3

No estaba yo en París por la primavera, cuando, antes de lo que había planeado, llegaron Mrs. Bradley e Isabel para pasar una temporada con Elliott; y de nuevo tuve que suplir con mi imaginación el conocimiento de lo que aconteció durante las pocas semanas que pasaron allí. Desembarcaron en Cherburgo, y Elliott, siempre atento, allí fue a esperarlas. Pasaron la aduana. Arrancó el tren. Elliott les dijo, complacido, que había tomado a una excelente doncella para que las cuidara, y Mrs. Bradley respondió que no hubiera hecho falta, pues ellas no la necesitaban, lo cual provocó una impaciente réplica de Elliott:

—No empieces nada más llegar, Louisa. Ninguna señora puede ir bien vestida sin la ayuda de una doncella, y he tomado a Antoinette no sólo por ti, sino por mí. Me mortificaría que no aparecieras perfectamente vestida.

Examinó la ropa de ambas con una mirada de velado desprecio.

—Naturalmente, tendréis que comprar ropa. Después de pensarlo cuidadosamente, he decidido que lo mejor que podéis hacer es ir a «Chanel».

—Yo siempre iba a «Worth» —dijo Mrs. Bradley.

Podría haberse ahorrado el esfuerzo de hablar, pues Elliott no le hizo caso alguno.

—Ya he hablado personalmente con Chanel, y os espera mañana a las tres. Luego hay que pensar en los sombreros. Naturalmente, deberán ser de «Reboux».

—No quisiera gastar mucho dinero, querido Elliott.

—Ya lo sé. Me propongo pagarlo yo todo. Estoy dispuesto a que seas una honra para mí. Por cierto, voy a dar varias fiestas, y he dicho a mis amigos franceses que Myron era embajador, y lo habría sido si no se hubiera muerto, porque suena mejor. No supongo que salga el asunto a relucir, pero he querido avisarte, por si acaso.

—Eres ridículo, Elliott.

—No lo soy. Conozco el mundo. Y sé que la viuda de un embajador tiene mucho más prestigio que la de un ministro.

Al entrar el tren en la Gare du Nord, Isabel, que iba asomada a la ventanilla, gritó:

—¡Ahí está Larry!

Apenas había parado el tren, cuando saltó y corrió hacia él, que la abrazó.

—¿Cómo ha sabido que veníais? —preguntó Elliott agriamente.

—Le avisó Isabel por radio desde el barco.

Mrs. Bradley le besó cariñosamente, y Elliott le ofreció lánguidamente la mano. Eran las diez de la noche.

—Tío, ¿puede venir Larry a comer mañana? —dijo Isabel, agarrada del brazo del aludido, con animada expresión y brillantes ojos.

—Me encantaría; pero Larry me ha dado a entender que no come a mediodía.

—Mañana si comeré —dijo Larry sonriendo.

—Entonces, tendré mucho gusto en verte mañana a la una.

Volvió a ofrecerle la mano, con la intención de indicarle que podía retirarse; pero Larry le sonrió, impertérrito.

—Os voy a ayudar con el equipaje, y luego iré por un taxi.

—Mi coche está esperándonos, y el mecánico se encargará del equipaje —dijo Elliott con toda dignidad.

—¡Ah, magnífico! Entonces no tenemos nada que hacer. Si hay sitio para mí, iré hasta la puerta.

—Anda, sí, Larry —dijo Isabel.

Fueron andén abajo, seguidos de Mrs. Bradley y Elliott. La cara de éste denotaba una helada condena.

Quelles manières —dijo para sí, pues había circunstancias en que se sentía más capaz de expresar sus sentimientos en francés.

A las once de la mañana siguiente, cuando hubo acabado de vestirse, pues no era madrugador, envió una nota a su hermana, a través de Joseph, su criado personal, y de Antoinette, pidiéndole que bajase a la biblioteca, si podía, pues deseaba hablar con ella. Cuando apareció, Elliott cerró cuidadosamente la puerta, y colocando un cigarrillo en una boquilla de desmedida longitud, lo encendió y tomó asiento.

—He de suponer que Isabel y Larry siguen prometidos…

—Que yo sepa, sí.

—Me temo que los informes que tengo que darte acerca de él no sean buenos. —Y explicó a su hermana los proyectos que hizo para presentarle en sociedad, y sus planes para instalarle de manera digna y conveniente—. Hasta le tenía echado el ojo a un rez–de–chaussée que hubiera venido pintiparado. Es del marqués de Rethel, quien quería alquilarlo porque le habían destinado a la Embajada de Madrid.

Pero Larry había rehusado las invitaciones, sin dejar lugar a dudas que no necesitaba de su ayuda.

—Lo que me es imposible comprender es para qué puede nadie venir a París si no es para aprovecharse de lo que París puede ofrecerle. No sé qué hace. No conoce a nadie. ¿Sabes en dónde vive?

—La única dirección que conocemos es el «American Express».

—Como un viajante de comercio o un maestro de escuela en vacaciones. No me extrañaría averiguar que está viviendo con alguna en un estudio de Montmartre.

—¡Por Dios, Elliott!

—¿Qué otra explicación puede tener tanto misterio acerca del sitio en que vive, y su negativa a tratarse con la gente de su clase social?

—No sería propio de Larry. ¿Y no te dio anoche la impresión de que estaba tan enamorado como siempre de Isabel? No es posible que sea tan falso.

Elliott se encogió de hombros, dando a entender que la hipocresía de los hombres no tiene límites.

—¿Y Gray Maturin? ¿Sigue igual?

—Se casaría inmediatamente con Isabel, si ésta quisiera.

Mrs. Bradley le dijo por qué habían venido a Europa antes de lo proyectado en un principio. Empezó ella a no encontrarse bien, y le habían dicho los médicos que tenía diabetes. La cosa no era grave, y si tenía cuidado con lo que comía, y con dosis moderadas de insulina, no había motivo para que no viviera aún muchos años, pero el conocimiento de que padecía una enfermedad incurable había exacerbado sus deseos de ver a Isabel casada. Habían discutido el asunto las dos. Isabel era juiciosa, y estuvo conforme desde un principio en que si pasados dos años Larry se negaba a volver a Chicago, no tendría más solución que terminar con él. Pero hería la dignidad de Mrs. Bradley esperar a que transcurriera por completo el convenido plazo para ir luego en busca de Larry, como si de un fugitivo de la justicia se tratara, para llevarle a su país, pues juzgaba que esto sería humillante para Isabel. Más natural parecía que viniesen a pasar el verano a Europa, en donde Isabel no había estado desde que era muy niña. Después de su estancia en París podían ir a algún balneario indicado para la dolencia de Mrs. Bradley, y de allí al Tirol austríaco, para luego recorrer Italia tranquilamente. Mrs. Bradley tenía el propósito de invitar a Larry a que las acompañara, para que tanto él como Isabel pudieran apreciar si su larga separación no había alterado sus sentimientos. Llegado el momento, se vería si Larry, después de estos años de libertad, se hallaba dispuesto a aceptar las responsabilidades de la vida.

—A Henry Maturin le sentó mal que rechazase su oferta, pero Gray le ha apaciguado y Larry podría tomar posesión del cargo en cuanto llegara allí.

—Gray es un gran muchacho.

—Sí, es verdad —suspiró Mrs. Bradley—. Haría feliz a Isabel, lo sé.

Pasó entonces Elliott a explicar a su hermana las fiestas que en honor de ambas tenía proyectadas. Al día siguiente daría una comida con abundantes invitados, y al final de semana una cena de gala. Las llevaría a la recepción de los Château–Gaillard, y ya había logrado sus invitaciones para el baile de los Rothschild.

—Convidarás a Larry, ¿verdad?

—Me ha dicho que no tiene ropa de etiqueta —dijo Elliott, asqueado.

—Bueno, pero convídale de todos modos. El chico es simpático, después de todo, y no arreglaría las cosas hacerle un feo. Sólo conseguirías que Isabel se encaprichara más.

—Naturalmente, si tú quieres, le invitaré. Larry llegó para comer a la hora concertada, y Elliott, hombre de modales admirables, estuvo marcadamente cordial con él. No le fue difícil, pues se mostró Larry tan alegre, tan lleno de vida, que solamente un hombre de natural profundamente más agrio que Elliott pudiera haber evitado el sentirse cautivado por el muchacho. La conversación versó sobre Chicago y los amigos comunes que allí tenían, por lo que nada pudo Elliott hacer que no fuera escuchar con expresión amable y fingir interés en los asuntos de gentes que en su opinión eran socialmente insignificantes. No le importó escuchar, y hasta consideró no poco conmovedor oír a los demás acerca del noviazgo de tal pareja, de la boda de cual otra y del divorcio de la de más allá. ¿Quién había oído hablar jamás de ellas? Él sabía que la marquesita de Clinchant había tratado de envenenarse, porque su amante, el príncipe de Colombey, la había abandonado para casarse con la hija de un millonario sudafricano. ¡Eso sí que valía la pena discutirlo! Al mirar a Larry, tuvo que confesarse que tenía un indefinible atractivo; con aquellos hundidos ojos negros, sus prominentes pómulos, pálida tez y expresiva boca, le recordaba a Elliott un retrato de Botticelli; y llegó a pensar que vestido con los ropajes de aquel período tendría un aspecto de desmedido romanticismo. Recordó su proyecto de unirle amorosamente con alguna distinguida dama francesa, y sonrió picarescamente al pensar que el sábado siguiente asistiría a su cena Marie–Louise de Florimond, quien reunía el ser de una familia irreprochable y una notoria inmoralidad. Contaba cuarenta años, pero parecía diez años más joven; tenía la delicada belleza de cierta antepasada suya pintada por Nattier, cuyo retrato formaba parte, gracias a Elliott, de una de las grandes colecciones de pinturas de América; su ligereza moral era notoria. Elliott decidió sentar a Larry junto a ella. Ya había invitado a un buen mozo inglés, attaché de la Embajada que calculaba sería del gusto de Isabel. Isabel era bonita, y como el muchacho en cuestión era inglés y rico, no tenía importancia que no tuviera ella dinero. Endulzado su espíritu por el excelente montrachet con que había empezado la comida, y por el rico burdeos que le siguió, Elliott entregóse a pensar con sosegado placer en las probabilidades que su mente iba considerando. Si las cosas salieran todo lo bien que deseaba, la pobre Louisa no necesitaría preocuparse más. Nunca había tenido demasiada buena opinión de él; la pobre era bastante provinciana; pero Elliott la quería. Le satisfaría profundamente arreglar todo lo que a su hermana preocupaba, gracias a su mundana sapiencia.

No quiso Elliott perder el tiempo, y arregló las cosas para llevar a las señoras a examinar vestidos inmediatamente después de la comida, y por ello, cuando se levantaron de la mesa, insinuó a Larry, con su exquisito tacto, que estaba estorbando, no dejando al mismo tiempo de insistir en gran afabilidad para que asistiese a las dos comidas que tenía proyectadas. No le fue preciso tanta molestia, pues Larry aceptó ambas invitaciones sin dudarlo un instante.

Pero los proyectos de Elliott fracasaron. Vio con alivio que Larry se presentó a cenar con un smoking muy decente, pues temió que acudiera vistiendo el mismo traje azul que se puso para la comida.

Después de cenar llevó a Marie–Louise de Florimond a un rincón y le preguntó qué le había parecido el muchacho americano.

—Tiene bonitos los ojos y los dientes.

—¿Nada más? Le coloqué a tu lado seguro de que era tu tipo.

Ella le miró sospechosa.

—Me dijo que estaba prometida a esa sobrina tuya tan mona.

Voyons, ma chère, el hecho de que un hombre pertenezca a otra mujer jamás ha evitado que tú te apoderes de él, si puedes.

—¿Es eso lo que quieres que haga? Pues lo siento, Elliott, pero conmigo no cuentes para esa clase de cosas.

Elliott sonrió.

—Supongo que eso quiere decir que has ensayado tus seducciones, y que has visto que no hay nada que hacer.

—Una de las razones por las que me gustas, Elliott, es porque tienes el sentido moral del encargado de una casa de lenocinio. ¿No quieres que se case con tu sobrina? ¿Por qué? Está bien educado y me ha parecido encantador. Pero es demasiado inocente. De veras te digo que creo que no se dio cuenta de mis intenciones.

—Debiste mostrarte más explícita, mi querida amiga.

—Tengo la suficiente experiencia para saber cuándo estoy perdiendo el tiempo. Ése muchacho no tiene ojos más que para Isabel, y te diré, en confianza, que Isabel me lleva veinte años de ventaja. Además, es encantadora.

—¿Te gusta su vestido? Lo elegí yo mismo.

—Es bonito y discreto. Pero, naturalmente, a ella le falta chic.

Tomó esto Elliott como una crítica que contra él fuera dirigida, y no estaba dispuesto a consentir que Madame Florimond escapara sin respuesta a su pulla. Sonrió abiertamente.

—Mi querida amiga, una mujer necesita haber alcanzado tu sazonada madurez para tener tu chic —dijo.

Madame de Florimond esgrimió una estaca más bien que un florete. Su réplica hizo hervir la sangre virginiana de Elliott.

—¡Ah! Pero estoy segura de que en tu bello país de gangsters (votre beau pays d’apaches) no echarán de menos una cosa tan sutil e inimitable.

Pero si Madame de Florimond halló defectos, los restantes amigos de Elliott encontraron singularmente deliciosos a Isabel y a Larry. Hallaron gusto en la belleza de Isabel, en su rebosante salud, en su vitalidad, y les plugo el pintoresco aspecto, los cultivados modales y el apacible e irónico gracejo de Larry. Ambos tenían la ventaja de hablar francés con facilidad. Mrs. Bradley, tras tantos años de vivir entre diplomáticos, lo hablaba con suficiente corrección, pero con un fuerte acento norteamericano, que por nada del mundo hubiera aceptado disimular. Elliott las agasajó con generosidad. Isabel, complacida con su nueva ropa y sus nuevos sombreros, entretenida por todas las distracciones que su tío le buscaba, y feliz de hallarse junto a Larry, se dijo que nunca lo había pasado tan bien.