bien situado. Está cerca de la Biblioteca Nacional y de la Sorbona. —Señaló hacia una puerta en que Isabel no había reparado—. Tiene cuarto de baño. Aquí me dan el desayuno, y suelo comer en el restaurante en que hemos estado.

—Es… sórdido.

—No, mujer. Está bien. Realmente no necesito más.

—Pero ¿qué clase de gente vive aquí?

—Pues… no sé. En las buhardillas, unos cuantos estudiantes. Dos o tres solterones empleados del Estado y una actriz retirada del «Odeón». En el único otro cuarto que tiene baño vive una comprometida, cuyo protector viene a verla un jueves sí y otro no. Y supongo que habrá algunos transeúntes. Es un sitio tranquilo y decente.

Isabel se sentía desconcertada, y como viera que Larry lo advirtió, casi se sintió inclinada a mostrarse ofendida.

—¿Qué librote es ése que hay en la mesa? —dijo.

—¿Aquél? Mi diccionario de griego.

—Tu ¿qué? —casi gritó.

—No te asustes. No muerde.

—¿Estás estudiando griego?

—Sí.

—¿Para qué?

—No lo sé. Me pareció buena idea.

Larry la estaba mirando con ojos risueños, y ella contestó con una sonrisa.

—¿No crees que podrías decirme lo que has estado haciendo todo el tiempo que llevas en París?

—He estado leyendo bastante. De ocho a diez horas diarias. He asistido a las clases de la Sorbona. Creo que he leído todas las obras importantes de la literatura francesa, y puedo leer el latín, por lo menos la prosa latina, casi tan fácilmente como el francés. El griego es más difícil. Pero tengo un profesor muy bueno. Hasta que has llegado tú iba a que me diera clase tres días a la semana.

—¿Y adónde vas a parar con todo eso?

—A la adquisición de la sabiduría —respondió, sonriendo.

—No suena a cosa práctica.

—Y acaso no lo sea, aunque puede que sí. Pero es enormemente divertido. No tienes idea de la emoción que supone leer la Odisea en el texto original. Te da la sensación de que te bastaría ponerte de puntillas para tocar las estrellas.

Se levantó de la silla, como impulsado por la excitación que se apoderó de él, y se dio a pasear por la pequeña estancia.

—Durante los dos últimos meses, aproximadamente, he estado leyendo a Spinoza. Me parece que aún no entiendo gran cosa de lo que dice, pero me causa un gozo extraordinario. Es como aterrizar en un aeroplano sobre la meseta de una altísima montaña. Encuentras allí soledad, y un aire de tal pureza diáfana que se te sube a la cabeza como el vino, y que te hace sentirte fuerte como nunca.

—¿Cuándo vas a volver a Chicago?

—¿A Chicago? No lo sé. No he pensado en ello.

—Me dijiste que si pasados dos años no habías descubierto lo que buscabas, lo dejarías como cosa perdida.

—Ahora no podría volver. Estoy en el umbral. Veo vastas tierras del espíritu extenderse ante mí, llamándome, y tengo que recorrerlas.

—¿Qué crees que vas a encontrar en ellas?

—La respuesta a mis preguntas. —La miró casi jocosamente, y a no haberle conocido tan bien, Isabel hubiera creído que hablaba en chanza—. Quiero convencerme de si Dios es o no es. Quiero averiguar por qué existe el Mal. Quiero saber si tengo un alma inmortal, o si todo acabará para mí con la muerte.

Isabel ahogó una exclamación. Gran desazón le produjo escucharle tales razones a Larry, y se consoló al oír el tono ligero en que las dijo, el de una conversación corriente, gracias al cual pudo ella vencer el embarazo que experimentó.

—Pero, Larry —dijo sonriendo—, la gente lleva haciéndose esas preguntas hace miles de años. Si pudieran ser contestadas, ya conoceríamos las respuestas.

Larry rió.

—No te rías de mí, si es que he dicho alguna bobada —dijo Isabel, secamente.

—Antes al contrario, creo que tu observación es sumamente sagaz. Pero también podría argüirse que si el hombre lleva miles de años haciéndose esas preguntas, eso prueba que no puede evitarlo, y que continuará haciéndolas. Son más las respuestas que las preguntas, y ha habido muchos que dieron con contestaciones que juzgaron completamente satisfactorias. Por ejemplo, Ruysbroek.

—¿Quién fue?

—¡Bah! Un sujeto con quien no me llegué a tratar en la Universidad —respondió Larry, en broma.

No comprendió Isabel la intención de tales palabras, pero no se detuvo en ellas.

—Todo eso me parece pueril. Ésas cosas son las que discuten apasionadamente los de segundo año en las Universidades, pero para cuando salen de ellas ni se acuerdan. Tienen que ganarse la vida.

—Y hacen bien. Afortunadamente, yo tengo lo bastante para vivir. Si no fuera así, tendría que hacer lo que todos, y ganar dinero.

—Pero ¿no te dice nada el dinero?

—Absolutamente nada —dijo con una sonrisa de regocijo sincero.

—Y ¿cuánto tiempo crees que vas a tardar en todo esto?

—No lo sé. Cinco o diez años.

—Y después, ¿qué? ¿Qué vas a hacer con toda tu sabiduría?

—Si algún día llego a alcanzarla, supongo que tendré la bastante para saber en qué emplearla.

Isabel se cogió las manos apasionadamente y se inclinó hacia delante.

—¡Estás equivocado, Larry! Tú eres americano, y aquí no tienes nada que hacer. Tu lugar está en América.

—Volveré cuando esté listo para ello.

—Pero ¿y lo que te estás perdiendo? ¿Cómo puedes soportar estarte aquí sentado, en este lugar muerto, cuando estamos viviendo la aventura más maravillosa que ha conocido el mundo? Europa está acabada. Nosotros somos la nación más grande, la más poderosa del mundo. Estamos avanzando a saltos prodigiosos. Tenemos de todo. Y es tu deber tomar parte en el desarrollo de tu tierra. Ya has olvidado, o no sabes, lo emocionante que es hoy la vida en América. ¿Estás seguro de que no estás aquí porque te falta valor para hacer frente a la tarea que ha caído en suerte a cada americano? Ya, ya sé que estás trabajando en cierta manera, pero ¿no es ésta una excusa para rehuir tu obligación? ¿Es esto que haces algo más que una laboriosa vagancia? ¿Qué y sería de América si todos escurrieran el bulto, como tú lo estás haciendo?

—Eres muy dura, Isabel —sonrió Larry—. La respuesta es que no todos sienten lo que yo. Afortunadamente para ellos, quizá, la inmensa mayoría de los hombres están dispuestos a seguir el camino trillado. Lo que olvidas es que yo anhelo aprender tan apasionadamente como Gray, por ejemplo, quiere ganar millones. ¿Soy verdaderamente traidor a mi patria, porque deseo pasar unos años educándome? Acaso cuando haya terminado tenga algo que ofrecer a esas gentes, que ellas acepten con alegría. Naturalmente, se trata sólo de una posibilidad, pero si fracaso, mi situación no será peor que la de un hombre que se lanza a un negocio que no resulta.

—¿Y yo? ¿No me das ninguna importancia?

—Te doy enorme importancia. Quiero que te cases conmigo.

—¿Cuándo? ¿Dentro de diez años?

—No. Ahora. Lo antes posible.

—¿Con qué dinero? Mamá no puede darme ninguno. No me lo daría aunque pudiera. Le parecería mal ayudarte a vivir sin trabajar.

—No se me había ocurrido que tu madre nos diera nada. Tengo tres mil dólares al año. En París nos bastaría. Podríamos tomar un pisito y una bonne à tout faire. Lo pasaríamos bien.

—Pero, Larry, no es posible vivir con tres mil dólares al año.

—Claro que es posible. Muchísimos son los que viven con menos.

—Pero yo no quiero vivir con tres mil dólares. No hay ningún motivo que lo haga necesario.

—Yo he estado viviendo con la mitad.

—¡Ahí tienes cómo!

Y miró el mísero cuarto con un estremecimiento de disgusto.

—Quiero decir que tengo algo ahorrado. Podríamos ir a Capri a pasar la luna de miel, y cuando llegara el otoño iríamos a Grecia. Tengo unas ganas tremendas de hacerlo. ¿Te acuerdas de nuestros proyectos para recorrer juntos el mundo?

—Claro que quiero viajar. Pero así no. No quiero viajar en segunda ni parar en hoteles de tercera clase, sin cuarto de baño, ni comer en figones.

—En octubre pasado recorrí toda Italia así. Lo pasé admirablemente. Con tres mil dólares al año podríamos recorrer todo el mundo.

—Pero, Larry, yo quiero tener hijos.

—Magnífico. Los llevaríamos con nosotros.

—¡Qué bobo eres! —dijo Isabel, riéndose—. ¿Tú sabes lo que cuesta tener un niño? Violet Tomlinson tuvo uno el año pasado, y procuró hacerlo todo lo más barato posible, y le costó mil doscientos cincuenta dólares. ¿Y sabes la que cuesta una niñera con diploma? —Fue aumentando su vehemencia según nuevas ideas surgían en su cabeza—. Vives en las nubes. No sabes lo que me pides. Soy joven y quiero pasarlo bien, y quiero hacer lo que todos los demás: ir a fiestas, bailar, jugar al golf, montar a caballo, tener ropa buena. ¿Tú te das cuenta de lo que significa para una mujer ir peor vestida que sus amigas? ¿Sabes lo que es tener que comprar a las amigas sus trajes viejos cuando ya están cansadas de ellos, y dar gracias a Dios cuando una te regala uno nuevo por lástima? Ni siquiera podría ir a un peluquero decente. Ni me apetece andar tomando tranvías y autobuses; quiero tener automóvil. Y, ¿qué crees que podría hacer yo mientras tú estuvieras lee que te lee en una biblioteca? Andar vagando por las calles, mirando los escaparates, haciendo compras imaginarias, o sentarme en los jardines del Luxemburgo, cuidando de que los niños no hicieran travesuras. Y no tendríamos amigos.

—Isabel… —interrumpió él.

—No serían los amigos a que estoy acostumbrada. Ya sé que los amigos de tío Elliott nos convidarían de vez en cuando por consideración a él; pero no podríamos ir, porque ni yo tendría ropa para ello, ni nos gustaría aceptar invitaciones a las que no tendríamos dinero para corresponder. No me interesa conocer a una pandilla de gente mal vestida y sucia, pues ni tendría nada que decirles, ni me importa lo que ellos puedan contarme. Quiero vivir, Larry. —Advirtió en esto repentinamente la expresión que reflejaban los ojos de Larry, tiernos, como siempre que en ella estaban fijados, pero matizada su ternura por un matiz de regocijo—. ¿Te crees que soy vulgar? ¿Crees que soy tonta y superficial?

—No. Todo lo que has dicho me parece muy natural.

Larry estaba de pie, apoyada la espalda en la chimenea, e Isabel se levantó, y acercándose a él le miró cara a cara.

—Escucha, Larry: si no tuvieras un centavo y te pusieras a trabajar, y ganaras un sueldo de tres mil dólares, me casaría contigo sin dudarlo. Guisaría, haría las camas y no me importaría ir mal vestida y todo me parecería bien, y lo encontraría divertido y todo lo echaría a broma, porque sabría que todo sería cuestión de tiempo, y que terminarías por salir adelante. Pero lo que me propones es vivir miserablemente toda la vida, sin esperanza alguna; en que me convierta en una criada durante lo que me queda de vida. Y, ¿para qué? Para que tú puedas pasarte un día y otro día buscando respuestas a unas preguntas que tú mismo dices que no las tienen. Es absurdo. Un hombre tiene que trabajar. Para eso ha nacido. Y trabajando es como contribuye al bien de la comunidad.

—Es decir, que su deber es vivir en Chicago y trabajar en casa de Maturin. ¿Crees verdaderamente que logrando que mis amigos compren los valores que ofrece Maturin estaría prestando un gran servicio a la sociedad?

—Corredores de Bolsa tiene que haberlos; y es una manera perfectamente decente y honorable de ganarse la vida.

—Has pintado un cuadro muy negro de lo que es vivir en París con una renta módica. Y no corresponde a la realidad. Una mujer puede vestirse muy agradablemente sin ir a «Chanel». Y no toda la gente interesante vive en la vecindad del Arco del Triunfo y de la avenida de Foch. Es más: es poca la gente interesante que vive allí, porque la gente interesante, por lo general, no tiene mucho dinero. Yo conozco a bastante gente en París: pintores, escritores y estudiantes; franceses, ingleses, americanos y qué sé yo, a quienes creo que encontrarías bastante más divertidos que las ajadas marquesas y narigudas duquesas de Elliott. Tienes viva la imaginación y un aguzado sentido de la gracia, y te gustaría escucharlos, cambiando ideas a través de la mesa, aunque el vino fuese vin ordinaire y no hubiese mayordomo y un par de criados para servirte.

—No seas estúpido, Larry. Claro que me divertiría. Sabes que no soy snob, y que me gusta conocer gente interesante.

—Sí; vestida por «Chanel». ¿Crees que no notarían que los tratabas por considerarlos pintorescos? No se encontrarían a gusto contigo, ni tú con ellos, y no sacarías nada de su conversación, como no fuera tema para hablar luego con Emily de Montadour o Gracie de Château–Gaillard, explicándoles lo mucho que te diviertes conociendo a una pandilla de tristes bohemios en el Barrio Latino.

Isabel se encogió de hombros.

—Puede que tengas razón. No me he educado entre gente de esta clase. Y no tengo nada en común con ellos.

—Entonces, ¿a qué hemos llegado?

—Al sitio en que estábamos al principio. Yo he vivido siempre en Chicago. Todos mis amigos están allí. Todos mis intereses están allí. Allí me encuentro en casa. Soy de allí, y tú también. Mamá está enferma, y lo que tiene es incurable. No podría abandonarla, aunque quisiera hacerlo.

—¿Quieres decir que, si no estoy dispuesto a regresar a Chicago, no te casarás conmigo?

Isabel vaciló. Quería a Larry, y deseaba casarse con él. Le quería con toda la fuerza de sus sentidos. Sabía que también él la deseaba, y no podía creer que en el momento de tomar la decisión de perderla, Larry no cediera. Tuvo miedo, pero no tuvo más remedio que aceptar el peligro.

—Sí, Larry; eso es lo que quiero decir.

Encendió él una cerilla rascándola en la chimenea, una de esas anticuadas cerillas francesas, de azufre, cuyo acre olor molesta, y encendió su pipa. Luego pasó junto a Isabel y se detuvo ante una ventana. Estuvo mirando por ella un rato, callado, y el rato se hizo eterno para Isabel, que había permanecido inmóvil, mirándose, sin verse, en el espejo de la chimenea. El corazón le latía desaforadamente y casi se sentía enferma de temor. Al fin, Larry se volvió hacia ella.

—Quisiera lograr que vieras cuánto más completa es la vida que te ofrezco que todo lo que tú puedes imaginar. Quisiera saber mostrarte la emoción intensa de la vida espiritual, y la riqueza de su experiencia. Es infinita. Es una vida de intensa felicidad. Sólo una cosa le es comparable: subir sin compañía en un aeroplano, alto, muy alto, y sentirse rodeado tan sólo por lo infinito. El espacio ilimitado te emborracha. Y se siente un júbilo tal, que no lo cambiarías por todo el poder del mundo. El otro día estuve leyendo a Descartes. ¡Qué sencillez, qué gracia, qué lucidez!

—Pero, Larry —interrumpió Isabel, desesperada—, ¿no comprendes que estás pidiéndome algo para lo cual no sirvo, y en lo que ni estoy interesada ni quiero interesarme? ¿Cuántas veces quieres que te repita que soy una muchacha normal y corriente? Tengo veinte años; dentro de diez seré vieja, y quiero pasarlo bien antes que sea tarde. ¡Ay, Larry, si supieras cómo te quiero! ¡Y todo es tan baladí! No llegarás a ninguna parte. Te ruego, por ti mismo, que abandones esas ideas. Sé hombre, Larry, y ponte a trabajar como un hombre. Estás desperdiciando años preciosos, que otros emplean en cosas de gran importancia. Si me quieres, Larry, no renunciarás a mí por un sueño. Ya has pasado jugando dos años. Vuelve a América conmigo.

—No puedo, Isabel. Sería matarme. Sería traicionar a mi propia alma.

—¿Por qué hablas así? Ésas son las cosas que dicen los intelectuales neuróticos. ¿Qué quieren decir? Nada. Nada. Nada.

—Quieren decir, por casualidad, lo que siento —respondió él risueñamente.

—¿Cómo eres capaz de reír? ¿No te das cuenta de que esto es terriblemente serio? Hemos llegado a una bifurcación en nuestro camino, y lo que hagamos ahora afectará grandemente el resto de nuestras vidas.

—Lo sé. Créeme: hablo completamente en serio.

Suspiró Isabel.

—Si no quieres atender a razones, es inútil seguir hablando.

—Pero es que lo que dices no son razones. Yo creo que has estado diciendo, sin parar, una serie de tonterías terribles.

—¿Yo? —Se hubiera reído, a no sentirse tan desgraciada—. Pobre Larry. Estás loco.

Se quitó lentamente la sortija de novia, la colocó en medio de la palma de la mano y la contempló. Era un rubí cuadrado, montado en un fino anillo de platino, y siempre le había gustado.

—Si me quisieras no me harías tan infeliz.

—Te quiero; pero, desgraciadamente, hay veces en que no puede uno hacer lo que considera su deber sin causar dolor a otra persona.

Alargó ella la mano, ofreciéndole la sortija, y consiguió sonreír con labios temblorosos.

—Toma, Larry.

—Mira, a mí no me sirve para nada; ¿por qué no te quedas con ella como recuerdo de nuestra amistad? Te la podrías poner en el dedo meñique. No tenemos por qué dejar de ser amigos, ¿verdad?

—Yo te querré siempre, Larry.

—Entonces quédate con ella. Me darás gusto.

Isabel vaciló un instante, y acabó por ponerse la sortija en la mano derecha.

—Me está grande.

—Te la pueden achicar. Vamos al bar del «Ritz» a tomar una copa.

—Bueno.

Algo perpleja estaba Isabel de que todo hubiera ocurrido de tan sencilla manera. No había llorado. Nada parecía haber cambiado, salvo que ya no se casaría con Larry. Apenas podía creer que todo hubiera acabado para siempre. Y sentía algo parecido al despecho, porque no había sucedido nada terrorífico. Habían hablado tranquilamente, como si se tratara de tomar una casa. Se merecía más ella; pero al mismo tiempo le producía una vaga satisfacción el que ambos hubieran sabido comportarse de manera tan civilizada. Mucho le hubiera gustado saber exactamente lo que Larry sentía. Pero nunca fue fácil adivinar sus pensamientos; su tersa cara, sus oscuros ojos eran una máscara que ella sabía, a pesar de su larga amistad con él, que no era posible traspasar. Se había quitado el sombrero, que estaba encima de la cama. Volvió a ponérselo delante del espejo.

—Dime, por curiosidad —dijo, arreglándose el pelo—; ¿querías terminar conmigo?

—No.

—Pensé que quizá te quedarías más a gusto.

Larry no contestó. Isabel se volvió hacia él sonriendo alegremente.

—Ya estoy lista.

Larry cerró la puerta con llave. Cuando dio ésta al conserje, el hombre los miró con expresión de displicente complicidad. Le resultó a Isabel imposible no adivinar lo que el hombre pensaba que habían estado haciendo.

—No creo que ese hombre diera un centavo por mi pureza —dijo.

Fueron en un taxi al «Ritz» y tomaron una copa. Estuvieron hablando de temas indiferentes, sin aparente violencia, como dos viejos amigos que se vieran a diario. Aunque Larry era callado por naturaleza, Isabel era locuaz, tenía amplios recursos de conversación, y estaba dispuesta a que no surgiera un silencio embarazoso de romper. No iba a permitir que Larry creyese que estaba dolida con él, y su orgullo le dio fuerzas para conducirse de tal manera que no pudiera él sospechar que se sentía herida y desgraciada. Al cabo de un rato, propuso Isabel que la llevara a su casa. Cuando se separaron a la puerta, le dijo Isabel alegremente:

—No te vayas a olvidar de que mañana comes con nosotros.

—De ninguna manera.

Ofreció ella la mejilla para que él la besara, y entró en la casa por la porte cochère.